Pepita Jiménez - Juan Valera
Pepita Jiménez
Juan Valera
Nescit labi virtus.
El señor Deán de la catedral de..., muerto
pocos años ha, dejó entre sus papeles un legajo,
que, rodando de unas manos en otras, ha venido
a dar en las mías, sin que, por extraña fortuna,
se haya perdido uno solo de los documentos
de que constaba. El rótulo del legajo es la
sentencia latina que me sirve de epígrafe, sin el
nombre de mujer que yo le doy por título ahora;
y tal vez este rótulo haya contribuido a que
los papeles se conserven, pues creyéndolos cosa
de sermón o de teología, nadie se movió antes
que yo a desatar el balduque ni a leer una sola
página.
Contiene el legajo tres partes. La primera
dice: Cartas de mi Sobrino; la segunda, Paralipómenos;
y la tercera, Epílogo.-Cartas de mi
hermano.
Todo ello está escrito de una misma letra,
que se puede inferir fuese la del señor Deán. Y
como el conjunto forma algo a modo de novela,
si bien con poco o ningún enredo, yo imaginé
en un principio que tal vez el señor Deán quiso
ejercitar su ingenio componiéndola en algunos
ratos de ocio; pero, mirado el asunto con más
detención y, notando la natural sencillez del
estilo, me inclino a creer ahora que no hay tal
novela, sino que las cartas son copia de verdaderas
cartas, que el señor Deán rasgó, quemó o
devolvió a sus dueños, y que la parte narrativa,
designada con el título bíblico de Paralipómenos,
es la sola obra del señor Deán, a fin de
completar el cuadro con sucesos que las cartas
no refieren.
De cualquier modo que sea, confieso que
no me ha cansado, antes bien me ha interesado
casi la lectura de estos papeles; y como en el día
se publica todo, he decidido publicarlos también,
sin más averiguaciones, mudando sólo los
nombres propios, para que, si viven los que con
ellos se designan, no se vean en novela sin quererlo
ni permitirlo.
Las cartas que la primera parte contiene
parecen escritas por un joven de pocos años,
con algún conocimiento teórico, pero con ninguna
práctica de las cosas del mundo, educado
al lado del señor Deán, su tío, y en el Seminario,
y con gran fervor religioso y empeño decidido
de ser sacerdote.
A este joven llamaremos don Luis de
Vargas.
El mencionado manuscrito, fielmente trasladado
a la estampa, es como sigue.
I
Cartas de mi sobrino
22 de marzo
Q uerido tío y venerado maestro: Hace
cuatro días que llegué con toda felicidad a este
lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien
de salud a mi padre, al señor vicario y a los
amigos y parientes. El contento de verlos y de
hablar con ellos, después de tantos años de ausencia,
me ha embargado el ánimo y me ha
robado el tiempo, de suerte que hasta ahora no
he podido escribir a usted.
Usted me lo perdonará.
C omo salí de aquí tan niño y he vuelto
hecho un hombre, es singular la impresión que
me causan todos estos objetos que guardaba en
la memoria. Todo me parece más chico, mucho
más chico; pero también más bonito que el recuerdo
que tenía. La casa de mi padre, que en
mi imaginación era inmensa, es sin duda una
gran casa de un rico labrador; pero más pequeña
que el Seminario. Lo que ahora comprendo
y estimo mejor es el campo de por aquí. Las
huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas
tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a
ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo.
Las orillas de las acequias están cubiertas
de hierbas olorosas y de flores de mil clases.
En un instante puede uno coger un gran ramo
de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos
y gigantescos nogales, higueras y otros
árboles, y forman los vallados la zarzamora, el
rosal, el granado y la madreselva.
E s portentosa la multitud de pajarillos
que alegran estos campos y alamedas.
Yo estoy encantado con las huertas, y todas
las tardes me paseo por ellas un par de
horas.
Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares,
sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto
hemos visto aún. No he salido del lugar y de
las amenas huertas que le circundan.
Es verdad que no me dejan parar con tanta
visita.
Hasta cinco mujeres han venido a verme,
que todas han sido mis amas y me han abrazado
y besado.
Todos me llaman Luisito o el niño de don
Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos.
Todos preguntan a mi padre por el niño
cuando no estoy presente.
S e me figura que son inútiles los libros
que he traído para leer, pues ni un instante me
dejan solo.
La dignidad de cacique, que yo creía cosa
de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el
cacique del lugar.
A penas hay aquí, quien acierte a comprender
lo que llaman mi manía de hacerme
clérigo, y esta buena gente me dice, con un
candor selvático, que debo ahorcar los hábitos,
que el ser clérigo está bien para los pobretones;
pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme
y consolar la vejez de mi padre, dándole
media docena de hermosos y robustos nietos.
Para adularme y adular a mi padre, dicen
hombres y mujeres que soy un real mozo, muy
salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos
son muy pícaros y otras sandeces que me afligen,
disgustan y avergüenzan, a pesar de que
no soy tímido y conozco las miserias y locuras
de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme
de nada.
El único defecto que hallan en mí es el de
que estoy muy delgadito a fuerza de estudiar.
Para que engorde se proponen no dejarme estudiar
ni leer un papel mientras aquí permanezca,
y además hacerme comer cuantos primores
de cocina y de repostería se confeccionan
en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay
familia conocida que no me haya enviado algún
obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho,
ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, ya
un tarro de almíbar.
Los obsequios que me hacen no son sólo
estos presentes enviados a casa, sino que también
me han convidado a comer tres o cuatro
personas de las más importantes del lugar.
Mañana como en casa de la famosa Pepita
Jiménez, de quien, usted habrá oído hablar, sin
duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre
la pretende.
Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco
años, está tan bien, que puede poner envidia a
los más gallardos mozos del lugar. Tiene
además el atractivo poderoso, irresistible para
algunas mujeres, de sus pasadas conquistas, de
su celebridad, de haber sido una especie de don
Juan Tenorio.
No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos
dicen que es muy linda. Yo sospecho que será
una beldad lugareña y algo rústica. Por lo que
de ella se cuenta, no acierto a decidir si es buena
o mala moralmente; pero sí que es de gran
despejo natural. Pepita tendrá veinte años; es
viuda; sólo tres años estuvo casada. Era hija de
doña Francisca Gálvez, viuda como usted sabe,
de un capitán retirado
Que le dejó a su muerte Sólo su honrosa espada
por herencia, según dice el poeta. Hasta la
edad de diez y seis años vivió Pepita con su
madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.
T enía un tío llamado don Gumersindo,
poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, de
aquellos que en tiempos antiguos una vanidad
absurda fundaba. Cualquier persona regular
hubiera vivido con las rentas de este mayorazgo
en continuos apuros, llena tal vez de trampas
y sin acertar a darse el lustre y decoro propios
de su clase; pero don Gumersindo era un
ser extraordinario: el genio de la economía. No
se podía decir que crease riqueza; pero tenía
una extraordinaria facultad de absorción con
respecto a la de los otros, y en punto a consumirla,
será difícil hallar sobre la tierra persona
alguna en cuyo mantenimiento, conservación y
bienestar hayan tenido menos que afanarse la
madre naturaleza y la industria humana. No se
sabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hasta
la edad de ochenta años, ahorrando sus rentas
íntegras y haciendo crecer su capital por medio
de préstamos muy sobre seguro. Nadie por
aquí le critica de usurero, antes bien le califican
de caritativo, porque siendo moderado en todo,
hasta en la usura lo era, y no solía llevar más de
un diez por ciento al año, mientras que en toda
esta comarca llevan un veinte y hasta un treinta
por ciento y aún parece poco.
Con este arreglo, con esta industria y con
el ánimo consagrado siempre a aumentar y a no
disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de
casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera,
llegó don Gumersindo a la edad que he dicho,
siendo poseedor de un capital importante sin
duda en cualquier punto y aquí considerado
enorme, merced a la pobreza de estos lugareños
y a la natural exageración andaluza.
D on Gumersindo, muy aseado y cuidadoso
de su persona, era un viejo que no inspiraba
repugnancia.
Las prendas de su sencillo vestuario estaban
algo raídas, pero sin una mancha y saltando
de limpias, aunque de tiempo inmemorial se
le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y
los mismos pantalones y chaleco. A veces se
interrogaban en balde las gentes unas a otras a
ver si alguien le había visto estrenar una prenda.
Con todos estos defectos, que aquí y en
Aras partes muchos consideran virtudes, aunque
virtudes exageradas, don Gumersindo tenía
excelentes cualidades: era afable, servicial,
compasivo, y se desvivía por complacer y ser
útil a todo el mundo, aunque le costase trabajo,
desvelos y fatiga, con tal de que no le costase
un real. Alegre y amigo de chanzas y de burlas,
se hallaba en todas las reuniones y fiestas,
cuando no eran a escote, y las regocijaba con la
amenidad de su trato y con su discreta aunque
poco ática conversación. Nunca había tenido
inclinación alguna amorosa a una mujer determinada;
pero inocentemente, sin malicia, gustaba
de todas, y era el viejo más amigo de requebrar
a las muchachas y que más las hiciese
reír que había en diez leguas a la redonda.
Y a he dicho que era tío de la Pepita.
Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella a
cumplir los diez y seis. Él era poderoso; ella
pobre y desvalida.
La madre de ella era una mujer vulgar, de
cortas luces y de instintos groseros. Adoraba a
su hija, pero continuamente y con honda amargura
se lamentaba de los sacrificios que por ella
hacía, de las privaciones que sufría y de la desconsolada
vejez y triste muerte que iba a tener
en medio de tanta pobreza. Tenía, además, un
hijo mayor que Pepita, que había sido gran calavera
en el lugar, jugador y pendenciero, a
quien después de muchos disgustos había logrado
colocar en la Habana en un empleíllo de
mala muerte, viéndose así libre de él y con el
charco de por medio. Sin embargo, a los pocos
años de estar en la Habana el muchacho, su
mala conducta hizo que le dejaran cesante, y
asaetaba a cartas a su madre pidiéndole dinero.
La madre, que apenas tenía para sí y para Pepita,
se desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de
su destino con paciencia poco evangélica, y
cifraba toda su esperanza en una buena colocación
para su hija que la sacase de apuros.
En tan angustiosa situación empezó don
Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de
su madre y a requebrar a Pepita con más ahínco
y persistencia que solía requebrar a otras. Era,
con todo, tan inverosímil y tan desatinado el
suponer que un hombre que había pasado
ochenta años sin querer casarse pensase en tal
locura cuando ya tenía un pie en el sepulcro,
que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho
menos, sospecharon jamás los en verdad atrevidos
pensamientos de don Gumersindo. Así es
que un día ambas se quedaron atónitas y pasmadas
cuando, después de varios requiebros,
entre burlas y veras, don Gumersindo soltó con
la mayor formalidad y a boca de jarro la siguiente
categórica pregunta:
-Muchacha, ¿quieres casarte conmigo?
Pepita, aunque la pregunta venía después
de mucha broma y pudiera tomarse por broma
y, aunque inexperta de las cosas del mundo,
por cierto instinto adivinatorio que hay en las
mujeres, y sobre todo en las mozas, por cándidas
que sean, conoció que aquello iba por lo
serio, se puso colorada como una guinda y no
contestó nada. La madre contestó por ella:
-Niña, no seas malcriada; contesta a tu tío
lo que debes contestar: tío, con mucho gusto;
cuando usted quiera.
Este tío, con mucho gusto; cuando usted
quiera, entonces, y varias veces después dicen
que salió casi mecánicamente de entre los
trémulos labios de Pepita, cediendo a las amonestaciones,
a los discursos, a las quejas y hasta
al mandato imperioso de su madre.
V e o que me extiendo demasiado en
hablar a usted de esta Pepita Jiménez y de su
historia; pero me interesa, y supongo que debe
interesarle, pues si es cierto lo que aquí aseguran,
va a ser cuñada de usted y madrastra mía.
Procuraré, sin embargo, no detenerme en pormenores,
y referir, en resumen, cosas que acaso
usted ya sepa, aunque hace tiempo que falta de
aquí.
P epita Jiménez se casó con don Gumersindo.
La envidia se desencadenó contra ella en
los días que precedieron a la boda y algunos
meses después.
E n efecto, el valor moral de este matrimonio
es harto discutible; mas para la muchacha,
si se atiende a los ruegos de su madre, a
sus quejas, hasta a su mandato; si se atiende a
que ella creía por este medio proporcionar a su
madre una vejez descansada y libertar a su
hermano de la deshonra y de la infamia, siendo
su ángel tutelar y su providencia, fuerza es confesar
que merece atenuación la censura. Por
otra parte, ¿cómo penetrar en lo íntimo del corazón,
en el secreto escondido de la mente juvenil
de una doncella, criada tal vez con recogimiento
exquisito e ignorante de todo, y saber
qué idea podía ella formarse del matrimonio?
Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era
consagrar su vida a cuidarle, a ser su enfermera,
a dulcificar los últimos años de su vida, a no
dejarle en soledad y abandono, cercado sólo de
achaques y asistido por manos mercenarias, y a
iluminar y dorar, por último, sus postrimerías
con el rayo esplendente y suave de su hermosura
y de su juventud, como ángel que toma
forma humana. Si algo de esto o todo esto
pensó la muchacha, y en su inocencia no penetró
en otros misterios, salva queda la bondad
de lo que hizo.
Como quiera que sea, dejando a un lado
estas investigaciones psicológicas que no tengo
derecho a hacer, pues no conozco a Pepita
Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz
con el viejo durante tres años; que el viejo parecía
más feliz que nunca; que ella le cuidaba y
regalaba con un esmero admirable, y que en su
última y penosa enfermedad le atendió y veló
con infatigable y tierno afecto, hasta que el viejo
murió en sus brazos, dejándola heredera de
una gran fortuna.
Aunque hace más de dos años que perdió
a su madre, y más de año y medio que enviudó,
Pepita lleva aún luto de viuda. Su compostura,
su vivir retirado y su melancolía son tales, que
cualquiera pensaría que llora la muerte del marido
como si hubiera sido un hermoso mancebo.
Tal vez alguien presume o sospecha que la
soberbia de Pepita y el conocimiento cierto que
tiene hoy de los poco poéticos medios con que
se ha hecho rica, traen su conciencia alterada y
más que escrupulosa; y que, avergonzada a sus
propios ojos y a los de los hombres, busca en la
austeridad y en el retiro el consuelo y reparo a
la herida de su corazón.
A quí, como en todas partes, la gente es
muy aficionada al dinero. Y digo mal como en
todas partes; en las ciudades populosas, en los
grandes centros de civilización, hay otras distinciones
que se ambicionan tanto o más que el
dinero, porque abren camino y dan crédito y
consideración en el mundo; pero en los pueblos
pequeños, donde ni la gloria literaria o científica
ni tal vez la distinción en los modales, ni la
elegancia ni la discreción y amenidad en el trato,
suelen estimarse ni comprenderse, no hay
otros grados que marquen la jerarquía social
sino el tener más o menos dinero o cosa que lo
valga. Pepita, pues, con dinero y siendo además
hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen
uso de su riqueza, se ve en el día considerada y
respetada extraordinariamente. De este pueblo
y de todos los de las cercanías han acudido a
pretenderla los más brillantes partidos, los mozos
mejor acomodados. Pero, a lo que parece,
ella los desdeña a todos con extremada dulzura,
procurando no hacerse ningún enemigo, y
se supone que tiene llena el alma de la más ardiente
devoción, y que su constante pensamiento
es consagrar su vida a ejercicios de caridad y
de piedad religiosa.
Mi padre no está más adelantado ni ha salido
mejor librado, según dicen, que los demás
pretendientes; pero Pepita, para cumplir el
refrán de que no quita lo cortés a lo valiente, se
esmera en mostrarle la amistad más franca,
afectuosa y desinteresada. Se deshace con él en
obsequios y atenciones; y, siempre que mi padre
trata de hablarle de amor, le pone a raya
echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a
la memoria sus pasadas culpas, y tratando de
desengañarle del mundo y de sus pompas vanas.
Confieso a usted que empiezo a tener curiosidad
de conocer a esta mujer; tanto oigo
hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca
de fundamento, tenga nada de vano ni de
pecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepita;
yo mismo deseo que mi padre, en su edad
provecta, venga a mejor vida, olvide y no renueve
las agitaciones y pasiones de su mocedad,
y llegue a una vejez tranquila, dichosa y
honrada. Sólo difiero del sentir de Pepita en
una cosa: en creer que mi padre, mejor que
quedándose soltero, conseguiría esto casándose
con una mujer digna, buena y que le quisiese.
Por esto mismo deseo conocer a Pepita y ver si
ella puede ser esta mujer, pesándome ya algo -y
tal vez entre en esto cierto orgullo de familiaque
si es malo quisiera desechar, los desdenes,
aunque melifuos, de la mencionada joven viuda.
S i tuviera yo otra condición, preferiría
que mi padre se quedase soltero. Hijo único
entonces, heredaría todas sus riquezas, y, como
si dijéramos, nada menos que el cacicato de este
lugar; pero usted sabe bien lo firme de mi resolución.
A unque indigno y humilde, me siento
llamado al sacerdocio, y los bienes de la tierra
hacen poca mella en mi ánimo. Si hay algo en
mí del ardor de la juventud y de la vehemencia
de las pasiones propias de dicha edad, todo
habrá de emplearse en dar pábulo a una caridad
activa y fecunda. Hasta los muchos libros
que usted me ha dado a leer, y mi conocimiento
de la historia de las antiguas civilizaciones de
los pueblos del Asia, unen en mí la curiosidad
científica al deseo de propagar la fe, y me convidan
y excitan a irme de misionero al remoto
Oriente. Yo creo que, no bien salga de este lugar,
donde usted mismo me envía a pasar
algún tiempo con mi padre, y no bien me vea
elevado a la dignidad del sacerdocio, y aunque
ignorante y pecador como soy, me sienta revestido
por don sobrenatural y gratuito, merced a
la soberana bondad del Altísimo, de la facultad
de perdonar los pecados y de la misión de enseñar
a las gentes, y reciba el perpetuo y milagroso
favor de traer a mis manos impuras al
mismo Dios humanado, dejaré a España y me
iré a tierras distantes a predicar el Evangelio.
No me mueve vanidad alguna; no quiero
creerme superior a ningún otro hombre. El poder
de mi fe, la constancia de que me siento
capaz, todo, después del favor y de la gracia de
Dios, se lo debo a la atinada educación, a la
santa enseñanza y al buen ejemplo de usted, mi
querido tío.
C asi no me atrevo a confesarme a mí
mismo una cosa; pero contra mi voluntad, esta
cosa, este pensamiento, esta cavilación acude a
mi mente con frecuencia, y ya que acude a mi
mente, quiero, debo confesársela a usted; no me
es lícito ocultarle ni mis más recónditos e involuntarios
pensamientos. Usted me ha enseñado
a analizar lo que el alma siente, a buscar su
origen bueno o malo, a escudriñar los más
hondos senos del corazón, a hacer, en suma, un
escrupuloso examen de conciencia.
H e pensado muchas veces sobre dos
métodos opuestos de educación: el de aquéllos
que procuran conservar la inocencia, confundiendo
la inocencia con la ignorancia y creyendo
que el mal no conocido se evita mejor que el
conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y
no bien llegado el discípulo a la edad de la
razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran
el mal en toda su fealdad horrible y en
toda su espantosa desnudez, a fin de que le
aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal
debe conocerse para estimar mejor la infinita
bondad divina, término ideal e inasequible de
todo bien nacido deseo. Yo agradezco a usted
que me haya hecho conocer, como dice la Escritura,
con la miel y la manteca de su enseñanza,
todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar
lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco y
con pleno conocimiento de causa. Me alegro de
no ser cándido y de ir derecho a la virtud, y en
cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor
de todas las tribulaciones, de todas las
asperezas que hay en la peregrinación que debemos
hacer por este valle de lágrimas y no
ignorando tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, lo
sembrado de flores que está, en apariencia, el
camino que conduce a la perdición y a la muerte
eterna.
O tra cosa que me considero obligado a
agradecer a usted es la indulgencia, la tolerancia,
aunque no complaciente y relajada, sino
severa y grave, que ha sabido usted inspirarme
para con las faltas y pecados del prójimo.
Digo todo esto porque quiero hablar a usted
de un asunto tan delicado, tan vidrioso, que
apenas hallo términos con que expresarle. En
resolución, yo me pregunto a veces: este propósito
mío, ¿tendrá por fundamento, en parte al
menos, el carácter de mis relaciones con mi
padre? En el fondo de mi corazón, ¿he sabido
perdonarle su conducta con mi pobre madre,
víctima de sus liviandades?
Lo examino detenidamente y no hallo un
átomo de rencor en mi pecho. Muy al contrario:
la gratitud lo llena todo. Mi padre me ha criado
con amor; ha procurado honrar en mí la memoria
de mi madre, y se diría que al criarme, al
cuidarme, al mimarme, al esmerarse conmigo
cuando pequeño, trataba de aplacar su irritada
sombra, si la sombra, si el espíritu de ella, que
era un ángel de bondad y de mansedumbre,
hubiera sido capaz de ira. Repito, pues, que
estoy lleno de gratitud hacia mi padre; él me ha
reconocido, y además, a la edad de diez años
me envió con usted, a quien debo cuanto soy.
S i hay en mi corazón algún germen de
virtud; si hay en mi mente algún principio de
ciencia; si hay en mi voluntad algún honrado y
buen propósito, a usted lo debo.
El cariño de mi padre hacia mí es extraordinario,
es grande; la estimación en que me
tiene, inmensamente superior a mis merecimientos.
Acaso influya en esto la vanidad. En el
amor paterno hay algo de egoísta; es como una
prolongación del egoísmo. Todo mi valer, si yo
le tuviese, mi padre le consideraría como creación
suya, como si yo fuera emanación de su
personalidad, así en el cuerpo como en el espíritu.
Pero de todos modos, creo que él me quiere
y que hay en este cariño algo de independiente
y de superior a todo ese disculpable
egoísmo de que he hablado.
Siento un gran consuelo, una gran tranquilidad
en mi conciencia, y doy por ello las
más fervientes gracias a Dios, cuando advierto
y noto que la fuerza de la sangre, el vínculo de
la naturaleza, ese misterioso lazo que nos une,
me lleva, sin ninguna consideración del deber,
a amar a mi padre y a reverenciarle. Sería
horrible, no amarle así, y esforzarse por amarle
para cumplir con un mandamiento divino. Sin
embargo, y aquí vuelve mi escrúpulo, mi
propósito de ser clérigo o fraile, de no aceptar,
o de aceptar sólo una pequeña parte de los
cuantiosos bienes que han de tocarme por
herencia, y de los cuales puedo disfrutar ya en
vida de mi padre, ¿proviene sólo de mi menosprecio
de las cosas del mundo, de una verdadera
vocación a la vida religiosa, o proviene también
de orgullo, de rencor escondido, de queja,
de algo que hay en mí que no perdona lo que
mi madre perdonó con generosidad sublime?
Esta duda me asalta y me atormenta a veces;
pero casi siempre la resuelvo en mi favor, y
creo que no soy orgulloso con mi padre; creo
que yo aceptaría todo cuanto tiene si lo necesitara,
y me complazco en ser tan agradecido con
él por lo poco como por lo mucho.
Adiós, tío; en adelante escribiré a usted a
menudo y tan por extenso como me tiene encargado,
si bien no tanto como hoy, para no
pecar de prolijo.
28 de marzo
Me voy cansando de mi residencia en este
lugar, y cada día siento más deseo de volverme
con usted y de recibir las órdenes; pero mi padre
quiere acompañarme, quiere estar presente
en esa gran solemnidad y exige de mí que permanezca
aquí con él dos meses por lo menos.
Está tan afable, tan cariñoso conmigo, que sería
imposible no darle gusto en todo. Permaneceré,
pues, aquí el tiempo que él quiera. Para complacerle
me violento y procuro aparentar que
me gustan las diversiones de aquí, las giras
campestres y hasta la caza, a todo lo cual le
acompaño. Procuro mostrarme más alegre y
bullicioso de lo que naturalmente soy. Como en
el pueblo, medio de burla, medio en son de
elogio, me llaman el santo, yo por modestia
trato de disimular estas apariencias de santidad
o de suavizarlas y humanarlas con la virtud de
la eutropelia, ostentando una alegría serena y
decente, la cual nunca estuvo reñida ni con la
santidad ni con los santos. Confieso, con todo,
que las bromas y fiestas de aquí, que los chistes
groseros y el regocijo estruendoso, me cansan.
No quisiera incurrir en murmuración ni ser
maldiciente, aunque sea con todo sigilo y de mí
para usted; pero a menudo me doy a pensar
que tal vez sería más difícil empresa el moralizar
y evangelizar un poco a estas gentes, y más
lógica y meritoria que el irse a la India, a la Persia
o la China, dejándose atrás a tanto compatriota,
si no perdido, algo pervertido. ¡Quién
sabe! Dicen algunos que las ideas modernas,
que el materialismo y la incredulidad tienen la
culpa de todo; pero si la tienen, pero si obran
tan malos efectos, ha de ser de un modo extraño,
mágico, diabólico, y no por medios naturales,
pues es lo cierto que nadie lee aquí libro
alguno ni bueno ni malo, por donde no atino a
comprender cómo puedan pervertirse con las
malas doctrinas que privan ahora. ¿Estarán en
el aire las malas doctrinas, a modo de miasmas
de una epidemia? Acaso (y siento tener este
mal pensamiento, que a usted sólo declaro),
acaso tenga la culpa el mismo clero. ¿Está en
España a la altura de su misión? ¿Va a enseñar
y a moralizar en los pueblos? ¿En todos sus
individuos es capaz de esto? ¿Hay verdadera
vocación en los que se consagran a la vida religiosa
y a la cura de almas, o es sólo un modo de
vivir como otro cualquiera, con la diferencia de
que hoy no se dedican a él sino los más menesterosos,
los más sin esperanzas y sin medios,
por lo mismo que esta carrera ofrece menos
porvenir que cualquiera otra? Sea como sea, la
escasez de sacerdotes instruidos y virtuosos
excita más en mí el deseo de ser sacerdote. No
quisiera yo que el amor propio me engañase;
reconozco todos mis defectos; pero siento en mí
una verdadera vocación, y muchos de ellos
podrán enmendarse con el auxilio divino.
Hace tres días tuvimos el convite, del que
hablé a usted, en casa de Pepita Jiménez. Como
esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta
el día del convite; me pareció, en efecto, tan
bonita como dice la fama, y advertí que tiene
con mi padre una afabilidad tan grande, que le
da alguna esperanza, al menos miradas las cosas
someramente, de que al cabo ceda y acepte
su mano.
Como es posible que sea mi madrastra, la
he mirado con detención y me parece una mujer
singular, cuyas condiciones morales no atino
a determinar con certidumbre. Hay en ella un
sosiego, una paz exterior, que puede provenir
de frialdad de espíritu, y de corazón, de estar
muy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo
poco o nada, y pudiera provenir también de
otras prendas que hubiera en su alma; de la
tranquilidad de su conciencia, de la pureza de
sus aspiraciones y del pensamiento de cumplir
en esta vida con los deberes que la sociedad
impone, fijando la mente, como término, en
esperanzas más altas. Ello es lo cierto que, o
bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin
elevarse su mente a superiores esferas, o bien
porque enlaza la prosa del vivir y la poesía de
sus ensueños en una perfecta armonía, no hay
en ella nada que desentone del cuadro general
en que está colocada, y, sin embargo, posee una
distinción natural, que la levanta y separa de
cuanto la rodea. No afecta vestir traje aldeano,
ni se viste tampoco según la moda de las ciudades;
mezcla ambos estilos en su vestir, de
modo que parece una señora, pero una señora
de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo,
el cuidado que tiene de su persona; no se
advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero
la blancura de sus manos, las uñas tan bien
cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud
con que está vestida, denotan que cuida de
estas cosas más de lo que se pudiera creerse en
una persona que vive en un pueblo y que
además dicen que desdeña las vanidades del
mundo y sólo piensa en las cosas del cielo.
Tiene la casa limpísima y todo en un orden
perfecto. Los muebles no son artísticos ni
elegantes; pero tampoco se advierte en ellos
nada pretencioso y de mal gusto. Para poetizar
su estancia, tanto en el patio como en las salas y
galerías, hay multitud de flores y plantas. No
tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna
flor exótica; pero sus plantas y sus flores, de
lo más común que hay por aquí, están cuidadas
con extraordinario mimo.
Varios canarios en jaulas doradas animan
con sus trinos toda la casa. Se conoce que el
dueño de ella necesita seres vivos en quien poner
algún cariño; y, a más de algunas criadas,
que se diría que ha elegido con empeño, pues
no puede ser mera casualidad el que sean todas
bonitas, tiene, como las viejas solteronas, varios
animales que le hacen compañía: un loro, una
perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos,
tan mansos y sociables, que se le ponen a uno
encima.
En un extremo de la sala principal hay algo
como oratorio, donde resplandece un niño
Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y
bastante guapo. Su vestido es de raso blanco,
con manto azul lleno de estrellitas de oro, y
todo él está cubierto de dijes y de joyas. El altarito
en que está el niño Jesús se ve adornado de
flores, y alrededor macetas de brusco y laureola,
y en el altar mismo, que tiene gradas o escaloncitos,
mucha cera ardiendo.
Al ver todo esto no sé qué pensar; pero
más a menudo me inclino a creer que la viuda
se ama a sí misma sobre todo, y que para recreo
y para efusión de este amor tiene los gatos, los
canarios, las flores y al propio niño Jesús, que
en el fondo de su alma tal vez no esté muy por
encima de los canarios y de los gatos.
No se puede negar que la Pepita Jiménez
es discreta: ninguna broma tonta, ninguna pregunta
impertinente sobre mi vocación y sobre
las órdenes que voy a recibir dentro de poco
han salido de sus labios. Habló conmigo de las
cosas del lugar, de la labranza, de la última
cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar
la elaboración del vino; todo ello con modestia
y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar
por muy entendida.
Mi padre estuvo finísimo; parecía remozado,
y sus extremos cuidadosos hacia la dama
de sus pensamientos eran recibidos, si no con
amor, con gratitud.
Asistieron al convite el médico, el escribano
y el señor Vicario, grande amigo de la
casa y padre espiritual de Pepita.
E l señor Vicario debe de tener un alto
concepto de ella, porque varias veces me habló
aparte de su caridad, de las muchas limosnas
que hacía, de lo compasiva y buena que era
para todo el mundo, en suma, me dijo que era
una santa.
O ído el señor Vicario y fiándome en su
juicio, yo no puedo menos de desear que mi
padre se case con la Pepita. Como mi padre no
es a propósito para hacer vida penitente, éste
sería el único modo de que cambiase su vida,
tan agitada y tempestuosa hasta aquí, y de que
viniese a parar a un término, si no ejemplar,
ordenado y pacífico.
Cuando nos retiramos de casa de Pepita
Jiménez y volvimos a la nuestra, mi padre me
habló resueltamente de su proyecto; me dijo
que él había sido un gran calavera, que había
llevado una vida muy mala y que no veía medio
de enmendarse, a pesar de sus años, si
aquella mujer, que era su salvación, no le quería
y se casaba con él. Dando ya por supuesto
que iba a quererle y a casarse, mi padre me
habló de intereses; me dijo que era muy rico y
que me dejaría mejorado, aunque tuviese varios
hijos más. Yo le respondí que para los planes y
fines de mi vida necesitaba harto poco dinero, y
que mi mayor contento sería verle dichoso con
mujer e hijos, olvidado de sus antiguos devaneos.
Me habló luego mi padre de sus esperanzas
amorosas, con un candor y con una vivacidad
tales, que se diría que yo era el padre y el
viejo, y él un chico de mi edad o más joven.
Para ponderarme el mérito de la novia y la dificultad
del triunfo, me refirió las condiciones y
excelencias de los quince o veinte novios que
Pepita había tenido, y que todos habían llevado
calabazas. En cuanto a él, según me explicó,
hasta cierto punto las había también llevado;
pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas,
porque Pepita le distinguía tanto y le mostraba
tan grande afecto, que, si aquello no era amor,
pudiera fácilmente convertirse en amor con el
largo trato y con la persistente adoración que él
le consagraba. Además, la causa del desvío de
Pepita tenía para mi padre un no sé qué de
fantástico y de sofístico que al cabo debía desvanecerse.
Pepita no quería retirarse a un convento
ni se inclinaba a la vida penitente; a pesar
de su recogimiento y de su devoción religiosa,
harto se dejaba ver que se complacía en agradar.
El aseo y el esmero de su persona poco
tenían de cenobíticos. La culpa de los desvíos
de Pepita, decía mi padre, es sin duda su orgullo,
orgullo en gran parte fundado; ella es naturalmente
elegante, distinguida; es un ser superior
por la voluntad y por la inteligencia, por
más que con modestia lo disimule; ¿cómo,
pues, ha de entregar su corazón a los palurdos
que la han pretendido hasta ahora? Ella imagina
que su alma está llena de un místico amor de
Dios, y que sólo con Dios se satisface, porque
no ha salido a su paso todavía un mortal bastante
discreto y agradable que le haga olvidar
hasta a su niño Jesús. Aunque sea inmodestia,
añadía mi padre, yo me lisonjeo aún de ser ese
mortal dichoso.
Tales son, querido tío, las preocupaciones
y ocupaciones de mi padre en este pueblo, y las
cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mis
propósitos y pensamientos de que me habla
con frecuencia, y sobre las cuales quiere que dé
mi voto.
No parece sino que la excesiva indulgencia
de usted para conmigo ha hecho cundir
aquí mi fama de hombre de consejo: paso por
un pozo de ciencia; todos me refieren sus cuitas
y me piden que les muestre el camino que deben
seguir. Hasta el bueno del señor Vicario,
aun exponiéndose a revelar algo como secretos
de confesión, ha venido ya a consultarme sobre
vanos casos de conciencia que se le han presentado
en el confesionario.
Mucho me ha llamado la atención uno de
estos casos, que me ha sido referido por el Vicario,
como todos, con profundo misterio y sin
decirme el nombre de la persona interesada.
Cuenta el señor Vicario que una hija suya
de confesión tiene grandes escrúpulos porque
se siente llevada, con irresistible impulso, hacia
la vida solitaria y contemplativa; pero teme, a
veces, que este fervor de devoción no venga
acompañado de una verdadera humildad, sino
que en parte le promueva y excite el mismo
demonio del orgullo.
Amar a Dios sobre todas las cosas, buscarle
en el centro del alma donde está, purificarse
de todas las pasiones y afecciones terrenales
para unirse a Él, son ciertamente anhelos
piadosos y determinaciones buenas; pero el
escrúpulo está en saber, en calcular si nacerán o
no de un amor propio exagerado. ¿Nacerán
acaso, parece que piensa la penitente, de que
yo, aunque indigna y pecadora, presumo que
vale más mi alma que las almas de mis semejantes;
que la hermosura interior de mi mente y
de mi voluntad se turbaría y se empañaría con
el afecto de los seres humanos que conozco y
que creo que no me merecen? ¿Amo a Dios, no
sobre todas las cosas, de un modo infinito, sino
sobre lo poco conocido que desdeño, que desestimo,
que no puede llenar mi corazón? Si mi
devoción tiene este fundamento, hay en ella
dos grandes faltas: la primera, que no está cimentada
en un puro amor de Dios, lleno de
humildad y de caridad, sino en el orgullo; y la
segunda, que esa devoción no es firme y valedera,
sino que está en el aire, porque ¿quién
asegura que no pueda el alma olvidarse del
amor a su Creador, cuando no le ama de un
modo infinito, sino porque no hay criatura a
quien juzgue digna de que el amor en ella se
emplee?
Sobre este caso de conciencia, harto alambicado
y sutil para que así preocupe a una lugareña,
ha venido a consultarme el padre Vicario.
Yo he querido excusarme de decir nada,
fundándome en mi inexperiencia y pocos años;
pero el señor Vicario se ha obstinado de tal
suerte, que no he podido menos de discurrir
sobre el caso. He dicho, y mucho me alegraría
de que usted aprobase mi parecer, que lo que
importa a esta hija de confesión atribulada es
mirar con mayor benevolencia a los hombres
que la rodean, y en vez de analizar y desentrañar
sus faltas con el escalpelo de la crítica, tratar
de cubrirlas con el manto de la caridad,
haciendo resaltar todas las buenas cualidades
de ellos y ponderándolas mucho, a fin de amarlos
y estimarlos; que debe esforzarse por ver en
cada ser humano un objeto digno de amor, un
verdadero prójimo, un igual suyo, un alma en
cuyo fondo hay un tesoro de excelentes prendas
y virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen
y semejanza de Dios. Realzado así cuanto nos
rodea, amando y estimando a las criaturas por
lo que son y por más de lo que son, procurando
no tenerse por superior a ellas en nada, antes
bien profundizando con valor en el fondo de
nuestra conciencia para descubrir todas nuestras
faltas y pecados, y adquiriendo la santa
humildad y el menosprecio de uno mismo, el
corazón se sentirá lleno de afectos humanos, y
no despreciará, sino valuará en mucho el mérito
de las cosas y de las personas; de modo que,
si sobre este fundamento descuella luego y se
levanta el amor divino con invencible pujanza,
no hay ya miedo de que pueda nacer este amor
de una exagerada estimación propia, del orgullo
o de un desdén injusto del prójimo, sino que
nacerá de la pura y santa consideración de la
hermosura y de la bondad infinitas.
S i, como sospecho, es Pepita Jiménez la
que ha consultado al señor Vicario sobre estas
dudas y tribulaciones, me parece que mi padre
no puede lisonjearse todavía de ser muy querido;
pero si el Vicario acierta a darla mi consejo,
y ella le acepta y pone en práctica, o vendrá a
hacerse una María de Ágreda o cosa por el estilo,
o lo que es más probable, dejará a un lado
misticismos y desvíos, y se conformará y contentará
con aceptar la mano y el corazón de mi
padre, que en nada es inferior a ella.
4 de abril
L a monotonía de mi vida en este lugar
empieza a fastidiarme bastante, y no porque la
vida mía en otras partes haya sido más activa
físicamente; antes al contrario, aquí me paseo
mucho a pie y a caballo, voy al campo, y por
complacer a mi padre concurro a casinos y reuniones;
en fin, vivo como fuera de mi centro y
de mi modo de ser; pero mi vida intelectual es
nula; no leo un libro ni apenas me dejan un
momento para pensar y meditar sosegadamente;
y como el encanto de mi vida estribaba en
estos pensamientos y meditaciones, me parece
monótona la que hago ahora. Gracias a la paciencia
que usted me ha recomendado para
todas las ocasiones, puedo sufrirla.
O tra causa de que mi espíritu no esté
completamente tranquilo es el anhelo, que cada
día siento más vivo, de tomar el estado a que
resueltamente me inclino desde hace años. Me
parece que en estos momentos, cuando se halla
tan cercana la realización del constante sueño
de mi vida, es como una profanación distraer la
mente hacia otros objetos. Tanto me atormenta
esta idea y tanto cavilo sobre ella, que mi admiración
por la belleza de las cosas creadas por el
cielo, tan lleno de estrellas en estas serenas noches
de primavera y en esta región de Andalucía,
por estos alegres campos, cubiertos ahora de
verdes sembrados, y por estas frescas y amenas
huertas con tan lindas y sombrías alamedas,
con tantos mansos arroyos y acequias, con tanto
lugar apartado y esquivo, con tanto pájaro
que le da música, y con tantas flores y hierbas
olorosas, esta admiración y entusiasmo mío,
repito, que en otro tiempo me parecían avenirse
por completo con el sentimiento religioso que
llenaba mi alma, excitándole y sublimándole en
vez de debilitarle, hoy casi me parece pecaminosa
distracción e imperdonable olvido de lo
eterno por lo temporal, de lo increado y suprasensible
por lo sensible y creado. Aunque con
poco aprovechamiento en la virtud, aunque
nunca libre mi espíritu de los fantasmas de la
imaginación, aunque no exento en mí el hombre
interior de las impresiones exteriores y del
fatigoso método discursivo, aunque incapaz de
reconcentrarme por un esfuerzo de amor en el
centro mismo de la simple inteligencia, en el
ápice de la mente, para ver allí la verdad y la
bondad, desnudas de imágenes y de formas,
aseguro a usted que tengo miedo del modo de
orar imaginario, propio de un hombre corporal
y tan poco aprovechado como yo soy. La misma
meditación racional me infunde recelo. No
quisiera yo hacer discursos para conocer a Dios,
ni traer razones de amor para amarle. Quisiera
alzarme de un vuelo a la contemplación esencial
e íntima. ¿Quién me diese alas, como de
paloma, para volar al seno del que ama mi alma?
Pero, ¿cuáles son, dónde están mis méritos?
¿Dónde las mortificaciones, la larga oración
y el ayuno? ¿Qué he hecho yo, Dios mío,
para que Tú me favorezcas?
Harto sé que los impíos del día presente
acusan, con falta completa de fundamento, a
nuestra santa religión de mover las almas a
aborrecer todas las cosas del mundo, a despreciar
o a desdeñar la naturaleza, tal vez a temerla
casi, como si hubiera en ella algo de diabólico,
encerrando todo su amor y todo su afecto en
el que llaman monstruoso egoísmo del amor
divino, porque creen que el alma se ama a sí
propia amando a Dios. Harto sé que no es así,
que no es ésta la verdadera doctrina, que el
amor divino es la caridad y que amar a Dios es
amarlo todo, porque todo está en Dios, y Dios
está en todo por inefable y alta manera. Harto
sé que no peco amando las cosas por el amor de
Dios, lo cual es amarlas por ellas con rectitud;
porque, qué son ellas más que la manifestación,
la obra del amor de Dios? Y, sin embargo, no sé
qué extraño temor, qué singular escrúpulo, qué
apenas perceptible e indeterminado remordimiento
me atormenta ahora, cuando tengo,
como antes, como en otros días de mi juventud,
como en la misma niñez, alguna efusión de
ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar
en una enramada frondosa, al oír el canto del
ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar
el pío de las golondrinas, al sentir el arrullo
enamorado de la tórtola, al ver las flores o al
mirar las estrellas. Se me figura a veces que hay
en todo esto algo de delectación sensual, algo
que me hace olvidar, por un momento al menos,
más altas aspiraciones. No quiero yo que
en mí el espíritu peque contra la carne; pero no
quiero tampoco que la hermosura de la materia,
que sus deleites, aun los más delicados,
sutiles y aéreos, aun los que más bien por el
espíritu que por el cuerpo se perciben, como el
silbo delgado del aire fresco cargado de aromas
campesinos, como el canto de las aves, como el
majestuoso y reposado silencio de las horas
nocturnas, en estos jardines y huertas, me distraigan
de la contemplación de la superior
hermosura, y entibien ni por un momento, mi
amor hacia quien ha creado esta armoniosa
fábrica del mundo.
No se me oculta que todas estas cosas materiales
son como las letras de un libro, son como
los signos y caracteres donde el alma, atenta
a su lectura, puede penetrar un hondo sentido
y leer y descubrir la hermosura de Dios,
que, si bien imperfectamente, está en ellas como
trasunto o más bien como cifra, porque no la
pintan, sino que la representan. En esta distinción
me fundo, a veces, para dar fuerza a mis
escrúpulos y mortificarme. Porque yo me digo:
si amo la hermosura de las cosas terrenales tales
como ellas son, y si la amo con exceso, es
idolatría; debo amarla como signo, como representación
de una hermosura oculta y divina,
que vale mil veces más, que es incomparablemente
superior en todo.
H ace pocos días cumplí veintidós años.
Tal ha sido hasta ahora mi fervor religioso, que
no he sentido más amor que el inmaculado
amor de Dios mismo y de su santa religión, que
quisiera difundir y ver triunfante en todas las
regiones de la tierra. Confieso que algún sentimiento
profano se ha mezclado con esta pureza
de afecto. Usted lo sabe, se lo he dicho mil veces;
y usted, mirándome con su acostumbrada
indulgencia, me ha contestado que el hombre
no es un ángel, y que sólo pretender tanta perfección
es orgullo; que debo moderar esos sentimientos
y no empeñarme en ahogarlos del
todo. El amor a la ciencia, el amor a la propia
gloria, adquirida por la ciencia misma, hasta el
formar uno de sí propio no desventajoso concepto;
todo ello, sentido con moderación, velado
y mitigado por la humildad cristiana y encaminado
a buen fin, tiene, sin duda, algo de
egoísta; pero puede servir de estímulo y apoyo
a las más firmes y nobles resoluciones. No es
pues, el escrúpulo que me asalta hoy el de mi
orgullo, el de tener sobrada confianza en mí
mismo, el de ansiar gloria mundana, o el de ser
sobrado curioso de ciencia; no es nada de esto;
nada que tenga relación con el egoísmo, sino en
cierto modo lo contrario. Siento una dejadez,
un quebranto, un abandono de la voluntad, una
facilidad tan grande para las lágrimas, lloro tan
fácilmente de ternura al ver una florecilla bonita
o al contemplar el rayo misterioso, tenue y
ligerísimo de una remota estrella, que casi tengo
miedo.
Dígame usted qué piensa de estas cosas;
si hay algo de enfermizo en esta disposición de
mi ánimo.
8 de abril
Siguen las diversiones campestres, en que
tengo que intervenir muy a pesar mío.
He acompañado a mi padre a ver casi todas
sus fincas, y mi padre y sus amigos se pasman
de que yo no sea completamente ignorante
en las cosas del campo. No parece sino que para
ellos el estudio de la teología, a que me he
dedicado, es contrario del todo al conocimiento
de las cosas naturales. ¡Cuánto han admirado
mi erudición al verme distinguir en las viñas,
donde apenas empiezan a brotar los pámpanos,
la cepa Pedro-Jiménez de la baladí y de la Don-
Bueno ¡Cuánto han admirado también que en
los verdes sembrados sepa yo distinguir la cebada
del trigo y el anís de las habas; que conozca
muchos árboles frutales y de sombra, y que,
aun de las hierbas que nacen espontáneamente
en el campo, acierte yo con varios nombres y
refiera bastantes condiciones y virtudes!
Pepita Jiménez, que ha sabido por mi padre
lo mucho que me gustan las huertas de por
aquí, nos ha convidado a ver una que posee a
corta distancia del lugar, y a comer las fresas
tempranas que en ella se crían. Este antojo de
Pepita de obsequiar tanto a mi padre, quien la
pretende y a quien desdeña, me parece a menudo
que tiene su poco de coquetería, digna de
reprobación; pero cuando veo a Pepita después,
y la hallo tan natural, tan franca y tan sencilla,
se me pasa el mal pensamiento e imagino que
todo lo hace candorosamente y que no la lleva
otro fin que el de conservar la buena amistad
que con mi familia la liga.
Sea como sea, anteayer tarde fuimos a la
huerta de Pepita. Es hermoso sitio, de lo más
ameno y pintoresco que puede imaginarse. El
riachuelo que riega casi todas estas huertas,
sangrado por mil acequias, pasa al lado de la
que visitamos; se forma allí una presa, y cuando
se suelta el agua sobrante del riego, cae en
un hondo barranco poblado en ambas márgenes
de álamos blancos y negros, mimbrones,
adelfas floridas y otros árboles frondosos. La
cascada, de agua limpia y transparente, se derrama
en el fondo, formando espuma, y luego
sigue su curso tortuoso por un cauce que la
naturaleza misma ha abierto, esmaltando sus
orillas e mil hierbas y flores, y cubriéndolas
ahora con multitud de violetas. Las laderas que
hay a un extremo de la huerta están llenas de
nogales, higueras, avellanos y otros árboles de
fruta. Y en la parte llana hay cuadros de hortaliza,
de fresas, de tomates, patatas, judías y pimientos,
y su poco de jardín, con grande abundancia
de flores, de las que por aquí más
comúnmente se crían. Los rosales, sobre todo,
abundan, y los hay de mil diferentes especies.
La casilla del hortelano es más bonita y limpia
de lo que en esta tierra se suele ver, y al lado de
la casilla hay otro pequeño edificio reservado
para el dueño de la finca, y donde nos agasajó
Pepita con una espléndida merienda, a la cual
dio pretexto el comer las fresas, que era el principal
objeto que allí nos llevaba. La cantidad de
fresas fue asombrosa para lo temprano de la
estación, y nos fueron servidas con leche de
algunas cabras que Pepita también posee.
Asistimos a esta gira el médico, el escribano,
mi tía doña Casilda, mi padre y yo; sin
faltar el indispensable señor Vicario, padre espiritual,
y más que padre espiritual, admirador
y encomiador perpetuo de Pepita.
P or un refinamiento algo sibarítico, no
fue el hortelano, ni su mujer, ni el chiquillo del
hortelano, ni ningún otro campesino quien nos
sirvió la merienda sino dos lindas muchachas,
criadas y como confidentas de Pepita, vestidas
a lo rústico, si bien con suma pulcritud y elegancia.
Llevaban trajes de percal de vistosos
colores, cortos y ceñidos al cuerpo, pañuelos de
seda cubriendo las espaldas, y descubierta la
cabeza, donde lucían abundantes y lustrosos
cabellos negros, trenzados y atados luego formando
un moño en figura de martillo, y por
delante rizos sujetos con sendas horquillas, por
acá llamados caracoles. Sobre el moño o castaña
ostentaban cada una de estas doncellas un
ramo de frescas rosas.
Salvo la superior riqueza de la tela y su
color negro, no era más cortesano el traje de
Pepita. Su vestido de merino tenía la misma
forma que el de las criadas, y, sin ser muy corto,
no arrastraba ni recogía suciamente el polvo
del camino. Un modesto pañolito de seda negra
cubría también, al uso del lugar, su espalda y
su pecho, y en la cabeza no ostentaba tocado ni
flor, ni joya, ni más adorno que el de sus propios
cabellos rubios. En la única cosa que note
por parte de Pepita cierto esmero, en que se
apartaba de los usos aldeanos, era en llevar
guantes. Se conoce que cuida mucho sus manos
y que tal vez pone alguna vanidad en tenerlas
muy blancas y bonitas, con unas uñas lustrosas
y sonrosadas, pero si tiene esta vanidad, es disculpable
en la flaqueza humana, y al fin, si yo
no estoy trascordado, creo que Santa Teresa
tuvo la misma vanidad cuando era joven, lo
cual no le impidió ser una santa tan grande.
En efecto, yo me explico, aunque no disculpo,
esta pícara vanidad. ¡Es tan distinguido,
tan aristocrático, tener una linda mano! Hasta
se me figura, a veces, que tiene algo de simbólico.
La mano es el instrumento de nuestras
obras, el signo de nuestra nobleza, el medio por
donde la inteligencia reviste de forma sus pensamientos
artísticos, y da ser a las creaciones de
la voluntad, y ejerce el imperio que Dios concedió
al hombre sobre todas las criaturas. Una
mano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, de
un trabajador, de un obrero, demuestra noblemente
ese imperio; pero en lo que tiene de más
violento y mecánico. En cambio, las manos de
esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el
alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde
cree uno ver circular la sangre pura y sutil,
que da a sus venas un ligero viso azul; estas
manos, digo, de dedos afilados y de sin par
corrección de dibujo, parecen el símbolo del
imperio mágico, del dominio misterioso que
tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza
material, sobre todas las cosas visibles que han
sido inmediatamente creadas por Dios y que
por medio del hombre Dios completa y mejora.
Imposible parece que quien tiene manos como
Pepita tenga pensamiento impuro, ni idea grosera,
ni proyecto ruin que esté en discordancia
con las limpias manos que deben ejecutarle.
No hay que decir que mi padre se mostró
tan embelesado como siempre de Pepita, y ella
tan fina y cariñosa con él, si bien con un cariño
más filial de lo que mi padre quisiera. Es lo
cierto que mi padre, a pesar de la reputación
que tiene de ser por lo común poco respetuoso
y bastante profano con las mujeres, trata a ésta
con un respeto y unos miramientos tales, que ni
Amadís los usó mayores con la señora Oriana
en el periodo más humilde de sus pretensiones
y galanteos; ni una palabra que disuene, ni un
requiebro brusco e inoportuno, ni un chiste
algo amoroso de estos que con tanta frecuencia
suelen permitirse los andaluces. Apenas si se
atreve a decir a Pepita «buenos ojos tienes»; y
en verdad que si lo dijese no mentiría, porque
los tiene grandes, verdes como los de Circe,
hermosos y rasgados, y lo que más mérito y
valor les da es que no parece sino que ella no lo
sabe, pues no se descubre en ella la menor intención
de agradar a nadie ni de atraer a nadie
con lo dulce de sus miradas. Se diría que cree
que los ojos sirven para ver y nada más que
para ver. Lo contrario de lo que yo, según he
oído decir, presumo que creen la mayor parte
de las mujeres jóvenes y bonitas, que hacen de
los ojos un arma de combate y como un aparato
eléctrico o fulmíneo para rendir corazones y
cautivarlos. No son así, por cierto, los ojos de
Pepita, donde hay una serenidad y una paz
como del cielo. Ni por eso se puede decir que
miren con fría indiferencia. Sus ojos están llenos
de caridad y de dulzura. Se posan con afecto
en un rayo de luz, en una flor, hasta en cualquier
objeto inanimado; pero con más afecto
aún, con muestras de sentir más blando, humano
y benigno, se posan en el prójimo, sin que el
prójimo, por joven, gallardo y presumido que
sea, se atreva a suponer nada más que caridad
y amor al prójimo, y, cuando más, predilección
amistosa, en aquella serena y tranquila mirada.
Yo me paro a pensar si todo esto será estudiado;
si esta Pepita será una gran comedianta;
pero sería tan perfecto el fingimiento y tan
oculta la comedia, que me parece imposible. La
misma naturaleza, pues, es la que guía y sirve
de norma a esta mirada y a estos ojos. Pepita,
sin duda, amó a su madre primero, y luego las
circunstancias la llevaron a amar a don Gumersindo
por deber, como al compañero de su vida;
y luego, sin duda, se extinguió en ella toda
pasión que pudiera inspirar ningún objeto terreno,
y amó a Dios, y amó las cosas todas por
amor de Dios, y se encontró quizás en una situación
de espíritu apacible y hasta envidiable,
en la cual, si tal vez hubiese algo que censurar,
sería un egoísmo del que ella misma no se da
cuenta. Es muy cómodo amar de este modo
suave, sin atormentarse con el amor; no tener
pasión que combatir; hacer del amor y del afecto
a los demás un aditamento y como un complemento
del amor propio.
A veces me pregunto a mí mismo si al
censurar en mi interior esta condición de Pepita,
no soy yo quien me censuro. ¿Qué sé yo lo
que pasa en el alma de esa mujer, para censurarla?
¿Acaso, al creer que veo su alma, no es la
mía la que veo? Yo no he tenido ni tengo pasión
alguna que vencer; todas mis inclinaciones bien
dirigidas, todos mis instintos buenos y malos,
merced a la sabia enseñanza de usted, van sin
obstáculos ni tropiezos encaminados al mismo
propósito; cumpliéndolo se satisfarían no sólo
mis nobles y desinteresados deseos, sino también
mis deseos egoístas, mi amor a la gloria,
mi afán de saber, mi curiosidad de ver tierras
distantes, mi anhelo de ganar nombre y fama.
Todo esto se cifra en llegar al término de la carrera
que he emprendido. Por este lado se me
antoja a veces que soy más censurable que Pepita,
aun suponiéndola merecedora de censura.
Yo he recibido ya las órdenes menores; he
desechado de mi alma las vanidades del mundo;
estoy tonsurado; me he consagrado al altar,
y, sin embargo, un porvenir de ambición se
presenta a mis ojos y veo con gusto que puedo
alcanzarle y me complazco en dar por ciertas y
valederas las condiciones que tengo para ello,
por más que a veces llame a la modestia en mi
auxilio, a fin de no confiar demasiado. En cambio
esta mujer ¿a qué aspira ni qué quiere? Yo
la censuro de que se cuida las manos; de que
mira tal vez con complacencia su belleza; casi la
censuro de su pulcritud, del esmero que pone
en vestirse, de yo no sé qué coquetería que hay
en la misma modestia y sencillez con que se
viste. ¡Pues qué! ¿La virtud ha de ser desaliñada?
¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma pura
y limpia, ¿no puede complacerse en que el
cuerpo también lo sea? Es extraña esta malevolencia
con que miro el primor y el aseo de Pepita.
¿Será tal vez porque va a ser mi madrastra?
¡Pero si no quiere ser mi madrastra! ¡Si no quiere
a mi padre! Verdad es que las mujeres son
raras; quién sabe si en el fondo de su alma no se
siente inclinada ya a querer a mi padre y a casarse
con él, si bien, atendiendo a aquello de
que lo que mucho vale mucho cuesta, se propone,
páseme usted la palabra, molerle antes
con sus desdenes, tenerle sujeto a su servidumbre,
poner a prueba la constancia de su afecto y
acabar por darle el plácido sí. ¡Allá veremos!
Ello es que la fiesta en la huerta fue apaciblemente
divertida: se habló de flores, de frutos,
de injertos, de plantaciones y de otras mil
cosas relativas a la labranza, luciendo Pepita
sus conocimientos agrónomos en competencia
con mi padre, conmigo y con el señor Vicario,
que se queda con la boca abierta cada vez que
habla Pepita, y jura que en los setenta y pico de
años que tiene de edad, y en sus largas peregrinaciones,
que le han hecho recorrer casi toda la
Andalucía, no ha conocido mujer más discreta
ni más atinada en cuanto piensa y dice.
Cuando volvemos a casa de cualquiera de
estas expediciones, vuelvo a insistir con mi padre
en mi ida con usted a fin de que llegue el
suspirado momento de que yo me vea elevado
al sacerdocio; pero mi padre está tan contento
de tenerme a su lado y se siente tan a gusto en
el lugar, cuidando de sus fincas, ejerciendo mero
y mixto imperio como cacique, y adorando a
Pepita y consultándoselo todo como a su ninfa
Egeria, que halla siempre y hallará aún, tal vez
durante algunos meses, fundado pretexto para
retenerme aquí. Ya tiene que clarificar el vino
de yo no sé cuántas pipas de la candiotera; ya
tiene que trasegar otro; ya es menester binar los
majuelos; ya es preciso arar los olivares y cavar
los pies a los olivos; en suma, me retiene aquí
contra mi gusto; aunque no debiera yo decir
«contra mi gusto», porque lo tengo muy grande
en vivir con un padre que es para mí tan bueno.
Lo malo es que con esta vida temo materializarme
demasiado; me parece sentir alguna
sequedad de espíritu durante la oración; mi
fervor religioso disminuye; la vida vulgar va
penetrando y se va infiltrando en mi naturaleza.
Cuando rezo padezco distracciones; no
pongo en lo que digo a mis solas, cuando el
alma debe elevarse a Dios, aquella atención
profunda que antes ponía. En cambio, la ternura
de mi corazón, que no se fija en objeto condigno,
que no se emplea y consume en lo que
debiera, brota y como que rebosa en ocasiones
por objetos y circunstancias que tienen mucho
de pueriles, que me parecen ridículos, y de los
cuales me avergüenzo. Si me despierto en el
silencio de la alta noche y oigo que algún campesino
enamorado canta, al son de su guitarra
mal rasgueada, una copla de fandango o de
rondeñas, ni muy discreta ni muy poética, ni
muy delicada, suelo enternecerme como si oyera
la más celestial melodía. Una compasión
loca, insana, me aqueja a veces. El otro día cogieron
los hijos del aperador de mi padre un
nido de gorriones, y al ver yo los pajarillos sin
plumas aún y violentamente separados de la
madre cariñosa, sentí suma angustia, y, lo confieso,
se me saltaron las lágrimas. Pocos días
antes trajo del campo un rústico una ternerita
que se había perniquebrado; iba a llevarla al
matadero y venía a decir a mi padre qué quería
de ella para su mesa; mi padre pidió unas cuantas
libras de carne, la cabeza y las patas; yo me
conmoví al ver la ternerita, y estuve a punto,
aunque la vergüenza me lo impidió, de
comprársela al hombre, a ver si yo la curaba y
conservaba viva. En fin, querido tío, menester
es tener la gran confianza que tengo yo con
usted para contarle estas muestras de sentimiento
extraviado y vago, y hacerle ver con
ellas que necesito volver a mi antigua vida, a
mis estudios, a mis altas especulaciones, y acabar
por ser sacerdote para dar al fuego que devora
mi alma el alimento sano y bueno que
debe tener.
14 de abril
Sigo haciendo la misma vida de siempre y
detenido aquí a ruegos de mi padre.
El mayor placer de que disfruto, después
del de vivir con él, es el trato y conversación del
señor Vicario, con quien suelo dar a solas largos
paseos. Imposible parece que un hombre de
su edad, que debe de tener cerca de los ochenta
años, sea tan fuerte, ágil y andador. Antes me
canso yo que él, y no queda vericueto ni lugar
agreste, ni cima de cerro escarpado en estas
cercanías, a donde no lleguemos.
El señor Vicario me va reconciliando mucho
con el clero español, a quien algunas veces
he tildado yo, hablando con usted, de poco
ilustrado. ¡Cuánto más vale, me digo a menudo,
este hombre, lleno de candor y de buen
deseo, tan afectuoso e inocente, que cualquiera
que haya leído muchos libros y en cuya alma
no arda con tal viveza como en la suya el fuego
de la caridad unido a la fe más sincera y más
pura! No crea usted que es vulgar el entendimiento
del señor Vicario; es un espíritu inculto,
pero despejado y claro. A veces imagino que
pueda provenir la buena opinión que de él tengo,
de la atención con que me escucha; pero, si
no es así, me parece que todo lo entiende con
notable perspicacia y que sabe unir al amor
entrañable de nuestra santa religión el aprecio
de todas las cosas buenas que la civilización
moderna nos ha traído. Me encantan, sobre
todo, la sencillez, la sobriedad en hiperbólicas
manifestaciones de sentimentalismo, la naturalidad,
en suma, con que el señor Vicario ejerce
las más penosas obras de caridad. No hay desgracia
que no remedie, ni infortunio que no
consuele, ni humillación que no procure restaurar,
ni pobreza a que no acuda solícito con un
socorro.
Para todo esto, fuerza es confesarlo, tiene
un poderoso auxiliar en Pepita Jiménez, cuya
devoción y natural compasivo siempre está él
poniendo por las nubes.
El carácter de esta especie de culto que el
Vicario rinde a Pepita va sellado, casi se confunde
con el ejercicio de mil buenas obras; con
las limosnas, el rezo, el culto público y el cuidado
de los menesterosos. Pepita no da sólo
para los pobres, sino también para novenas,
sermones y otras fiestas de iglesia. Si los altares
de la parroquia brillan a veces adornados de
bellísimas flores, estas flores se deben a la munificencia
de Pepita, que las ha hecho traer de
sus huertas. Si en lugar del antiguo manto, viejo
y raído que tenía la Virgen de los Dolores,
luce hoy un flamante y magnífico manto de
terciopelo negro bordado de plata, Pepita es
quien lo ha costeado.
É stos y otros tales beneficios, el Vicario
está siempre decantándolos y ensalzándolos.
Así es que, cuando no hablo yo de mis miras,
de mi vocación, de mis estudios, lo cual embelesa
en extremo al señor Vicario, y le trae suspenso
de mis labios; cuando es él quien habla y
yo quien escucho, la conversación, después de
mil vueltas y rodeos, viene a parar siempre en
hablar de Pepita Jiménez. Y al cabo, ¿de quién
me ha de hablar el señor Vicario? Su trato con
el médico, con el boticario, con los ricos labradores
de aquí, apenas da motivo para tres palabras
de conversación. Como el señor Vicario
posee la rarísima cualidad en un lugareño de
no ser amigo de contar vidas ajenas ni lances
escandalosos, de nadie tiene que hablar sino de
la mencionada mujer, a quien visita con frecuencia,
y con quien, según se desprende de lo
que dice, tiene los más íntimos coloquios.
No sé qué libros habrá leído Pepita Jiménez,
ni que instrucción tendrá; pero de lo que
cuenta el señor Vicario se colige que está dotada
de un espíritu inquieto e investigador, donde
se ofrecen infinitas cuestiones y problemas
que anhela dilucidar y resolver, presentándolos
para ello al señor Vicario, a quien deja agradablemente
confuso. Este hombre, educado a la
rústica, clérigo de misa y olla como vulgarmente
suele decirse, tiene el entendimiento abierto a
toda luz de verdad, aunque carece de iniciativa,
y, por lo visto, los problemas y cuestiones que
Pepita le presenta le abren nuevos horizontes y
nuevos caminos, aunque nebulosos y mal determinados,
que él no presumía siquiera, que
no acierta a trazar con exactitud, pero cuya vaguedad,
novedad y misterio le encantan.
N o desconoce el padre Vicario que esto
tiene mucho de peligroso, y que él y Pepita se
exponen a dar, sin saberlo, en alguna herejía;
pero se tranquiliza porque, distando mucho de
ser un gran teólogo, sabe su catecismo al dedillo,
tiene confianza en Dios, que le iluminará, y
espera no extraviarse, y da por cierto que Pepita
seguirá sus consejos y no se extraviará nunca.
Así imaginan ambos mil poesías, aunque
informes, bellas, sobre todos los misterios de
nuestra religión y artículos de nuestra fe. Inmensa
es la devoción que tienen a María Santísima,
Señora nuestra, y yo me quedo absorto de
ver cómo saben enlazar la idea o el concepto
popular de la Virgen con algunos de los más
remontados pensamientos teológicos.
Por lo que relata el padre Vicario, entreveo
que en el alma de Pepita Jiménez, en medio
de la serenidad y calma que aparenta, hay clavado
un agudo dardo de dolor; hay un amor de
pureza contrariado por su vida pasada. Pepita
amó a don Gumersindo como a su compañero,
como a su bienhechor, como al hombre a quien
todo se lo debía; pero la atormenta, la avergüenza
el recuerdo de que don Gumersindo fue
su marido.
E n su devoción a la Virgen se descubre
un sentimiento de humillación dolorosa, un
torcedor, una melancolía que influye en su
mente el recuerdo de su matrimonio indigno y
estéril.
H asta en su adoración al niño Dios, representado
en la preciosa imagen de talla que
tiene en su casa, interviene el amor maternal sin
objeto, el amor maternal que busca ese objeto
en un ser no nacido de pecado y de impureza.
El padre Vicario dice que Pepita adora al
niño Jesús como a su Dios, pero que le ama con
las entrañas maternales con que amaría a un
hijo, si le tuviese, y si en su concepción no
hubiera habido cosa de que tuviera ella que
avergonzarse. El padre Vicario nota que Pepita
sueña con la madre ideal y con el hijo ideal,
inmaculados ambos, al rezar a la Virgen Santísima,
y al cuidar a su lindo niño Jesús de talla.
Aseguro a usted que no sé qué pensar de
todas estas extrañezas. ¡Conozco tan poco lo
que son las mujeres! Lo que de Pepita me cuenta
el padre Vicario me sorprende; y si bien más
a menudo entiendo que Pepita es buena, y no
mala, a veces me infunde cierto terror por mi
padre. Con los cincuenta y cinco años que tiene,
creo que está enamorado, y Pepita, aunque
buena por reflexión, puede sin premeditarlo ni
calcularlo, ser un instrumento del espíritu del
mal; puede tener una coquetería irreflexiva e
instintiva, más invencible, eficaz y funesta aún
que la que procede de premeditación, cálculo y
discurso.
¿Quién sabe, me digo yo a veces, si a pesar
de las buenas obras de Pepita, de sus rezos,
de su vida devota y recogida, de sus limosnas y
de sus donativos para las iglesias, en todo lo
cual se puede fundar el afecto que el padre Vicario
la profesa, no hay también un hechizo
mundano, no hay algo de magia diabólica en
este prestigio de que se rodea y con el cual emboba
a este cándido padre Vicario, y le lleva y
le trae y le hace que no piense ni hable sino de
ella a todo momento?
El mismo imperio que ejerce Pepita sobre
un hombre tan descreído como mi padre, sobre
una naturaleza tan varonil y poco sentimental,
tiene en verdad mucho de raro.
No explican tampoco las buenas obras de
Pepita el respeto y afecto que infunde, por lo
general, en estos rústicos. Los niños pequeñuelos
acuden a verla las pocas veces que sale a la
calle y quieren besarla la mano; las mozuelas le
sonríen y la saludan con amor, los hombres
todos se quitan el sombrero a su paso y se inclinan
con la más espontánea reverencia y con
la más sencilla y natural simpatía.
Pepita Jiménez, a quien muchos han visto
nacer; a quien vieron todos en la miseria, viviendo
con su madre; a quien han visto después
casada con el decrépito y avaro don Gumersindo,
hace olvidar todo esto, y aparece
como un ser peregrino, venido de alguna tierra
lejana, de alguna esfera superior, pura y radiante,
y obliga y mueve al acatamiento afectuoso, a
algo como admiración amantísima a todos sus
compatricios.
Veo que distraídamente voy cayendo en
el mismo defecto que en el padre Vicario censuro,
y que no hablo a usted sino de Pepita
Jiménez. Pero esto es natural. Aquí no se habla
de otra cosa. Se diría que todo el lugar está lleno
del espíritu, del pensamiento, de la imagen
de esta singular mujer, que yo no acierto aún a
determinar si es un ángel o una refinada coqueta
llena de astucia instintiva, aunque los términos
parezcan contradictorios. Porque lo que es
con plena conciencia estoy convencido de que
esta mujer no es coqueta ni suena en ganarse
voluntades para satisfacer su vanagloria.
Hay sinceridad y candor en Pepita Jiménez.
No hay más que verla para creerlo así. Su
andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo
terso y despejado de su frente, la suave y pura
luz de sus miradas, todo se concierta en un ritmo
adecuado, todo se une en perfecta armonía,
donde no se descubre nota que disuene.
¡ C uánto me pesa de haber venido por
aquí y de permanecer aquí tan largo tiempo!
Había pasado la vida en su casa de usted y en
el Seminario; no había visto ni tratado más que
a mis compañeros y maestros; nada conocía del
mundo sino por especulación y teoría; y de
pronto, aunque sea en un lugar, me veo lanzado
en medio del mundo, y distraído de mis
estudios, meditaciones y oraciones, por mil
objetos profanos.
20 de abril
Las últimas cartas de usted, queridísimo
tío, han sido de grata consolación para mi alma.
Benévolo como siempre, me amonesta usted y
me ilumina con advertencias útiles y discretas.
Es verdad: mi vehemencia es digna de vituperio.
Quiero alcanzar el fin sin poner los
medios; quiero llegar al término de la jornada
sin andar antes paso a paso el áspero camino.
Me quejo de sequedad de espíritu en la
oración, de distraído, de disipar mi ternura en
objetos pueriles, ansío volar al trato íntimo con
Dios, a la contemplación esencial, y desdeño la
oración imaginaria y la meditación racional y
discursiva. ¿Cómo sin obtener la pureza, cómo
sin ver la luz he de lograr el goce del amor?
H ay mucha soberbia en mí, y yo he de
procurar humillarme a mis propios ojos, a fin
de que el espíritu del mal no me humille, permitiéndolo
Dios, en castigo de mi presunción y
de mi orgullo.
No creo, a pesar de todo, como usted me
advierte, que es tan fácil para mí una fea y no
pensada caída. No confío en mí; confío en la
misericordia de Dios y en su gracia, y espero
que no sea.
Con todo, razón tiene usted que le sobra
en aconsejarme que no me ligue mucho en
amistad con Pepita Jiménez; pero yo disto bastante
de estar ligado con ella.
No ignoro que los varones religiosos y los
santos, que deben servirnos de ejemplo y dechado,
cuando tuvieron gran familiaridad y
amor con mujeres fue en la ancianidad, o estando
ya muy probados y quebrantados por la
penitencia, o existiendo una notable desproporción
de edad entre ellos y las piadosas amigas
que elegían; como se cuenta de san Jerónimo y
santa Paulina, y de san Juan de la Cruz y santa
Teresa. Y aun así, y aun siendo el amor de todo
punto espiritual, sé que puede pecar por demasía.
Porque Dios no más debe ocupar nuestra
alma, como su dueño y esposo, y cualquiera
otro ser que en ella more ha de ser sólo a título
de amigo o siervo o hechura del esposo, y en
quien el esposo se complace.
No crea usted, pues, que yo me jacte de
invencible y desdeñe los peligros y los desafíe y
los busque. En ellos perece quien los ama. Y
cuando el rey profeta, con ser tan conforme al
corazón del Señor y tan su valido, y cuando
Salomón, a pesar de su sobrenatural e infusa
sabiduría, fueron, conturbados y pecaron, porque
Dios quitó su faz de ellos, ¿qué no debo
temer yo, mísero pecador, tan joven, tan inexperto
de las astucias del demonio, y tan poco
firme y adiestrado en las peleas de la virtud?
Lleno de un provechoso temor de Dios, y
con la debida desconfianza de mi flaqueza, no
olvidaré los consejos y prudentes amonestaciones
de usted, rezando con fervor mis oraciones
y meditando en las cosas divinas para aborrecer
las mundanas en lo que tienen de aborrecibles;
pero aseguro a usted que hasta ahora, por
más que ahondo en mi conciencia y registro
con suspicacia sus más escondidos senos, nada
descubro que me haga temer lo que usted teme.
Si de mis cartas anteriores resultan encomios
para el alma de Pepita Jiménez, culpa es
de mi padre y del señor Vicario, y no mía; porque
al principio, lejos de ser favorable a esta
mujer, estaba yo prevenido contra ella con prevención
injusta.
En cuanto a la belleza y donaire corporal
de Pepita, crea usted que lo he considerado
todo con entera limpieza de pensamiento. Y
aunque me sea costoso el decirlo, y aunque a
usted le duela un poco, le confesaré que si alguna
leve mancha ha venido a empañar el sereno
y pulido espejo de mi alma, en que Pepita
se reflejaba, ha sido la ruda sospecha de usted,
que casi me ha llevado por un instante a que yo
mismo sospeche.
Pero no. ¿Qué he pensado yo, qué he mirado,
qué he celebrado en Pepita, por donde
nadie pueda colegir que propendo a sentir por
ella algo que no sea amistad y aquella inocente
y limpia admiración que inspira una obra de
arte, y más si la obra es del Artífice soberano, y
nada menos que su templo?
Por otra parte, querido tío, yo tengo que
vivir en el mundo, tengo que tratar a las gentes,
tengo que verlas, y no he de arrancarme los
ojos. Usted me ha dicho mil veces que me quiere
en la vida activa, predicando la ley divina,
difundiéndola por el mundo, y no entregado a
la vida contemplativa en la soledad y el aislamiento.
Ahora bien; si esto es así como lo es,
¿de qué suerte me había yo de gobernar para
no reparar en Pepita Jiménez? A no ponerme en
ridículo cerrando en su presencia los ojos, fuerza
es que yo vea y note la hermosura de los
suyos; lo blanco, sonrosado y limpio de su tez;
la igualdad y el nacarado esmalte de los dientes,
que descubre a menudo cuando sonríe; la
fresca púrpura de sus labios; la serenidad y
tersura de su frente, y otros mil atractivos que
Dios ha puesto en ella. Claro está que para el
que lleva en su alma el germen de los pensamientos
livianos, la levadura del vicio, cada
una de las impresiones que Pepita produce,
puede ser como el golpe del eslabón que hiere
el pedernal y que hace brotar la chispa que todo
lo incendia y devora; pero yendo prevenido
contra este peligro, y reparándome y cubriéndome
bien con el escudo de la prudencia cristiana,
no encuentro que tenga yo nada que recelar.
Además que, si bien es temerario buscar el
peligro, es cobardía no saber arrostrarle y huir
de él cuando se presenta.
No lo dude usted; yo veo en Pepita Jiménez
una hermosa criatura de Dios, y por Dios la
amo como a hermana. Si alguna predilección
siento por ella, es por las alabanzas que de ella
oigo a mi padre, al señor Vicario y a casi todos
los de este lugar.
Por amor a mi padre desearía yo que Pepita
desistiese de sus ideas y planes de vida
retirada, y se casase con él; pero, prescindiendo
de esto, y si yo viese que mi padre sólo tenía un
capricho, y no una verdadera pasión, me alegraría
de que Pepita permaneciese firme en su
casta viudez, y cuando yo estuviese muy lejos
de aquí, allá en la India o en el Japón, o en algunas
misiones más peligrosas, tendría un consuelo
en escribirle algo sobre mis peregrinaciones
y trabajos.
Cuando, ya viejo, volviese yo por este lugar,
también gozaría mucho en intimar con ella,
que estaría ya vieja, y en tener con ella coloquios
espirituales y pláticas por el estilo de las
que tiene ahora el padre Vicario. Hoy, sin embargo,
como soy mozo, me acerco poco a Pepita;
apenas la hablo. Prefiero pasar por encogido,
por tonto, por mal criado y arisco, a dar la
menor ocasión, no ya a la realidad de sentir por
ella lo que no debo, pero ni a la sospecha ni a la
maledicencia.
En cuanto a Pepita, ni remotamente convengo
en lo que usted deja entrever como vago
recelo. ¿Qué plan ha de formar respecto a un
hombre que va a ser clérigo dentro de dos o
tres meses? Ella, que ha desairado a tantos,
¿por qué había de prendarse de mí? Harto me
conozco y sé que no puedo, por fortuna, inspirar
pasiones. Dicen que no soy feo, pero soy
desmañado, torpe, corto de genio, poco ameno;
tengo trazas de lo que soy: de un estudiante
humilde. ¿Qué valgo yo al lado de los gallardos
mozos, aunque algo rústicos, que han pretendido
a Pepita; ágiles jinetes, discretos y regocijados
en la conversación, cazadores como
Nembrot, diestros en todos los ejercicios de
cuerpo, cantadores finos y celebrados en todas
las ferias de Andalucía, y bailarines apuestos,
elegantes y primorosos? Si Pepita ha desairado
todo esto, ¿cómo ha de fijarse ahora en mí y ha
de concebir el diabólico deseo y más diabólico
proyecto de turbar la paz de mi alma, de
hacerme abandonar mi vocación, tal vez de
perderme? No, no es posible. Yo creo buena a
Pepita, y a mí, lo digo sin mentida modestia,
me creo insignificante. Ya se entiende que me
creo insignificante para enamorarla, no para ser
su amigo; no para que ella me estime y llegue a
tener un día cierta predilección por mí, cuando
yo acierte a hacerme digno de esta predilección
con una santa y laboriosa vida.
Perdóneme usted si me defiendo con sobrado
calor de ciertas reticencias de la carta de
usted, que suenan a acusaciones y a fatídicos
pronósticos.
Yo no me quejo de esas reticencias; usted
me da avisos prudentes, gran parte de los cuales
acepto y pienso seguir. Si va usted más allá
de lo justo en el recelar, consiste, sin duda, en el
interés que por mí se toma, y que yo de todo
corazón le agradezco.
4 de mayo
Extraño es que en tantos días ya no haya
tenido tiempo para escribir a usted; pero tal es
la verdad. Mi padre no me deja parar y las visitas
me asedian.
En las grandes ciudades es fácil no recibir,
aislarse, crearse una soledad, una Tebaida
en medio del bullicio; en un lugar de Andalucía,
y sobre todo teniendo la honra de ser hijo
del cacique, es menester vivir en público. No ya
sólo hasta al cuarto donde escribo, sino hasta
mi alcoba penetran, sin que nadie se atreva a
oponerse, el señor Vicario, el escribano, mi
primo Currito, hijo de doña Casilda, y otros
mil, que me despiertan si estoy dormido y me
llevan donde quieren.
El casino no es aquí mera diversión nocturna,
sino de todas las horas del día. Desde las
once de la mañana está lleno de gente que charla,
que lee por cima algún periódico para saber
las noticias, y que juega al tresillo. Personas hay
que se pasan diez o doce horas al día jugando a
dicho juego. En fin, hay aquí una holganza tan
encantadora, que más no puede ser. Las diversiones
son muchas, a fin de entretener dicha
holganza. Además del tresillo se arma la timbirimba
con frecuencia y se juega al monte. Las
damas, el ajedrez y el dominó no se descuidan.
Y, por último, hay una pasión decidida por las
riñas de gallos.
Todo esto, con el visiteo, el ir al campo a
inspeccionar las labores, el ajustar todas las
noches las cuentas con el aperador, el visitar las
bodegas y candioteras, y el clarificar, trasegar y
perfeccionar los vinos, y el tratar con gitanos y
chalanes para compra, venta o cambalache de
los caballos, mulas y borricos, o con gente de
Jerez que viene a comprar nuestro vino para
trocarle en jerezano, ocupa aquí de diario a los
hidalgos, señoritos o como quieran llamarse. En
ocasiones extraordinarias hay otras faenas y
diversiones que dan a todo más animación,
como en tiempo de la siega, de la vendimia y
de la recolección de la aceituna; o bien cuando
hay feria y toros aquí o en otro pueblo cercano,
o bien cuando hay romería al santuario de alguna
milagrosa imagen de María Santísima, a
donde, si acuden no pocos por curiosidad y
para divertirse y feriar a sus amigas cupidos y
escapularios, más son los que acuden por devoción
y en cumplimiento de voto o promesa.
Hay santuario de estos que está en la cumbre
de una elevadísima sierra, y con todo no faltan
aún mujeres delicadas que suben allí con los
pies descalzos, hiriéndoselos con abrojos, espinas
y piedras, por el pendiente y mal trazado
sendero.
La vida de aquí tiene cierto encanto. Para
quien no sueña con la gloria, para quien nada
ambiciona, comprendo que sea muy descansada
y dulce vida. Hasta la soledad puede lograrse
aquí haciendo un esfuerzo. Como yo estoy
aquí por una temporada, no puedo ni debo
hacerlo; pero, si yo estuviese de asiento, no
hallaría dificultad, sin ofender a nadie, en encerrarme
y retraerme durante muchas horas o
durante todo el día, a fin de entregarme a mis
estudios y meditaciones.
S u nueva y más reciente carta de usted
me ha afligido un poco. Veo que insiste usted
en sus sospechas y no sé qué contestar para
justificarme, sino lo que ya he contestado.
Dice usted que la gran victoria en cierto
género de batallas consiste en la fuga; que huir
es vencer. ¿Cómo he de negar yo lo que el
Apóstol y tantos santos Padres y Doctores han
dicho? Con todo, de sobra sabe usted que el
huir no depende de mi voluntad. Mi padre no
quiere que me vaya; mi padre me retiene a pesar
mío; tengo que obedecerle. Necesito, pues,
vencer por otros medios, y no por el de la fuga.
Para que usted se tranquilice, repetiré que
la lucha apenas está empeñada, que usted ve
las cosas más adelantadas de lo que están.
N o hay el menor indicio de que Pepita
Jiménez me quiera. Y aunque me quisiese, sería
de otro modo que como querían las mujeres
que usted cita para mi ejemplar escarmiento.
Una señora bien educada y honesta en nuestros
días no es tan inflamable y desaforada como
esas matronas de que están llenas las historias
antiguas.
E l pasaje que aduce usted de san Juan
Crisóstomo es digno del mayor respeto, pero
no es del todo apropiado a las circunstancias.
La gran dama que en Of, Tebas o Dióspolis
Magna, se enamoró del hijo predilecto de Jacob,
debió de ser hermosísima; sólo así se concibe
que asegure el Santo ser mayor prodigio el que
Josef no ardiera que el que los tres mancebos
que hizo poner Nabucodonosor en el horno
candente no se redujesen a cenizas.
C onfieso con ingenuidad que, lo que es
en punto a hermosura, no atino a representarme
que supere a Pepita Jiménez la mujer de
aquel príncipe egipcio, mayordomo mayor o
cosa por el estilo del palacio de los faraones;
pero ni yo soy como Josef, agraciado con tantos
dones y excelencias, ni Pepita es una mujer sin
religión y sin decoro. Y aunque fuera así, aun
suponiendo todos estos horrores, no me explico
la ponderación de san Juan Crisóstomo sino
porque vivía en la capital corrompida, y semigentílica
aún, del Bajo Imperio; en aquella corte,
cuyos vicios tan crudamente censuró, y
donde la propia emperatriz Eudoxia daba
ejemplo de corrupción y de escándalo. Pero
hoy, que la moral evangélica ha penetrado más
profundamente en el seno de la sociedad cristiana,
me parece exagerado creer más milagroso
el casto desdén del hijo de Jacob que la incombustibilidad
material de los tres mancebos
de Babilonia.
Otro punto toca usted en su carta que me
anima y lisonjea en extremo. Condena usted
como debe el sentimentalismo exagerado y la
propensión a enternecerme y a llorar por motivos
pueriles, de que le dije padecía a veces;
pero esta afeminada pasión de ánimo, ya que
existe en mí, importando desecharla, celebra
usted que no se mezcle con la oración y la meditación
y las contamine. Usted reconoce y
aplaude en mí la energía verdaderamente varonil
que debe haber en el afecto y en la mente
que anhelan elevarse a Dios. La inteligencia que
pugna por comprenderle ha de ser briosa; la
voluntad que se le somete por completo es porque
triunfa de sí misma, riñendo bravas batallas
con todos los apetitos, y derrotando y poniendo
en fuga todas las tentaciones; el mismo
afecto acendrado y ardiente, que, aun en criaturas
simples y cuitadas, puede encumbrarse hasta
Dios por un rapto de amor, logrando conocerle
por iluminación sobrenatural, es hijo, a
más de la gracia divina, de un carácter firme y
entero. Esa languidez, ese quebranto de la voluntad,
esa ternura enfermiza, nada tienen que
hacer con la caridad, con la devoción y con el
amor divino. Aquello es atributo de menos que
mujeres; éstas son pasiones, si pasiones pueden
llamarse, de más que hombres, de ángeles. Sí,
tiene usted razón de confiar en mí, y de esperar
que no he de perderme porque una piedad relajada
y muelle abra las puertas de mi corazón
a los vicios, transigiendo con ellos. Dios me
salvará y yo combatiré por salvarme con su
auxilio; pero, si me pierdo, los enemigos del
alma y los pecados mortales no han de entrar
disfrazados ni por capitulación en la fortaleza
de mi conciencia, sino con banderas desplegadas,
llevándolo todo a sangre y fuego y después
de acérrimo combate.
E n estos últimos días he tenido ocasión
de ejercitar mi paciencia en grande y de mortificar
mi amor propio del modo más cruel.
Mi padre quiso pagar a Pepita el obsequio
de la huerta, y la convidó a visitar su quinta del
Pozo de la Solana. La expedición fue el 22 de
abril. No se me olvidará esta fecha.
El Pozo de la Solana dista más de dos leguas
de este lugar, y no hay hasta allí sino camino
de herradura. Tuvimos todos que ir a
caballo. Yo, como jamás he aprendido a montar,
he acompañado a mi padre en todas las
anteriores excursiones en una mulita de paso,
muy mansa, y que, según la expresión de Dientes,
el mulero, es más noble que el oro y más
serena que un coche. En el viaje al Pozo de la
Solana fui en la misma cabalgadura.
Mi padre, el escribano, el boticario y mi
primo Currito iban en buenos caballos. Mi tía
doña Casilda, que pesa más de diez arrobas, en
una enorme y poderosa burra con sus jamugas.
El señor Vicario en una mula mansa y serena
como la mía.
En cuanto a Pepita Jiménez, que imaginaba
yo que vendría también en burra con jamugas,
pues ignoraba que montase, me sorprendió
apareciendo en un caballo tordo muy vivo y
fogoso, vestida de amazona, y manejando el
caballo con destreza y primor notables.
Me alegré de ver a Pepita tan gallarda a
caballo, pero desde luego presentí y empezó a
mortificarme el desairado papel que me tocaba
hacer al lado de la robusta tía doña Casilda y
del padre Vicario, yendo nosotros a retaguardia,
pacíficos y serenos como en coche, mientras
que la lucida cabalgata caracolearía, correría,
trotaría y haría mil evoluciones y escarceos.
Al punto se me antojó que Pepita me miraba
compasiva, al ver la facha lastimosa que
sobre la mula debía yo de tener. Mi primo Currito
me miró con sonrisa burlona, y empezó
enseguida a embromarme y atormentarme.
Aplauda usted mi resignación y mi valerosa
paciencia. A todo me sometí de buen talante,
y pronto hasta las bromas de Currito acabaron
al notar cuán invulnerable yo era. Pero
¡cuánto sufrí por dentro! Ellos corrieron, galoparon,
se nos adelantaron a la ida y a la vuelta.
El Vicario y yo permanecimos siempre serenos,
como las mulas, sin salir del paso y llevando a
doña Casilda en medio.
Ni siquiera tuve el consuelo de hablar con
el padre Vicario, cuya conversación me es tan
grata, ni de encerrarme dentro de mí mismo y
fantasear y soñar, ni de admirar a mis solas la
belleza del terreno que recorríamos. Doña Casilda
es de una locuacidad abominable, y tuvimos
que oírla. Nos dijo cuanto hay que saber
de chismes del pueblo, y nos habló de todas sus
habilidades, y nos explicó el modo de hacer
salchichas, morcillas de sesos, hojaldres y otros
mil guisos y regalos. Nadie la vence en negocios
de cocina y de matanza de cerdos, según
ella, sino Antoñona, la nodriza de Pepita Jiménez,
y hoy su ama de llaves y directora de su
casa. Yo conozco ya a la tal Antoñona, pues va
y viene a casa con recados, y, en efecto, es muy
lista; tan parlanchina como la tía Casilda, pero
cien mil veces más discreta.
E l camino hasta el Pozo de la Solana es
delicioso; pero yo iba tan contrariado, que no
acerté a gozar de él. Cuando llegamos a la casería
y nos apeamos, se me quitó de encima un
gran peso, como si fuese yo quien hubiese llevado
a la mula y no la mula a mí.
Ya a pie, recorrimos la posesión, que es
magnífica, variada y extensa. Hay allí más de
ciento veinte fanegas de viña vieja y majuelo,
todo bajo una linde; otro tanto o más de olivar,
y, por último, un bosque de encinas de las más
corpulentas que aún quedan en pie en toda
Andalucía. El agua del Pozo de la Solana forma
un arroyo claro y abundante, donde vienen a
beber todos los pajarillos de las cercanías, y
donde se cazan a centenares por medio de espartos
con liga o con red, en cuyo centro se colocan
el cimbel y el reclamo. Allí recordé mis
diversiones de la niñez y cuantas veces había
ido yo a cazar pajarillos de la manera expresada.
Siguiendo el curso del arroyo, y sobre todo
en las hondonadas, hay muchos álamos y
otros árboles altos, que, con las matas y hierbas,
crean un intrincado laberinto y una sombría
espesura. Mil plantas silvestres y olorosas crecen
allí de un modo espontáneo, y por cierto
que es difícil imaginar nada más esquivo,
agreste y verdaderamente solitario, apacible y
silencioso que aquellos lugares. Se concibe allí
en el fervor del mediodía, cuando el sol vierte a
torrentes la luz desde un cielo sin nubes, en las
calurosas y reposadas siestas, el mismo terror
misterioso de las horas nocturnas. Se concibe
allí la vida de los antiguos patriarcas y de los
primitivos héroes y pastores, y las apariciones y
visiones que tenían las ninfas, de deidades y de
ángeles, en medio de la claridad meridiana.
Andando por aquella espesura, hubo un
momento en el cual, no acierto a decir cómo,
Pepita y yo nos encontramos solos; yo al lado
de ella. Los demás se habían quedado atrás.
Entonces sentí por todo mi cuerpo un estremecimiento.
Era la primera vez que me veía
a solas con aquella mujer y en sitio tan apartado,
y cuando yo pensaba en las apariciones
meridianas, ya siniestras, ya dulces y siempre
sobrenaturales, de los hombres de las edades
remotas.
Pepita había dejado en la casería la larga
falda de montar, y caminaba con un vestido
corto que no estorbaba la graciosa ligereza de
sus movimientos. Sobre la cabeza llevaba un
sombrerillo andaluz colocado con gracia. En la
mano el látigo, que se me antojó como varita de
virtudes, con que pudiera hechizarme aquella
maga.
No temo repetir aquí los elogios de su belleza.
En aquellos sitios agrestes se me apareció
más hermosa. La cautela que recomiendan los
ascetas de pensar en ella, afeada por los años y
por las enfermedades; de figurármela muerta,
llena de hedor y podredumbre, y cubierta de
gusanos, vino, a pesar mío, a mi imaginación; y
digo a pesar mío, porque no entiendo que tan
terrible cautela fuese indispensable. Ninguna
idea mala en lo material, ninguna sugestión del
espíritu maligno turbó entonces mi razón ni
logró inficionar mi voluntad y mis sentidos.
Lo que sí se me ocurrió fue un argumento
para invalidar, al menos en mí, la virtud de esa
cautela. La hermosura, obra de un arte soberano
y divino, puede ser caduca y efímera, desaparecer
en el instante; pero su idea es eterna y
en la mente del hombre vive vida inmortal una
vez percibida. La belleza de esta mujer, tal como
hoy se me manifiesta, desaparecerá dentro
de breves años; ese cuerpo elegante, esas formas
esbeltas, esa noble cabeza, tan gentilmente
erguida sobre los hombros, todo será pasto de
gusanos inmundos; pero si la materia ha de
transformarse, la forma, el pensamiento artístico,
la hermosura misma, ¿quién la destruirá?
¿No está en la mente divina? Percibida y conocida
por mí, ¿no vivirá en mi alma, vencedora
de la vejez y aun de la muerte?
Así meditaba yo, cuando Pepita y yo nos
acercamos. Así serenaba yo mi espíritu y mitigaba
los recelos que usted ha sabido infundirme.
Yo deseaba y no deseaba a la vez que llegasen
los otros. Me complacía y me afligía al
mismo tiempo de estar solo con aquella mujer.
La voz argentina de Pepita rompió el silencio,
y, sacándome de mis meditaciones, dijo:
-¡Qué callado y qué triste está usted, señor
don Luis! Me apesadumbra el pensar que
tal vez por culpa mía, en parte al menos, da a
usted hoy un mal rato su padre trayéndole a
estas soledades, y sacándole de otras más apartadas,
donde no tendrá usted nada que le distraiga
de sus oraciones y piadosas lecturas.
Yo no sé lo que contesté a esto. Hube de
contestar alguna sandez, porque estaba turbado;
y ni quería hacer un cumplimiento a Pepita,
diciendo galanterías profanas, ni quería tampoco
contestar de un modo grosero.
Ella prosiguió:
-Usted me ha de perdonar si soy maliciosa;
pero se me figura que, además del disgusto
de verse usted separado hoy de sus ocupaciones
favoritas, hay algo más que contribuye poderosamente
a su mal humor.
-¿Qué es ese algo más? -dije yo-, pues usted
lo descubre todo o cree descubrirlo.
-Ese algo más -replicó Pepita- no es sentimiento
propio de quien va a ser sacerdote tan
pronto; pero sí lo es de un joven de veintidós
años.
Al oír esto, sentí que la sangre me subía al
rostro y que el rostro me ardía. Imaginé mil
extravagancias; me creí presa de una obsesión.
Me juzgué provocado por Pepita, que iba a
darme a entender que conocía que yo gustaba
de ella. Entonces mi timidez se trocó en atrevida
soberbia, y la miré de hito en hito. Algo de
ridículo hubo de haber en mi mirada; pero, o
Pepita no lo advirtió, o lo disimuló con benévola
prudencia, exclamando del modo más sencillo:
-No se ofenda usted porque yo le descubra
alguna falta. Esta que he notado me parece
leve. Usted está lastimado de las bromas de
Currito y de hacer (hablando profanamente) un
papel poco airoso, montado en una mula mansa
como el señor Vicario, con sus ochenta años,
y no en un brioso caballo, como debiera un joven
de su edad y circunstancias. La culpa es del
señor Deán, que no ha pensado en que usted
aprenda a montar. La equitación no se opone a
la vida que usted piensa seguir, y yo creo que
su padre de usted, ya que está usted aquí, debiera
en pocos días enseñarle. Si usted va a Persia
o a China, allí no hay ferrocarriles aún y hará
usted una triste figura cabalgando mal. Tal vez
se desacredite el misionero entre aquellos
bárbaros, merced a esta torpeza, y luego sea
más difícil de lograr el fruto de las predicaciones.
E stos y otros razonamientos más adujo
Pepita para que yo aprendiese a montar a caballo
y quedé tan convencido de lo útil que es la
equitación para un misionero, que le prometí
aprender enseguida, tomando a mi padre por
maestro.
- E n la primera nueva expedición que
hagamos -le dije-, he de ir en el caballo más
fogoso de mi padre, y no en la mulita de paso
en que voy ahora.
- Mucho me alegraré -replicó Pepita con
una sonrisa de indecible suavidad.
E n esto llegaron todos al sitio en que
estábamos, y yo me alegré en mis adentros, no
por otra cosa, sino por temor de no acertar a
sostener la conversación, y de salir con doscientas
mil simplicidades por mi poca o ninguna
práctica de hablar con mujeres.
Después del paseo, sobre la fresca hierba
y en el más lindo sitio junto al arroyo, nos sirvieron
los criados de mi padre una rústica y
abundante merienda. La conversación fue muy
animada, y Pepita mostró mucho ingenio y
discreción. Mi primo Currito volvió a embromarme
sobre mi manera de cabalgar y sobre la
mansedumbre de mi mula, me llamó teólogo, y
me dijo que sobre aquella mula parecía que iba
yo repartiendo bendiciones. Esta vez, ya con el
firme propósito de hacerme jinete, contesté a
las bromas con desenfado picante. Me callé, con
todo, el compromiso contraído de aprender la
equitación. Pepita, aunque en nada habíamos
convenido, pensó sin duda, como yo, que importaba
el sigilo para sorprender luego, cabalgando
bien, y nada dijo de nuestra conversación.
De aquí provino, natural y sencillamente,
que existiera un secreto entre ambos lo cual
produjo en mi ánimo extraño efecto.
Nada más ocurrió aquel día, que merezca
contarse.
Por la tarde volvimos al lugar como habíamos
venido. Yo, sin embargo, en mi mula
mansa ya al lado de la tía Casilda, no me aburrí
ni entristecí a la vuelta como a la ida. Durante
todo el viaje oí a la tía sin cansancio referir sus
historias, y por momentos me distraje en vagas
imaginaciones.
Nada de lo que en mi alma pasa debe ser
un misterio para usted. Declaro que la figura de
Pepita era como el centro, o mejor dicho, como
el núcleo y el foco de estas imaginaciones vagas.
Su meridiana aparición en lo más intrincado,
umbrío y silencioso de la verde enramada
me trajo a la memoria todas las apariciones,
buenas o malas, de seres portentosos y de condición
superior a la nuestra, que había yo leído
en los autores sagrados y los clásicos profanos.
Pepita, pues, se me mostraba en los ojos y en el
teatro interior de mi fantasía, no como iba a
caballo delante de nosotros, sino de un modo
ideal y etéreo, en el retiro nemoroso, como a
Eneas su madre, como a Calímaco Palas, como
al pastor bohemio Kroco la sílfide que luego
concibió a Libusa, como Diana al hijo de Aristeo,
como al Patriarca los ángeles en el valle de
Mambré, como a San Antonio el hipocentauro
en la soledad del yermo.
Encuentro tan natural como el de Pepita
se trocaba en mi mente en algo de prodigio. Por
un momento, al notar la consistencia de esta
imaginación, me creí obseso; me figuré, como
era evidente, que en los pocos minutos que
había estado a solas con Pepita junto al arroyo
de la Solana, nada había ocurrido que no fuese
natural y vulgar; pero que después, conforme
iba yo caminando tranquilo en mi mula, algún
demonio se agitaba invisible en torno mío, sugiriéndome
mil disparates.
Aquella noche dije a mi padre mi deseo
de aprender a montar. No quise ocultarle que
Pepita me había excitado a ello. Mi padre tuvo
una alegría extraordinaria. Me abrazó, me besó,
me dijo que ya no era usted solo mi maestro,
que él también iba a tener el gusto de enseñarme
algo. Me aseguró, por último, que en dos o
tres semanas haría de mí el mejor caballista de
toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por contrabando
y de volver de allí, burlando al resguardo,
con una coracha de tabaco y con un
buen alijo de algodones; apto, en suma, para
pasmar a todos los jinetes que se lucen en las
ferias de Sevilla y de Mairena, y para oprimir
los lomos de Babieca, de Bucéfalo, y aun de los
propios caballos del Sol, si por acaso bajaban a
la tierra y podía yo asirlos de la brida.
Ignoro qué pensará usted de este arte de
la equitación que estoy aprendiendo; pero presumo
que no lo tendrá por malo.
¡Si viera usted qué gozoso está mi padre y
cómo se deleita enseñándome! Desde el día
siguiente al de la expedición que he referido,
doy dos lecciones diarias. Día hay, durante el
cual, la lección es perpetua, porque nos le pasamos
a caballo. La primera semana fueron las
lecciones en el corralón de casa, que está desempedrado
y sirvió de picadero.
Y a salimos al campo, pero procurando
que nadie nos vea. Mi padre no quiere que me
muestre en público hasta que pasme por lo bien
plantado, según él dice. Si su vanidad de padre
no le engaña, esto será muy pronto porque tengo
una disposición maravillosa para ser buen
jinete.
-¡Bien se ve que eres mi hijo! -exclama mi
padre con júbilo al contemplar mis adelantos.
E s tan bueno mi padre, que espero que
usted le perdonará su lenguaje profano y sus
chistes irreverentes. Yo me aflijo en lo interior
de mi alma, pero lo sufro todo.
Con las continuadas y largas lecciones estoy
que da lástima de agujetas. Mi padre me
recomienda que escriba a usted que me abro las
carnes a disciplinazos.
C omo dentro de poco sostiene que me
dará por enseñado, y no desea jubilarse de maestro,
me propone otros estudios extravagantes
y harto impropios de un futuro sacerdote. Unas
veces quiere enseñarme a derribar, para llevarme
luego a Sevilla, donde dejaré bizcos a los
ternes y gente del bronce, con la garrocha en la
mano, en los llanos de Tablada. Otras veces se
acuerda de sus mocedades y de cuando fue
guardia de Corps y dice que va a buscar sus
floretes, guantes y caretas y a enseñarme la
esgrima. Y por último, presumiendo también
mi padre de manejar como nadie una navaja,
ha llegado a ofrecerme que me comunicará esta
habilidad.
Ya se hará usted cargo de lo que yo contesto
a tamañas locuras. Mi padre replica que
en los buenos tiempos antiguos, no ya los clérigos,
sino hasta los obispos andaban a caballo
acuchillando infieles. Yo observo que eso podía
suceder en las edades bárbaras, pero que ahora
no deben los ministros del Altísimo saber esgrimir
más armas que las de la persuasión. -Y
cuando la persuasión no basta -añade mi padre-,
¿no viene bien corroborar un poco los argumentos
a linternazos? -El misionero completo,
según entiende mi padre, debe en ocasiones
apelar a estos medios heroicos; y como mi padre
ha leído muchos romances e histonas, cita
ejemplos en apoyo de su opinión. Cita en primer
lugar a Santiago, quien, sin dejar de ser
apóstol, más acuchilla a los moros que les predica
y persuade en su caballo blanco; cita a un
señor de la Vera, que fue con una embajada de
los Reyes Católicos para Boabdil, y que en el
patio de los Leones se enredó con los moros en
disputas teológicas, y, apurado ya de razones,
sacó la espada y arremetió contra ellos para
acabar de convertirlos, y cita por último, al
hidalgo vizcaíno don Íñigo de Loyola, el cual,
en una controversia que tuvo con un moro sobre
la pureza de María Santísima, harto ya de
las impías y horrorosas blasfemias con que el
moro le contradecía, se fue sobre él espada en
mano, y si el moro no se salva por pies, le infunde
el convencimiento en el alma por estilo
tremendo. Sobre el lance de san Ignacio contesto
yo a mi padre que fue antes de que el santo
se hiciera sacerdote, y sobre los otros ejemplos
digo que no hay paridad.
En suma, yo me defiendo como puedo de
las bromas de mi padre y me limito a ser buen
jinete sin estudiar esas otras artes, tan impropias
de los clérigos, aunque mi padre asegura
que no pocos clérigos españoles las saben y las
ejercen a menudo en España, aun en el día de
hoy, a fin de que la fe triunfe y se conserve o
restaure la unidad católica.
Me pesa en el alma de que mi padre sea
así; de que hable con irreverencia y burla de las
cosas más serias; pero no incumbe a un hijo
respetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir
sus desahogos un tanto volterianos. Los
llamo un tanto volterianos, porque no acierto a
calificarlos bien. En el fondo mi padre es buen
católico, y esto me consuela.
Ayer fue día de la Cruz y estuvo el lugar
muy animado. En cada calle hubo seis o siete
cruces de Mayo llenas de flores, si bien ninguna
tan bella como la que puso Pepita en la puerta
de su casa. Era un mar de flores el que engalanaba
la cruz.
P or la noche tuvimos fiesta en casa de
Pepita. La cruz, que había estado en la calle, se
colocó en una gran sala baja, donde hay piano,
y nos dio Pepita un espectáculo sencillo y poético
que yo había visto cuando niño, aunque no
lo recordaba.
De la cabeza de la cruz pendían siete listones
o cintas anchas, dos blancas, dos verdes y
tres encarnadas, que son los colores simbólicos
de las virtudes teologales. Ocho niños de cinco
o seis años, representando los Siete Sacramentos,
asidos de las siete cintas que pendían de la
cruz, bailaron a modo de una contradanza muy
bien ensayada. El Bautismo era un niño vestido
de catecúmeno con su túnica blanca, el Orden
otro niño de sacerdote; la Confirmación, un
obispito, la Extremaunción, un peregrino con
bordón y esclavina llena de conchas; el Matrimonio,
un novio y una novia, y un Nazareno
con cruz y corona de espinas la Penitencia.
El baile, más que baile, fue una serie de
reverencias, pasos, evoluciones, y genuflexiones
al compás de una música no mala, de algo
como marcha, que el organista tocó en el piano
con bastante destreza.
Los niños, hijos de criados y familiares de
la casa de Pepita, después de hacer su papel, se
fueron a dormir muy regalados y agasajados.
L a tertulia continuó hasta las doce, y
hubo refresco; esto es, tacillas de almíbar, y, por
último, chocolate con torta de bizcocho y agua
con azucarillos.
E l retiro y la soledad de Pepita van olvidándose
desde que volvió la primavera, de lo
cual mi padre está muy contento. De aquí en
adelante Pepita recibirá todas las noches, y mi
padre quiere que yo sea de la tertulia
Pepita ha dejado el luto, y está ahora más
galana y vistosa con trajes ligeros y casi de verano,
aunque siempre muy modestos.
Tengo la esperanza de que lo más que mi
padre me retendrá ya por aquí será todo este
mes. En junio nos iremos juntos a esa ciudad, y
ya usted verá cómo, libre de Pepita, que no
piensa en mí ni se acordará de mí para malo ni
para bueno, tendré el gusto de abrazar a usted
y de lograr la dicha de ser sacerdote.
7 de mayo
Todas las noches, de nueve a doce, tenemos,
como ya indiqué a usted, tertulia en casa
de Pepita. Van cuatro o cinco señoras y otras
tantas señoritas del lugar, contando con la tía
Casilda, y van también seis o siete caballeritos,
que suelen jugar a juegos de prendas con las
niñas. Como es natural, hay tres o cuatro noviazgos.
L a gente formal de la tertulia es la de
siempre. Se compone, como si dijéramos, de los
altos funcionarios; de mi padre, que es el cacique;
del boticario, del médico, del escribano y
del señor Vicario.
Pepita juega al tresillo con mi padre, con
el señor Vicario y con algún otro.
Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voy
con la gente joven, estorbo con mi gravedad en
sus juegos y enamoramientos. Si me voy con el
estado mayor, tengo que hacer el papel de
mirón en una cosa que no entiendo. Yo no sé
más juego de naipes que el burro ciego, el burro
con vista y un poco de tute o brisca cruzada.
Lo mejor sería que yo no fuese a la tertulia;
pero mi padre se empeña en que vaya. Con
no ir, según él, me pondría en ridículo.
Muchos extremos de admiración hace mi
padre al notar mi ignorancia de ciertas cosas.
Esto de que yo no sepa jugar al tresillo, siquiera
al tresillo, le tiene maravillado.
-Tu tío te ha criado -me dice debajo de un
fanal, haciéndote tragar teología y más teología
y dejándote a obscuras de lo demás que hay
que saber. Por lo mismo que vas a ser clérigo y
que no podrás bailar ni enamorar en las reuniones,
necesitas jugar al tresillo. Si no, ¿qué
vas a hacer, desdichado?
A estos y otros discursos por el estilo he
tenido que rendirme, y mi padre me está enseñando
en casa a jugar al tresillo, para que, no
bien lo sepa, lo juegue en la tertulia de Pepita.
También, como ya le dije a usted, ha querido
enseñarme la esgrima, y después a fumar y a
tirar la pistola y a la barra; pero en nada de esto
he consentido yo.
-¡Qué diferencia -exclama mi padre-, entre
tu mocedad y la mía!
Y luego añade riéndose:
-En sustancia, todo es lo mismo. Yo también
tenía mis horas canónicas en el cuartel de
guardias de Corps; el cigarro era el incensario,
la baraja el libro de coro, y nunca me faltaban
otras devociones y ejercicios más o menos espirituales.
Aunque usted me tenía prevenido acerca
de estas genialidades de mi padre, y de que por
ellas había estado yo con usted doce años, desde
los diez a los veintidós, todavía me aturden
y desazonan los dichos de mi padre, sobrado
libres a veces. Pero ¿qué le hemos de hacer?
Aunque no puedo censurárselos, tampoco se
los aplaudo ni se los río.
Lo singular y plausible es que mi padre es
otro hombre cuando está en casa de Pepita. Ni
por casualidad se le escapa una sola frase, un
solo chiste de estos que prodiga tanto en otros
lugares. En casa de Pepita es mi padre el propio
comedimiento. Cada día parece, además, más
prendado de ella y con mayores esperanzas del
triunfo.
Sigue mi padre contentísimo de mí como
discípulo de equitación. Dentro de cuatro o
cinco días asegura que podré ya montar en Lucero,
caballo negro, hijo de un caballo árabe y
de una yegua de la casta de Guadalcázar, saltador,
corredor, lleno de fuego y adiestrado en
todo linaje de corvetas.
-Quien eche a Lucero los calzones encima
-dice mi padre-, ya puede apostarse a montar
con los propios centauros; y tú le echarás calzones
encima dentro de poco.
Aunque me paso todo el día en el campo
a caballo, en el casino y en la tertulia, robo algunas
horas al sueño, ya voluntariamente, ya
porque me desvelo, y medito en mi posición y
hago examen de conciencia. La imagen de Pepita
está siempre presente en mi alma. ¿Será esto
amor?, me pregunto.
M i compromiso moral, mi promesa de
consagrarme a los altares, aunque no confirmada,
es para mí valedera y perfecta. Si algo que
se oponga al cumplimiento de esa promesa ha
penetrado en mi alma, es necesario combatirlo.
Desde luego noto, y no me acuse usted de
soberbia porque le digo lo que noto, que el imperio
de mi voluntad, que usted me ha enseñado
a ejercer, es omnímodo sobre todos mis sentidos.
Mientras Moisés en la cumbre del Sinaí
conversaba con Dios, la baja plebe en la llanura
adoraba rebelde el becerro. A pesar de mis pocos
años, no teme mi espíritu rebeldías semejantes.
Bien pudiera conversar con Dios con
plena seguridad, si el enemigo no viniese a pelear
contra mí en el mismo santuario. La imagen
de Pepita se me presenta en el alma. Es un
espíritu quien hace guerra a mi espíritu; es la
idea de su hermosura en toda su inmaterial
pureza la que se me ofrece en el camino que
guía al abismo profundo del alma donde Dios
asiste, y me impide llegar a él.
No me obceco, con todo. Veo claro, distingo,
no me alucino. Por cima de esta inclinación
espiritual que me arrastra hacia Pepita,
está el amor de lo infinito y de lo eterno. Aunque
yo me represente a Pepita como una idea,
como una poesía, no deja de ser la idea, la poesía
de algo finito, limitado, concreto, mientras
que el amor de Dios y el concepto de Dios todo
lo abarcan. Pero por más esfuerzos que hago,
no acierto a revestir de una forma imaginaria
ese concepto supremo, objeto de un afecto superiorísimo,
para que luche con la imagen, con
el recuerdo de la verdad caduca y efímera que
de continuo me atosiga. Fervorosamente pido
al cielo que se despierte en mí la fuerza imaginativa
y cree una semejanza, un símbolo de ese
concepto que todo lo comprende, a fin de que
absorba y ahogue la imagen, el recuerdo de esta
mujer. Es vago, es obscuro, es indescriptible, es
como tiniebla profunda el más alto concepto,
blanco de mi amor; mientras que ella se me
representa con determinados contornos, clara,
evidente, luminosa, con la luz velada que resisten
los ojos del espíritu, no luminosa con la otra
luz intensísima que para los ojos del espíritu es
como tinieblas.
Toda otra consideración, toda otra forma,
no destruye la imagen de esta mujer. Entre el
Crucifijo y yo se interpone, entre la imagen
devotísima de la Virgen y yo se interpone, sobre
la página del libro espiritual que leo viene
también a interponerse.
No creo, sin embargo, que estoy haciendo
de lo que llaman amor en el siglo. Y aunque lo
estuviera, yo lucharía y vencería.
La vista diaria de esa mujer y el oír cantar
sus alabanzas de continuo hasta al padre Vicario,
me tienen preocupado; divierten mi espíritu
hacia lo profano, y le alejan de su debido
recogimiento; pero no, yo no amo a Pepita todavía.
Me iré y la olvidaré.
Mientras aquí permanezca, combatiré con
valor. Combatiré con Dios, para vencerle por el
amor y el rendimiento. Mis clamores llegarán a
Él como inflamadas saetas, y derribarán el escudo
con que se defiende y oculta a los ojos de
mi alma. Yo pelearé, como Israel, en el silencio
de la noche, y Dios me llagará en el muslo y me
quebrantará en ese combate, para que yo sea
vencedor siendo vencido.
12 de mayo
Antes de lo que yo pensaba, querido tío,
me decidió mi padre a que montase en Lucero.
Ayer, a las seis de la mañana, cabalgué en esta
hermosa fiera como le llama mi padre, y me fui
con mi padre al campo. Mi padre iba caballero
en una jaca alazana.
Lo hice tan bien, fui tan seguro y apuesto
en aquel soberbio animal, que mi padre no pudo
resistir a la tentación de lucir a su discípulo;
y, después de reposarnos en un cortijo que tiene
a media legua de aquí, y a eso de las once,
me hizo volver al lugar y entrar por lo más
concurrido y céntrico, metiendo mucha bulla y
desempedrando las calles. No hay que afirmar
que pasamos por la de Pepita, quien de algún
tiempo a esta parte se va haciendo algo ventanera,
y estaba a la reja, en una ventana baja,
detrás de la verde celosía.
No bien sintió Pepita el ruido y alzó los
ojos y nos vio, se levantó, dejó la costura que
traía entre manos y se puso a miramos. Lucero,
que, según he sabido después tiene ya la costumbre
de hacer piernas cuando pasa por delante
de la casa de Pepita, empezó a retozar y a
levantarse un poco de manos. Yo quise calmarle;
pero como extrañase las mías, y también
extrañase al jinete, despreciándole tal vez, se
alborotó más y más, empezó a dar resoplidos, a
hacer corvetas y aun a dar algunos botes; pero
yo me tuve firme y sereno, mostrándole que era
su amo, castigándole con la espuela, tocándole
con el látigo en el pecho y reteniéndole por la
brida. Lucero, que casi se había puesto de pie
sobre los cuartos traseros, se humilló entonces
hasta doblar mansamente las rodillas haciendo
una reverencia.
La turba de curiosos, que se había agrupado
alrededor, rompió en estrepitosos aplausos.
Mi padre dijo:
-¡Bien por los mozos crudos y de arrestos!
Y notando después que Currito, que no
tiene otro oficio que el de paseante, se hallaba
entre el concurso, se dirigió a él con estas palabras:
-Mira, arrastrado; mira al teólogo ahora,
y, en vez de burlarte, quédate patitieso de
asombro.
E n efecto, Currito estaba con la boca
abierta; inmóvil, verdaderamente asombrado.
Mi triunfo fue grande y solemne, aunque
impropio de mi carácter. La inconveniencia de
este triunfo me infundió vergüenza. El rubor
coloró mis mejillas. Debí ponerme encendido
como la grana, y más aún cuando advertí que
Pepita me aplaudía y me saludaba cariñosa,
sonriendo y agitando sus lindas manos.
En fin, he ganado la patente de hombre
recio y de jinete de primera calidad.
Mi padre no puede estar más satisfecho y
orondo; asegura que está completando mi educación;
que usted le ha enviado en mí un libro
muy sabio, pero en borrador y desencuadernado,
y que él está poniéndome en limpio y encuadernándome.
E l tresillo, si es parte de la encuadernación
y de la limpieza, también está ya aprendido.
Dos noches he jugado con Pepita.
La noche que siguió a mi hazaña ecuestre,
Pepita me recibió entusiasmada, e hizo lo que
nunca había querido ni se había atrevido a
hacer conmigo: me alargó la mano.
No crea usted que no recordé lo que recomiendan
tantos y tantos moralistas y ascetas;
pero allá en mi mente pensé que exageraban el
peligro. Aquello del Espíritu Santo de que el
que echa mano a una mujer se expone como si
cogiera un escorpión me pareció dicho en otro
sentido. Sin duda que en los libros devotos, con
la más sana intención, se interpretan harto duramente
ciertas frases y sentencias de la Escritura.
¿Cómo entender, si no, que la hermosura
de la mujer, obra tan perfecta de Dios, es causa
de perdición siempre? ¿Cómo entender, también
en sentido general y constante, que la mujer
es más amarga que la muerte? ¿Cómo entender
que el que toca a una mujer, en toda
ocasión y con cualquier pensamiento que sea,
no saldrá sin mancha?
E n fin, respondí rápidamente dentro de
mi alma a estos y otros avisos, y tomé la mano
que Pepita cariñosamente me alargaba, y la
estreché en la mía. La suavidad de aquella mano
me hizo comprender mejor su delicadeza y
primor, que hasta entonces no conocía sino por
los ojos.
Según los usos del siglo, dada ya la mano
una vez, la debe uno dar siempre, cuando llega
y cuando se despide. Espero que en esta ceremonia,
en esta prueba de amistad, en esta manifestación
de afecto, si se procede con pureza y
sin el menor átomo de livianidad, no verá usted
nada malo ni peligroso.
C omo mi padre tiene que estar muchas
noches con el aperador y con otra gente de
campo, y hasta las diez y media o las once suele
no verse libre, yo le sustituyo en la mesa del
tresillo al lado de Pepita. El señor Vicario y el
escribano son casi siempre los otros tercios.
Jugamos a décimo de real, de modo que un
duro o dos es lo más que se atraviesa en la partida.
M ediando como media tan poco interés
en el juego, lo interrumpimos continuamente
con agradables conversaciones y hasta con discusiones
sobre puntos extraños al mismo juego,
en todo lo cual demuestra siempre Pepita una
lucidez de entendimiento, una viveza de imaginación
y una tan extraordinaria gracia en el
decir, que no pueden menos de maravillarme.
No hallo motivo suficiente para variar de
opinión respecto a lo que ya he dicho a usted
contestando a sus recelos de que Pepita puede
sentir cierta inclinación hacia mí. Me trata con
el afecto natural que debe tener al hijo de su
pretendiente don Pedro de Vargas, y con la
timidez y encogimiento que inspira un hombre
en mis circunstancias, que no es sacerdote aún,
pero que pronto va a serlo.
Quiero y debo, no obstante, decir a usted,
ya que le escribo siempre como si estuviese de
rodillas delante de usted a los pies del confesionario,
una rápida impresión que he sentido
dos o tres veces; algo que tal vez sea una alucinación
o un delirio, pero que he notado.
Ya he dicho a usted en otras cartas que los
ojos de Pepita, verdes como los de Circe, tienen
un mirar tranquilo y honestísimo. Se diría que
ella ignora el poder de sus ojos, y no sabe que
sirven más que para ver. Cuando fija en alguien
la vista, es tan clara, franca y pura la dulce luz
de su mirada, que en vez de hacer nacer ninguna
mala idea, parece que crea pensamientos
limpios; que deja en reposo grato a las almas
inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo
en las almas que no lo son. Nada de
pasión ardiente, nada de fuego hay en los ojos
de Pepita. Como la tibia luz de la luna es el rayo
de su mirada.
P ues bien, a pesar de esto, yo he creído
notar dos o tres veces un resplandor instantáneo,
un relámpago, una llamada fugaz devoradora
en aquellos ojos que se posaban en mí.
¿Será vanidad ridícula sugerida por el mismo
demonio?
Me parece que sí; quiero creer y creo que
sí.
Lo rápido, lo fugitivo de la impresión, me
induce a conjeturar que no ha tenido nunca
realidad extrínseca; que ha sido ensueño mío.
La calma del cielo, el frío de la indiferencia
amorosa, si bien templado por la dulzura de
la amistad y de la caridad, es lo que descubro
siempre en los ojos de Pepita.
Me atormenta, no obstante, este ensueño,
esta alucinación de la mirada extraña y ardiente.
Mi padre dice que no son los hombres, sino
las mujeres las que toman la iniciativa, y que
la toman sin responsabilidad, y pudiendo negar
y volverse atrás cuando quieren. Según mi padre,
la mujer es quien se declara por medio de
miradas fugaces, que ella misma niega más
tarde a su propia conciencia, si es menester, y
de las cuales, más que leer, logra el hombre a
quien van dirigidas adivinar el significado. De
esta suerte, casi por medio de una conmoción
eléctrica, casi por medio de una sutilísima e
inexplicable intuición, se percata el que es
amado de que es amado y luego, cuando se
resuelve a hablar, va ya sobre seguro y con plena
confianza de la correspondencia.
¿Quién sabe si estas teorías de mi padre,
oídas por mí, porque no puedo menos de oírlas,
son las que me han calentado la cabeza y me
han hecho imaginar lo que no hay?
De todos modos, me digo a veces, ¿sería
tan absurdo, tan imposible que lo hubiera? Y si
lo hubiera, si yo agradase a Pepita de otro modo
que como amigo, si la mujer a quien mi padre
pretende se prendase de mí, ¿no sería espantosa
mi situación?
Desechemos estos temores fraguados, sin
duda, por la vanidad. No hagamos de Pepita
una Fedra y de mí un Hipólito.
Lo que sí empieza a sorprenderme es el
descuido y plena seguridad de mi padre. Perdone
usted, pídale a Dios que perdone mi orgullo;
de vez en cuando me pica y enoja la tal seguridad.
Pues qué, me digo, ¿soy tan adefesio
para que mi padre no tema que, a pesar de mi
supuesta santidad, o por mi misma supuesta
santidad, no pueda yo enamorar, sin querer, a
Pepita?
H ay un curioso raciocinio, que yo me
hago, y por donde me explico, sin lastimar mi
amor propio, el descuido paterno en este asunto
importante. Mi padre, aunque sin fundamentos,
se va considerando ya como marido de
Pepita, y empieza a participar de aquella ceguedad
funesta que Asmodeo u otro demonio
más torpe infunde a los maridos. Las historias
profanas y eclesiásticas están llenas de esta ceguedad
que Dios permite, sin duda, para fines
providenciales. El ejemplo más egregio quizás
es el del emperador Marco Aurelio, que tuvo
mujer tan liviana y viciosa como Faustina, y,
siendo varón tan sabio y tan agudo filósofo,
nunca advirtió lo que de todas las gentes que
formaban el Imperio Romano era sabido; por
donde, en las meditaciones o memorias que
sobre sí mismo compuso, da infinitas gracias a
los dioses inmortales porque le habían concedido
mujer tan fiel y tan buena, y provoca la
risa de sus contemporáneos y de las futuras
generaciones. Desde entonces no se ve otra cosa
todos los días, sino magnates y hombres principales
que hacen sus secretarios y dan todo su
valimiento a los que le tienen con su mujer. De
esta suerte me explico que mi padre se descuide,
y no recele que, hasta a pesar mío, pudiera
tener un rival en mí.
Sería una falta de respeto, pecaría yo de
presumido e insolente si advirtiese a mi padre
del peligro que no ve. No hay medio de que yo
le diga nada. Además, ¿qué había yo de decirle?
Que se me figura que una o dos veces Pepita
me ha mirado de otra manera que como suele
mirar. ¿No puede ser esto ilusión mía? No; no
tengo la menor prueba de que Pepita desee
siquiera coquetear conmigo.
¿Qué es, pues, lo que entonces podría yo
decir a mi padre? ¿Había de decirle que yo soy
quien está enamorado de Pepita, que yo codicio
el tesoro que ya él tiene por suyo? Esto no es
verdad; y sobre todo, ¿cómo declarar esto a mi
padre, aunque fuera verdad, por mi desgracia y
por mi culpa?
Lo mejor es callarme; combatir en silencio,
si la tentación llega a asaltarme de veras, y
tratar de abandonar cuanto antes este pueblo y
de volverme con usted.
19 de mayo
Gracias a Dios y a usted por las nuevas
cartas y nuevos consejos que me envía. Hoy los
necesito más que nunca.
Razón tiene la mística doctora santa Teresa
cuando pondera los grandes trabajos de las
almas tímidas que se dejan turbar por la tentación;
pero es mil veces más trabajoso el desengaño
para quienes han sido, como yo, confiados
y soberbios.
Templos del Espíritu Santo son nuestros
cuerpos; mas si se arrima fuego a sus paredes,
aunque no ardan, se tiznan.
L a primera sugestión es la cabeza de la
serpiente. Si no la hollamos con planta valerosa
y segura, el ponzoñoso reptil sube a esconderse
en nuestro seno.
E l licor de los deleites mundanos, por
inocentes que sean, suele ser dulce al paladar, y
luego se trueca en hiel de dragones y veneno de
áspides.
Es cierto; ya no puedo negárselo a usted.
Yo no debí poner los ojos con tanta complacencia
en esta mujer peligrosísima.
N o me juzgo perdido; pero me siento
conturbado.
Como el corzo sediento desea y busca el
manantial de las aguas, así mi alma busca a
Dios todavía. A Dios se vuelve para que le dé
reposo, y anhela beber en el torrente de sus
delicias, cuyo ímpetu alegra el Paraíso, y cuyas
ondas claras ponen más blanco que la nieve;
pero un abismo llama a otro abismo, y mis pies
se han clavado en el cieno que está en el fondo.
Sin embargo, aún me quedan voz y aliento
para clamar con el Salmista: ¡Levántate, gloria
mía! Si te pones de mi lado, ¿quién prevalecerá
contra mí?
Y o digo a mi alma pecadora, llena de
quiméricas imaginaciones y de vagos deseos,
que son sus hijos bastardos: ¡Oh, hija miserable
de Babilonia, bienaventurado el que te dará tu
galardón, bienaventurado el que deshará contra
las piedras a tus pequeñuelos!.
Las mortificaciones, el ayuno, la oración,
la penitencia serán las armas de que me revista
para combatir y vencer con el auxilio divino.
No era sueño, no era locura: era realidad.
Ella me mira a veces con la ardiente mirada de
que ya he hablado a usted. Sus ojos están dotados
de una atracción magnética inexplicable.
Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos.
Mis ojos deben arder entonces, como los suyos,
con una llama funesta; como los de Amón
cuando se fijaban en Tamar; como los del
príncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina.
Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido.
La imagen de ella se levanta en el fondo de mi
espíritu, vencedora de todo. Su hermosura resplandece
sobre toda hermosura; los deleites del
cielo me parecen inferiores a su cariño; una
eternidad de penas creo que no paga la bienaventuranza
infinita que vierte sobre mí en un
momento con una de estas miradas que pasan
cual relámpago.
Cuando vuelvo a casa, cuando me quedo
solo en mi cuarto, en el silencio de la noche,
reconozco todo el horror de mi situación y formo
buenos propósitos, que luego se quebrantan.
Me prometo a mí mismo fingirme enfermo,
buscar cualquier otro pretexto para no ir a
la noche siguiente en casa de Pepita, y sin embargo
voy.
M i padre, confiado hasta lo sumo, sin
sospechar lo que pasa en mi alma, me dice
cuando llega la hora:
-Vete a la tertulia. Yo iré más tarde, luego
que despache al aperador.
Yo no atino con la excusa, no hallo el pretexto,
y en vez de contestar: -no puedo ir-, tomo
el sombrero y voy a la tertulia.
Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano,
y al dárnosla me hechiza. Todo mi ser se muda.
Penetra hasta mi corazón un fuego devorante, y
ya no pienso más que en ella. Tal vez soy yo
mismo quien provoca las miradas si tardan en
llegar. La miro con insano ahínco, por un estímulo
irresistible, y a cada instante creo descubrir
en ella nuevas perfecciones. Ya los hoyuelos
de sus mejillas cuando sonríe, ya la blancura
sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz,
ya la pequeñez de la oreja, ya la suavidad
de contornos y admirable modelado de la garganta.
Entro en su casa, a pesar mío, como evocado
por un conjuro; y, no bien entro en su casa,
caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente
que estoy dominado por una maga
cuya fascinación es ineluctable.
No es ella grata a mis ojos solamente, sino
que sus palabras suenan en mis oídos como la
música de las esferas, revelándome toda la armonía
del universo y hasta imagino percibir
una sutilísima fragancia que su limpio cuerpo
despide, y que supera al olor de los mastranzos
que crecen a orillas de los arroyos y al aroma
silvestre del tomillo que en los montes se cría.
Excitado de esta suerte, no sé cómo juego
al tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, porque
estoy todo en ella.
Cada vez que se encuentran nuestras miradas
se lanzan en ellas nuestras almas, y en los
rayos que se cruzan se me figura que se unen y
compenetran. Allí se descubren mil inefables
misterios de amor, allí se comunican sentimientos
que por otro medio no llegarían a saberse, y
se recitan poesías que no caben en lengua
humana, y se cantan canciones que no hay voz
que exprese ni acordada cítara que module.
Desde el día en que vi a Pe ita en el Pozo
de la Solana no he vuelto a verla a solas. Nada
le he dicho ni me ha dicho, y, sin embargo, nos
lo hemos dicho todo.
C uando me sustraigo a la fascinación,
cuando estoy solo por la noche en mi aposento,
quiero mirar con frialdad el estado en que me
hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio en
que voy a sumirme, y siento que me resbalo y
que me hundo.
M e recomienda usted que piense en la
muerte; no en la de esta mujer, sino en la mía.
Me recomienda usted que piense en lo inestable,
en lo inseguro de nuestra existencia y en lo
que hay más allá. Pero esta consideración y esta
meditación ni me atemorizan ni me arredran.
¿Cómo he de temer la muerte cuando deseo
morir? El amor y la muerte son hermanos. Un
sentimiento de abnegación se alza de las profundidades
de mi ser, y me llama a sí, y me
dice que todo mi ser debe darse y perderse por
el objeto amado. Ansío confundirme en una de
sus miradas; diluir y evaporar toda mi esencia
en el rayo de luz que sale de sus ojos; quedarme
muerto mirándola, aunque me condene.
Lo que es aún eficaz en mí contra el amor,
no es el temor, sino el amor mismo. Sobre este
amor determinado, que ya veo con evidencia
que Pepita me inspira, se levanta en mi espíritu
el amor divino en consurrección poderosa. Entonces
todo se cambia en mí, y aun me promete
la victoria. El objeto de mi amor superior se
ofrece a los ojos de mi mente como el sol que
todo lo enciende y alumbra, llenando de luz los
espacios; y el objeto de mi amor más bajo, como
átomo de polvo que vaga en el ambiente y que
el sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor,
todo su atractivo no es más que el reflejo de ese
sol increado, no es más que la chispa brillante,
transitoria, inconsistente de aquella infinita y
perenne hoguera.
M i alma, abrasada de amor, pugna por
criar alas, y tender el vuelo, y subir a esa
hoguera, y consumir allí cuanto hay en ella de
impuro.
Mi vida, desde hace algunos días, es una
lucha constante. No sé cómo el mal que padezco
no me sale a la cara. Apenas me alimento;
apenas duermo. Si el sueño cierra mis párpados,
suelo despertar azorado, como si me hallase
peleando en una batalla de ángeles rebeldes
y de ángeles buenos. En esta batalla de la luz
contra las tinieblas yo combato por la luz, pero
tal vez imagino que me paso al enemigo, que
soy un desertor infame; y oigo la voz del águila
de Patmos que dice: «Y los hombres prefirieron
las tinieblas a la luz», y entonces me lleno de
terror y me juzgo perdido.
No me queda más recurso que huir. Si en
lo que falta para terminar el mes mi padre no
me da su venia y no viene conmigo, me escapo
como un ladrón; me fugo sin decir nada.
23 de mayo
Soy un vil gusano, y no un hombre; soy el
oprobio y la abyección de la humanidad; soy
un hipócrita.
Me han circundado dolores de muerte, y
torrentes de iniquidad me han conturbado.
Vergüenza tengo de escribir a usted, y no
obstante le escribo. Quiero confesárselo todo.
No logro enmendarme. Lejos de dejar de
ir a casa de Pepita, voy más temprano todas las
noches. Se diría que los demonios me agarran
de los pies y me llevan allá sin que yo quiera.
Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita.
No quisiera hallarla sola. Casi siempre se me
adelanta el excelente padre Vicario, que atribuye
nuestra amistad a la semejanza de gustos
piadosos, y la funda en la devoción, como la
amistad inocentísima que él le profesa.
El progreso de mi mal es rápido. Como
piedra que se desprende de lo alto del templo y
va aumentando su velocidad en la caída, así va
mi espíritu ahora.
Cuando Pepita y yo nos damos la mano,
no es ya como al principio. Ambos hacemos un
esfuerzo de voluntad, y nos transmitimos, por
nuestras diestras enlazadas, todas las palpitaciones
del corazón. Se diría que, por arte diabólico,
obramos una transfusión y mezcla de lo
más sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentir
circular mi vida por sus venas, como yo siento
en las mías la suya.
Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy lejos,
la odio. A su vista, en su presencia, me
enamora, me atrae, me rinde con suavidad, me
pone un yugo dulcísimo.
Su recuerdo me mata. Soñando con ella,
sueño que me divide la garganta, como Judit al
capitán de los asirios, que me atraviesa las sienes
con un clavo, como Jael a Sisara; pero, a su
lado, me parece la esposa del Cantar de los
Cantares, y la llamo con voz interior, y la bendigo,
y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado,
flor del valle, lirio de los campos, paloma mía y
hermana.
Q uiero libertarme de esta mujer y no
puedo. La aborrezco y casi la adoro. Su espíritu
se infunde en mí al punto que la veo, y me posee,
y me domina, y me humilla.
Todas las noches salgo de su casa diciendo:
«esta será la última noche que vuelva aquí»,
y vuelvo a la noche siguiente.
Cuando habla y estoy a su lado, mi alma
queda como colgada de su boca; cuando sonríe
se me antoja que un rayo de luz inmaterial se
me entra en el corazón y le alegra.
A veces, jugando al tresillo, se han tocado
por acaso nuestras rodillas, y he sentido un
indescriptible sacudimiento.
S áqueme usted de aquí. Escriba usted a
mi padre que me dé licencia para irme. Si es
menester, dígaselo todo. ¡Socórrame usted! ¡Sea
usted mi amparo!
30 de mayo
Dios me ha dado fuerzas para resistir y he
resistido.
Hace días que no pongo los pies en casa
de Pepita, que no la veo.
Casi no tengo que pretextar una enfermedad
porque realmente estoy enfermo. Estoy
pálido y ojeroso; y mi padre, lleno de afectuoso
cuidado, me pregunta qué padezco y me muestra
el interés más vivo.
El reino de los cielos cede a la violencia, y
yo quiero conquistarle. Con violencia llamo a
sus puertas para que se me abran.
C on ajenjo me alimenta Dios para probarme,
y en balde le pido que aparte de mí ese
cáliz de amargura; pero he pasado y paso en
vela muchas noches, entregado a la oración, y
ha venido a endulzar lo amargo del cáliz una
inspiración amorosa del espíritu consolador y
soberano.
H e visto con los ojos del alma la nueva
patria, y en lo más íntimo de mi corazón ha
resonado el cántico nuevo de la Jerusalén celeste.
S i al cabo logro vencer, será gloriosa la
victoria; pero se la deberé a la Reina de los
Ángeles, a quien me encomiendo. Ella es mi
refugio y mi defensa; torre y alcázar de David,
de que penden mil escudos y armaduras de
valerosos campeones; cedro del Líbano, que
pone en fuga a las serpientes.
En cambio, a la mujer que me enamora de
un modo mundanal procuro menospreciarla y
abatirla en mi pensamiento, recordando las
palabras del Sabio y aplicándoselas.
E res lazo de cazadores, la digo; tu corazón
es red engañosa, y tus manos redes que
atan, quien ama a Dios huirá de ti, y el pecador
será por ti aprisionado.
Meditando sobre el amor, hallo mil motivos
para amar a Dios y no amarla.
Siento en el fondo de mi corazón una inefable
energía que me convence de que yo lo
despreciaría todo por el amor de Dios: la fama,
la honra, el poder y el imperio. Me hallo capaz
de imitar a Cristo; y si el enemigo tentador me
llevase a la cumbre de la montaña y me ofreciese
todos los reinos de la tierra porque doblase
ante él la rodilla, yo no la doblaría; pero cuando
me ofrece a esta mujer, vacilo aún y no le rechazo.
¿Vale más esta mujer a mis ojos que todos
los reinos de la tierra; más que la fama, la
honra, el poder y el imperio?
¿La virtud del amor, me pregunto a veces,
es la misma siempre, aunque aplicada a diversos
objetos o bien hay dos linajes y condiciones
de amores? Amar a Dios me parece la negación
del egoísmo y del exclusivismo. Amándole,
puedo y quiero amarlo todo por Él, y no me
enojo ni tengo celos de que Él lo ame todo. No
estoy celoso ni envidioso de los santos, de los
mártires, de los bienaventurados, ni de los
mismos serafines. Mientras mayor me represento
el amor de Dios a las criaturas y los favores
y regalos que les hace, menos celoso estoy y
más le amo, y más cercano a mí le juzgo, y más
amoroso y fino me parece que está conmigo. Mi
hermandad, mi más que hermandad con todos
los seres, resalta entonces de un modo dulcísimo.
Me parece que soy uno con todo, y que
todo está enlazado con lazada de amor por
Dios y en Dios.
Muy al contrario, cuando pienso en esta
mujer y en el amor que me inspira. Es un amor
de odio que me aparta de todo menos de mí. La
quiero para mí, toda para mí y yo todo para
ella. Hasta la devoción y el sacrificio por ella
son egoístas. Morir por ella sería por desesperación
de no lograrla de otra suerte, o por esperanza
de no gozar de su amor por completo,
sino muriendo y confundiéndome con ella en
un eterno abrazo.
Con todas estas consideraciones procuro
hacer aborrecible el amor de esta mujer; pongo
en este amor mucho de infernal y de horriblemente
ominoso; pero como si tuviese yo dos
almas, dos entendimientos, dos voluntades y
dos imaginaciones, pronto surge dentro de mí
la idea contraria; pronto me niego lo que acabo
de afirmar, y procuro conciliar locamente los
dos amores. ¿Por qué no huir de ella y seguir
amándola sin dejar de consagrarme fervorosamente
al servicio de Dios? Así como el amor de
Dios no excluye el amor de la patria, el amor de
la humanidad, el amor de la ciencia, el amor de
la hermosura en la naturaleza y en el arte, tampoco
debe excluir este amor, si es espiritual e
inmaculado. Yo haré de ella, me digo, un
símbolo, una alegoría, una imagen de todo lo
bueno y hermoso. Será para mí como Beatriz
para Dante, figura y representación de mi patria,
del saber y de la belleza.
Esto me hace caer en una horrible imaginación,
en un monstruoso pensamiento. Para
hacer de Pepita ese símbolo, esa vaporosa y
etérea imagen, esa cifra y resumen de cuanto
puedo amar por bajo de Dios, en Dios y subordinándolo
a Dios, me la finjo muerta como Beatriz
estaba muerta cuando Dante la cantaba.
Si la dejo entre los vivos, no acierto a convertirla
en idea pura, y para convertirla en idea
pura, la asesino en mi mente.
Luego la lloro, luego me horrorizo de mi
crimen, y me acerco a ella en espíritu, y con el
calor de mi corazón le vuelvo la vida, y la veo,
no vagarosa, diáfana, casi esfumada entre nubes
de color de rosa y flores celestiales, como
vio el feroz Gibelino a su amada en la cima del
Purgatorio, sino consistente, sólida, bien delineada
en el ambiente sereno y claro, como las
obras más perfectas del cincel helénico; como
Galatea, animada ya por el afecto de Pigmalión,
y bajando llena de vida, respirando amor, lozana
de juventud y de hermosura, de su pedestal
de mármol.
E ntonces exclamo desde el fondo de mi
conturbado corazón: «Mi virtud desfallece;
Dios mío, no me abandones. Apresúrate a venir
en mi auxilio. Muéstrame tu cara y seré salvo».
Así recobro las fuerzas para resistir a la
tentación. Así renace en mí la esperanza de que
volveré al antiguo reposo no bien me aparte de
estos sitios.
El demonio anhela con furia tragarse las
aguas puras del Jordán, que son las personas
consagradas a Dios. Contra ellas se conjura el
infierno y desencadena todos sus monstruos.
San Buenaventura lo ha dicho: «No debemos
admirarnos de que estas personas pecaron, sino
de que no pecaron.» Yo, con todo, sabré resistir
y no pecar. Dios me protege.
6 de junio
La nodriza de Pepita, hoy su ama de llaves,
es, como dice mi padre, una buena pieza
de arrugadillo; picotera, alegre y hábil como
pocas. Se casó con el hijo del maestro Cencias y
ha heredado del padre lo que el hijo no heredó:
una portentosa facilidad para las artes y los
oficios. La diferencia está en que el maestro
Cencias componía un husillo de lagar, arreglaba
las ruedas de una carreta o hacía un arado y
esta nuera suya hace dulces, arropes y otras
golosinas. El suegro ejercía las artes de utilidad;
la nuera las del deleite, aunque deleite inocente,
o lícito al menos.
Antoñona, que así se llama, tiene o se toma
la mayor confianza con todo el señorío. En
todas las casas entra y sale como en la suya. A
todos los señoritos y señoritas de la edad de
Pepita, o de cuatro o cinco años más, los tutea,
los llama niños y niñas, y los trata como si los
hubiera criado a sus pechos.
A mí me habla de mira, como a los otros.
Viene a verme, entra en mi cuarto, y ya me ha
dicho varias veces que soy un ingrato, y que
hago mal en no ir a ver a su señora.
Mi padre, sin advertir nada, me acusa de
extravagante; me llama búho, y se empeña
también en que vuelva a la tertulia. Anoche no
pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y
fui muy temprano, cuando mi padre iba a hacer
las cuentas con el aperador.
¡Ojalá no hubiera ido!
Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos,
nos pusimos los dos colorados. Nos dimos
la mano con timidez, sin decimos palabra.
Yo no estreché la suya; ella no estrechó la
mía, pero las conservamos unidas un breve
rato.
En la mirada que Pepita me dirigió nada
había de amor, sino de amistad, de simpatía, de
honda tristeza.
Había adivinado toda mi lucha interior;
presumía que el amor divino había triunfado
en mi alma; que mi resolución de no amarla era
firme e invencible.
No se atrevía a quejarse de mí; no tenía
derecho a quejarse de mí; conocía que la razón
estaba de mi parte. Un suspiro, apenas perceptible,
que se escapó de sus frescos labios entreabiertos,
manifestó cuánto lo deploraba.
N uestras manos seguían unidas aún.
Ambos mudos. ¿Cómo decirle que yo no era
para ella ni ella para mí; qué importaba separamos
para siempre?
Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras,
se lo dije con los ojos. Mi severa mirada
confirmó sus temores; la persuadió de la irrevocable
sentencia.
De pronto se nublaron sus ojos; todo su
rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida,
se contrajo con una bellísima expresión
de melancolía. Parecía la madre de los dolores.
Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y
empezaron a deslizarse por sus mejillas.
No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo describirlo,
aunque lo supiera?
Acerqué mis labios a su cara para enjugar
el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso.
In efable embriaguez, desmayo fecundo
en peligros invadió todo mi ser y el ser de ella.
Su cuerpo desfallecía y la sostuve entre mis
brazos.
Quiso el cielo que oyésemos los pasos y la
tos del padre Vicario que llegaba, y nos separamos
al punto.
Volviendo en mí, y reconcentrando todas
las fuerzas de mi voluntad, pude entonces llenar
con estas palabras, que pronuncié en voz
baja e intensa, aquella terrible escena silenciosa:
-¡El primero y el último!
Yo aludía al beso profano; mas, como si
hubieran sido mis palabras una evocación, se
ofreció en mi mente la visión apocalíptica en
toda su terrible majestad. Vi al que es por cierto
el primero y el último, y con la espada de dos
filos que salía de su boca me hería en el alma,
llena de maldades, de vicios y de pecados.
Toda aquella noche la pasé en un frenesí,
en un delirio interior, que no sé cómo disimulaba.
Me retiré de casa de Pepita muy temprano.
En la soledad fue mayor mi amargura.
Al recordarme de aquel beso y de aquellas
palabras de despedida, me comparaba yo
con el traidor judas que vendía besando, y con
el sanguinario y alevoso asesino Joab cuando,
al besar a Amasá, le hundió el hierro agudo en
las entrañas.
H abía incurrido en dos traiciones y en
dos falsías.
Había faltado a Dios y a ella.
Soy un ser abominable.
11 de junio
Aún es tiempo de remediarlo todo. Pepita
sanará de su amor y olvidará la flaqueza que
ambos tuvimos.
Desde aquella noche no he vuelto a su casa.
Antoñona no aparece por la mía.
A fuerza de súplicas he logrado de mi
padre la promesa formal de que partiremos de
aquí el 25, pasado el día de San Juan, que aquí
se celebra con fiestas lucidas, y en cuya víspera
hay una famosa velada.
Lejos de Pepita me voy serenando y creyendo
que tal vez ha sido una prueba este comienzo
de amores.
En todas estas noches he rezado, he velado,
me he mortificado mucho.
La persistencia de mis plegarias, la honda
contrición de mi pecho han hallado gracia delante
del Señor, quien ha mostrado su gran misericordia.
El Señor, como dice el Profeta, ha enviado
fuego a lo más robusto de mi espíritu, ha alumbrado
mi inteligencia, ha encendido lo más alto
de mi voluntad y me ha enseñado.
La actividad del amor divino, que está en
la voluntad suprema, ha podido en ocasiones,
sin yo merecerlo, llevarme hasta la oración de
quietud afectiva. He desnudado las potencias
inferiores de mi alma de toda imagen, hasta de
la imagen de esa mujer; y he creído, si el orgullo
no me alucina, que he conocido y gozado, en
paz con la inteligencia y con el afecto, del bien
supremo que está en el centro y abismo del
alma.
Ante este bien todo es miseria; ante esta
hermosura es fealdad todo; ante esta felicidad
todo es infortunio; ante esta altura todo es bajeza.
¿Quién no olvidará y despreciará por el
amor de Dios todos los demás amores?
Sí, la imagen profana de esa mujer saldrá
definitivamente y para siempre de mi alma. Yo
haré un azote durísimo de mis oraciones y penitencias,
y con él la arrojaré de allí, como Cristo
arrojó del templo a los condenados mercaderes.
18 de junio
Ésta será la última carta que yo escriba a
usted.
E l veinticinco saldré de aquí sin falta.
Pronto tendré el gusto de dar a usted un abrazo.
Cerca de usted estaré mejor. Usted me infundirá
ánimo y me prestará la energía de que
carezco.
Una tempestad de encontradas afecciones
combate ahora mi corazón.
El desorden de mis ideas se conocerá en
el desorden de lo que estoy escribiendo.
Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He
estado frío, severo, como debía estar; pero
¡cuánto me ha costado!
A yer me dijo mi padre que Pepita está
indispuesta y que no recibe.
En seguida me asaltó el pensamiento de
que su amor mal pagado podría ser la causa de
la enfermedad.
¿Por qué la he mirado con las mismas miradas
de fuego con que ella me miraba? ¿Por
qué la he engañado vilmente? ¿Por qué la he
hecho creer que la quería? ¿Por qué mi boca
infame buscó la suya y se abrasó y la abrasó
con las llamas del infierno?
Pero no; mi pecado no ha de traer como
indefectible consecuencia otro pecado.
Lo que ya fue no puede dejar de haber sido,
pero puede y debe remediarse.
El veinticinco, repito, partiré sin falta.
La desenvuelta Antoñona acaba de entrar
a verme.
Escondí esta carta como si fuera una maldad
escribir a usted.
Yo me levanté de la silla para hablar con
ella de pie y que la visita fuera corta.
En tan corta visita me ha dicho mil locuras
que me afligen profundamente.
Por último, ha exclamado al despedirse,
en su jerga medio gitana:
¡Anda, fullero de amor, indinote, maldecido
seas; malos chuqueles te tagelen el drupo,
que has puesto enferma a la niña y con tus retrecherías
la estás matando!
D i cho esto, la endiablada mujer me
aplicó, de una manera indecorosa y plebeya,
por bajo de las espaldas, seis o siete feroces
pellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas el
pellejo. Después se largó echando chispas.
No me quejo; merezco esta broma brutal,
dado que sea broma. Merezco que me atenacen
los demonios con tenazas hechas ascuas.
¡Dios mío haz que Pepita me olvide; haz,
si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa!
¿Puedo pedirte más, Dios mío?
Mi padre no sabe nada, no sospecha nada.
Más vale así.
A diós. Hasta dentro de pocos días, que
nos veremos y abrazaremos.
¡Q ué mudado va usted a encontrarme!
¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán
perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada
mi alma!
...........
II
Paralipómenos
No hay más cartas de don Luis de Vargas
que las que hemos transcrito. Nos quedaríamos,
pues, sin averiguar el término que tuvieron
estos amores, y esta sencilla y apasionada
historia no acabaría, si un sujeto, perfectamente
enterado de todo, no hubiese compuesto la relación
que sigue.
***
Nadie extrañó en el lugar la indisposición
de Pepita, ni menos pensó en buscarle una causa
que sólo nosotros, ella, don Luis, el señor
Deán y la discreta Antoñona sabemos hasta lo
presente.
Más bien hubieran podido extrañarse la
vida alegre, las tertulias diarias y hasta los paseos
campestres de Pepita durante algún tiempo.
El que volviese Pepita a su retiro habitual
era naturalísimo.
Su amor por don Luis, tan silencioso y tan
reconcentrado, se ocultó a las miradas investigadoras
de doña Casilda, de Currito y de todos
los personajes del lugar que en las cartas de
don Luis se nombran. Menos podía saberlo el
vulgo. A nadie le cabía en la cabeza, a nadie le
pasaba por la imaginación, que el teólogo, el
santo, como llamaban a don Luis, rivalizase
con su padre, y hubiera conseguido lo que no
había conseguido el terrible y poderoso don
Pedro de Vargas: enamorar a la linda, elegante,
esquiva y zahareña viudita.
A pesar de la familiaridad que las señoras
de lugar tienen con sus criadas, Pepita nada
había dejado traslucir a ninguna de las suyas.
Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y
más aún para las cosas de su niña, había penetrado
el misterio.
Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento,
y Pepita no acertó a negar la verdad a
aquella mujer que la había criado, que la idolatraba
y que, si bien se complacía en descubrir y
referir cuanto pasa en el pueblo, siendo modelo
de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas
para lo que importaba a su dueño.
De esta suerte se hizo Antoñona la confidenta
de Pepita, la cual hallaba gran consuelo
en desahogar su corazón con quien, si era vulgar
o grosera en la expresión o en el lenguaje,
no lo era en los sentimientos y en las ideas que
expresaba y formulaba.
Por lo dicho, se explican las visitas de Antoñona
a don Luis, sus palabras y hasta los feroces,
poco respetuosos y mal colocados pellizcos,
con que maceró sus carnes y atormentó su
dignidad la última vez que estuvo a verle.
Pepita no sólo no había excitado a Antoñona
a que fuese a don Luis con embajadas,
pero ni sabía siquiera que hubiese ido.
A ntoñona había tomado la iniciativa, y
había hecho papel en este asunto, porque así lo
quiso.
Como ya se dijo, se había enterado de todo
con perspicacia maravillosa.
Cuando la misma Pepita apenas se había
dado cuenta de que amaba a don Luis, ya Antoñona
lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzar
sobre él aquellas ardientes, furtivas e involuntarias
miradas que tanto destrozo hicieron, miradas
que nadie sorprendió de los que estaban
presentes, Antoñona, que no lo estaba, habló a
Pepita de las miradas. Y no bien las miradas
recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona.
Poco tuvo, pues, la señora que confiar a
una criada tan penetrante y tan zahorí de cuanto
pasaba en lo más escondido de su pecho.
***
A los cinco días de la fecha de la última
carta que hemos leído empieza nuestra narración.
Eran las once de la mañana. Pepita estaba
en una sala alta al lado de su alcoba y de su
tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba
jamás sin que llamase ella.
Los muebles de aquella sala eran de poco
valor, pero cómodos y aseados. Las cortinas y
el forro de los sillones, sofás y butacas, eran de
tela de algodón pintada de flores; sobre una
mesita de caoba había recado de escribir y papeles;
y en un armario, de caoba también, bastantes
libros de devoción y de historia. Las paredes
se veían adornadas con cuadros, que eran
estampas de asuntos religiosos; pero con el
buen gusto, inaudito, raro, casi inverosímil en
un lugar de Andalucía, de que dichas estampas
no fuesen malas litografías francesas, sino grabados
de nuestra Calcografía, como el Pasmo
de Sicilia, de Rafael; el San Ildefonso y la Virgen,
la Concepción, el San Bernardo y los dos
medios puntos, de Murillo.
Sobre una antigua mesa de roble, sostenida
por columnas salomónicas, se veía un contadorcillo
o papelera con embutidos de concha,
nácar, marfil y bronce, y con muchos cajoncitos
donde guardaba Pepita cuentas y otros documentos.
Sobre la misma mesa había dos vasos
de porcelana con muchas flores. Colgadas en la
pared había, por último, algunas macetas de
loza de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedra
y otras plantas, y tres jaulas doradas con canarios
y jilgueros.
Aquella sala era el retiro de Pepita, donde
no entraban de día sino el médico y el padre
Vicario, y donde a prima noche entraba sólo el
aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y
se llamaba el despacho.
P epita estaba sentada, casi recostada en
un sofá, delante del cual había un velador pequeño
con varios libros.
Se acababa de levantar, y vestía una ligera
bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado
aún, parecía más hermoso en su mismo desorden.
Su cara, algo pálida y con ojeras si bien
llena de juventud, lozanía y frescura, parecía
más bella con el mal que le robaba colores.
Pepita mostraba impaciencia; aguardaba
a alguien.
Al fin llegó, y entró sin anunciarse la persona
que aguardaba, que era el padre Vicario.
Después de los saludos de costumbre, y
arrellanado el padre Vicario en una butaca al
lado de Pepita, se entabló la conversación.
***
-M e alegro, hija mía, de que me hayas
llamado; pero sin que te hubieras molestado en
llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida
estás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante
que decirme?
A esta serie de preguntas cariñosas empezó
a contestar Pepita con un hondo suspiro.
Después dijo:
-¿No adivina usted mi enfermedad? ¿No
descubre usted la causa de mi padecimiento?
El Vicario se encogió de hombros y miró a
Pepita con cierto susto, porque nada sabía, y le
llamaba la atención la vehemencia con que ella
se expresaba.
Pepita prosiguió:
-Padre mío, yo no debí llamar a usted, sino
ir a la iglesia y hablar con usted en el confesonario,
y allí confesar mis pecados. Por desgracia,
no estoy arrepentida; mi corazón se ha
endurecido en la maldad, y no he tenido valor
ni me he hallado dispuesta para hablar con el
confesor, sino con el amigo.
-¿Qué dices de pecados ni de dureza de
corazón? ¿Estás loca? ¿Qué pecados han de ser
los tuyos, si eres tan buena?
-No, padre, yo soy mala. He estado engañando
a usted, engañándome a mí misma, queriendo
engañar a Dios.
-Vamos, cálmate, serénate; habla con orden
y con juicio para no decir disparates.
- ¿Y cómo no decirlos cuando el espíritu
del mal me posee?
-¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines.
Mira, hija mía: tres son los demonios
más temibles que se apoderan de las almas, y
ninguno de ellos, estoy seguro, se puede haber
atrevido a llegar hasta la tuya. El uno es Leviatán,
o el espíritu de la soberbia; el otro
Mamón, o el espíritu de la avaricia; el otro Asmodeo,
o el espíritu de los amores impuros.
-Pues de los tres soy víctima; los tres me
dominan.
-¡Qué horror!... Repito que te calmes. De
lo que tú eres víctima es de un delirio.
-¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es, por
mi culpa, lo contrario. Soy avarienta, porque
poseo cuantiosos bienes y no hago las obras de
caridad que debiera hacer; soy soberbia, porque
he despreciado a muchos hombres, no por virtud,
no por honestidad, sino porque no los
hallaba acreedores a mi cariño. Dios me ha castigado;
Dios ha permitido que ese tercer enemigo,
de que usted habla, se apodere de mí.
-¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura
se te ocurre? ¿Estás enamorada quizás? Y si lo
estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre?
Cásate, pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy
de que mi amigo don Pedro de Vargas ha
hecho el milagro. ¡El demonio es el tal don Pedro!
Te declaro que me asombra. No juzgaba yo
el asunto tan mollar y tan maduro como estaba.
- Pero si no es don Pedro de Vargas de
quien estoy enamorada.
-¿Pues de quién entonces?
Pepita se levantó de su asiento; fue hacia
la puerta; la abrió; miró para ver si alguien escuchaba
desde fuera; la volvió a cerrar; se
acercó luego al padre Vicario, y toda acongojada,
con voz trémula, con lágrimas en los ojos,
dijo casi al oído del buen anciano:
-E stoy perdidamente enamorada de su
hijo.
-¿De qué hijo? -interrumpió el padre Vicario,
que aún no quería creerlo.
- ¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida,
frenéticamente enamorada de don Luis.
La consternación, la sorpresa más dolorosa
se pintó en el rostro del cándido y afectuoso
sacerdote.
Hubo un momento de pausa. Después dijo
el Vicario:
- Pero ese es un amor sin esperanza; un
amor imposible. Don Luis no te querrá.
P or entre las lágrimas que nublaban los
hermosos ojos de Pepita brilló un alegre rayo
de luz; su linda y fresca boca, contraída por la
tristeza, se abrió con suavidad, dejando ver las
perlas de sus dientes y formando una sonrisa.
- Me quiere -dijo Pepita con un ligero y
mal disimulado acento de satisfacción y de
triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de
sus escrúpulos.
Aquí subieron de punto la consternación
y el asombro del padre Vicario. Si el santo de su
mayor devoción hubiera sido arrojado del altar
y hubiera caído a sus pies, y se hubiera hecho
cien mil pedazos, no se hubiera el Vicario consternado
tanto. Todavía miró a Pepita con incredulidad,
como dudando de que aquello fuese
cierto, y no una alucinación de la vanidad mujeril.
Tan de firme creía en la santidad de don
Luis y en su misticismo.
-¡Me quiere! -dijo otra vez Pepita, contestando
a aquella incrédula mirada.
-¡Las mujeres son peores que pateta! -dijo
el Vicario-. Echáis la zancadilla al mismísimo
mengue.
-¿No se lo decía yo a usted? ¡Yo soy muy
mala!
-¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. La
misericordia de Dios es infinita. Cuéntame lo
que ha pasado.
-¡Qué ha de haber pasado! Que le quiero,
que le amo, que le adoro; que él me quiere
también, aunque lucha por sofocar su amor y
tal vez lo consiga; y que usted, sin saberlo, tiene
mucha culpa de todo.
- ¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso de
que tengo yo mucha culpa?
-Con la extremada bondad que le es propia,
no ha hecho usted más que alabarme a don
Luis, y tengo por cierto que a don Luis le habrá
usted hecho de mí mayores elogios aún, si bien
harto menos merecidos. ¿Qué había de suceder?
¿Soy yo de bronce? ¿Tengo más de veinte
años?
-Tienes razón que te sobra. Soy un mentecato.
He contribuido poderosamente a esta obra
de Lucifer.
E l padre Vicario era tan bueno y tan
humilde, que al decir las anteriores frases estaba
confuso y contrito, como si él fuese el reo y
Pepita el juez.
Conoció Pepita el egoísmo rudo con que
había hecho cómplice y punto menos que autor
principal de su falta al padre Vicario, y le habló
de esta suerte:
-No se aflija usted, padre mío; no se aflija
usted, por amor de Dios. ¡Mire usted si soy
perversa! ¡Cometo pecados gravísimos y quiero
hacer responsable de ellos al mejor y más virtuoso
de los hombres! No han sido las alabanzas
que usted me ha hecho de don Luis, sino
mis ojos y mi poco recato los que me han perdido.
Aunque usted no me hubiera hablado
jamás de las prendas de don Luis, de su saber,
de su talento y de su entusiasta corazón, yo lo
hubiera descubierto todo oyéndole hablar, pues
al cabo no soy tan tonta ni tan rústica. Me he
fijado además en la gallardía de su persona, en
la natural distinción y no aprendida elegancia
de sus modales, en sus ojos llenos de fuego y de
inteligencia, en todo él, en suma, que me parece
amable y deseable. Los elogios de usted han
venido sólo a lisonjear mi gusto, pero no a despertarle.
Me han encantado porque coincidían
con mi parecer y eran como el eco adulador,
harto amortiguado y debilísimo, de lo que yo
pensaba. El más elocuente encomio que me ha
hecho usted de don Luis no ha llegado, ni con
mucho, al encomio que sin palabras me hacía
yo de él a cada minuto, a cada segundo, dentro
del alma.
-¡No te exaltes, hija mía! -interrumpió el
padre Vicario.
Pepita continuó con mayor exaltación:
-Pero ¡qué diferencia entre los encomios
de usted y mis pensamientos! Usted veía y trazaba
en don Luis el modelo ejemplar del sacerdote,
del misionero, del varón apostólico; ya
predicando el Evangelio en apartadas regiones
y convirtiendo infieles, ya trabajando en España
para realzar la cristiandad, tan perdida hoy
por la impiedad de los unos y la carencia de
virtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo,
en cambio, me le representaba galán, enamorado,
olvidando a Dios por mí, consagrándome
su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi
sostén, mi dulce compañero. Yo anhelaba cometer
un robo sacrílego. Soñaba con robársele a
Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo
del cielo, que roba la joya más rica de la venerada
custodia. Para cometer este robo he desechado
los lutos de la viudez y de la orfandad y
me he vestido galas profanas; he abandonado
mi retiro y he buscado y llamado a mí a las gentes;
he procurado estar hermosa; he cuidado
con infernal esmero de todo este cuerpo miserable,
que ha de hundirse en la sepultura y ha
de convertirse en polvo vil, y he mirado, por
último, a don Luis con miradas provocantes, y,
al estrechar su mano, he querido transmitir de
mis venas a las suyas este fuego inextinguible
en que me abraso.
-¡Ay, niña! ¡Qué pena me da lo que te oigo!
¡Quién lo hubiera podido imaginar siquiera!
- Pues hay más todavía -añadió Pepita-.
Logré que don Luis me amase. Me lo declaraba
con los ojos. Sí; su amor era tan profundo, tan
ardiente como el mío. Su virtud, su aspiración a
los bienes eternos, su esfuerzo varonil trataban
de vencer esta pasión insana. Yo he procurado
impedirlo. Una vez, después de muchos días
que faltaba de esta casa, vino a verme y me
halló sola. Al darme la mano lloré; sin hablar
me inspiró el infierno una maldita elocuencia
muda, y le di a entender mi dolor porque me
desdeñaba, porque no me quería, porque prefería
a mi amor otro amor sin mancilla. Entonces
no supo él resistir a la tentación y acerco su
boca a mi rostro para secar mis lágrimas. Nuestras
bocas se unieron. Si Dios no hubiera dispuesto
que llegase usted en aquel instante, ¿qué
hubiera sido de mí?
-¡Qué vergüenza, hija mía! ¡Qué vergüenza!
-dijo el padre Vicario.
Pepita se cubrió el rostro con entrambas
manos y empezó a sollozar como una Magdalena.
Las manos eran, en efecto, tan bellas, más
bellas que lo que don Luis había dicho en sus
cartas. Su blancura, su transparencia nítida, lo
afilado de los dedos, lo sonrosado, pulido y
brillante de las uñas de nácar, todo era para
volver loco a cualquier hombre.
El virtuoso Vicario comprendió, a pesar
de sus ochenta años, la caída o tropiezo de don
Luis.
-¡Muchacha -exclamó-, no seas extremosa!
¡No me partas el corazón! Tranquilízate. Don
Luis se ha arrepentido, sin duda, de su pecado.
Arrepiéntete tú también, y se acabó. Dios os
perdonará y os hará unos santos. Cuando don
Luis se va pasado mañana, clara señal es de que
la virtud ha triunfado en él, huye de ti, como
debe, para hacer penitencia de su pecado, cumplir
su promesa y acudir a su vocación.
-Bueno está eso -replicó Pepita-; cumplir
su promesa... acudir a su vocación... ¡y matarme
a mí antes! ¿Por qué me ha querido, por qué
me ha engreído, por qué me ha engañado? Su
beso fue marca, fue hierro candente con que me
señaló y selló como a su esclava. Ahora, que
estoy marcada y esclavizada, me abandona, y
me vende, y me asesina. ¡Feliz principio quiere
dar a sus misiones, predicaciones y triunfos
evangélicos! ¡No será! ¡Vive Dios que no será!
Este arranque de ira y de amoroso despecho
aturdió al padre Vicario.
Pepita se había puesto de pie. Su ademán,
su gesto tenían una animación trágica. Fulguraban
sus ojos como dos puñales; relucían como
dos soles. El Vicario callaba y la miraba casi
con terror. Ella recorrió la sala a grandes pasos.
No parecía ya tímida gacela, sino iracunda leona.
-P ues qué -dijo, encarándose de nuevo
con el padre Vicario-, ¿no hay más que burlarse
de mí, destrozarme el corazón, humillármele,
pisoteármele después de habérmelo robado por
engaño? ¡Se acordará de mí! ¡Me la pagará! Si
es tan santo, si es tan virtuoso, ¿por qué me
miro prometiéndomelo todo con su mirada? Si
ama tanto a Dios, ¿por qué hace mal a una pobre
criatura de Dios? ¿Es esto caridad? ¿Es religión
esto? No; es egoísmo sin entrañas.
La cólera de Pepita no podía durar mucho.
Dichas las últimas palabras, se trocó en
desfallecimiento. Pepita se dejó caer en una
butaca, llorando más que antes, con una verdadera
congoja.
El Vicario sintió la más tierna compasión;
pero recobró su brío al ver que el enemigo se
rendía.
- P epita, niña -dijo-, vuelve en ti; no te
atormentes de ese modo. Considera que él
habrá luchado mucho para vencerse; que no te
ha engañado; que te quiere con toda el alma,
pero que Dios y su obligación están antes. Esta
vida es muy breve y pronto se pasa. En el cielo
os reuniréis y os amaréis como se aman los
ángeles. Dios aceptará vuestro sacrificio y os
premiará y recompensará con usura. Hasta tu
amor propio debe estar satisfecho. ¡Qué no
valdrás tú cuando has hecho vacilar y aun pecar
a un hombre como don Luis! ¡Cuán honda
herida no habrás logrado hacer en su corazón!
Bástete con esto. ¡Sé generosa, sé valiente!
Compite con él en firmeza. Déjale partir; lanza
de tu pecho el fuego del amor impuro; ámale
como a tu prójimo, por el amor de Dios. Guarda
su imagen en tu mente, pero como la criatura
predilecta, reservando al Creador la más
noble parte del alma. No sé lo que te digo, hija
mía, porque estoy muy turbado; pero tú tienes
mucho talento y mucha discreción, y me comprendes
por medias palabras. Hay además motivos
mundanos poderosos que se opondrían a
estos absurdos amores, aunque la vocación y
promesa de don Luis no se opusieran. Su padre
te pretende; aspira a tu mano por más que tú
no le ames. ¿Estará bien visto que salgamos
ahora con que el hijo es rival del padre? ¿No se
enojará el padre contra el hijo por amor tuyo?
Mira cuán horrible es todo esto, y domínate por
Jesús Crucificado y por su bendita madre María
Santísima.
-¡Qué fácil es dar consejos!-contestó Pepita
sosegándose un poco-. ¡Qué difícil me es
seguirlos, cuando hay como una fiera y desencadenada
tempestad en mi cabeza! ¡Si me da
miedo de volverme loca!
-Los consejos que te doy son por tu bien.
Deja que don Luis se vaya. La ausencia es gran
remedio para el mal de amores. Él sanará de su
pasión entregándose a sus estudios y consagrándose
al altar. Tú, así que esté lejos don
Luis, irás poco a poco serenándote, y conservarás
de él un grato y melancólico recuerdo,
que no te hará daño. Será como una hermosa
poesía que dorará con su luz tu existencia. Si
todos tus deseos pudieran cumplirse... ¿quién
sabe?... Los amores terrenales son poco consistentes.
El deleite que la fantasía entrevé, con
gozarlos y apurarlos hasta las heces, nada vale
comparado con los amargos dejos. ¡Cuánto mejor
es que vuestro amor, apenas contaminado y
apenas impurificado, se pierda y se evapore
ahora, subiendo al cielo como nube de incienso,
que no el que muera, una vez satisfecho, a manos
del hastío! Ten valor para apartar la copa
de tus labios, cuando apenas has gustado el
licor que contiene. Haz con ese licor una libación
y una ofrenda al Redentor divino. En cambio,
te dará Él de aquella bebida que ofreció a la
Samaritana; bebida que no cansa, que satisface
la sed y que produce vida eterna.
- ¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Qué bueno es
usted! Sus santas palabras me prestan valor. Yo
me dominaré, yo me venceré. Sería bochornoso,
¿no es verdad que sería bochornoso que don
Luis supiera dominarse y vencerse, y yo fuera
liviana y no me venciera? Que se vaya. Se va
pasado mañana. Vaya bendito de Dios. Mire
usted su tarjeta. Ayer estuvo a despedirse con
su padre y no le he recibido. Ya no le veré más.
No quiero conservar ni el recuerdo poético de
que usted habla. Estos amores han sido una
pesadilla. Yo la arrojaré lejos de mí.
-¡Bien, muy bien! Así te quiero yo, enérgica,
valiente.
-¡ Ay, padre mío! Dios ha derribado mi
soberbia con este golpe; mi engreimiento era
insolentísimo, y han sido indispensables los
desdenes de ese hombre para que sea yo todo
lo humilde que debo. ¿Puedo estar más postrada
ni más resignada? Tiene razón don Luis; yo
no le merezco. ¿Cómo, por más esfuerzos que
hiciera, habría yo de elevarme hasta él, y comprenderle,
y poner en perfecta comunicación mi
espíritu con el suyo? Yo soy zafia aldeana, inculta,
necia; él no hay ciencia que no comprenda,
ni arcano que ignore, ni esfera encumbrada
del mundo intelectual a donde no suba. Allá se
remonta en alas de su genio, y a mí, pobre y
vulgar mujer, me deja por acá, en este bajo suelo,
incapaz de seguirle ni siquiera con una levísima
esperanza y con mis desconsolados suspiros.
-Pero, Pepita, por los clavos de Cristo, no
digas eso ni lo pienses. ¡Si don Luis no te desdeña
por zafia, ni porque es muy sabio y tú no
le entiendes ni por esas majaderías que ahí
estás ensartando! Él se va porque tiene que
cumplir con Dios; y tú debes alegrarte de que
se vaya, porque sanarás del amor, y Dios te
dará el premio de tan grande sacrificio.
Pepita, que ya no lloraba y que se había
enjugado las lágrimas con el pañuelo, contestó
tranquila:
-Está bien, padre; yo me alegraré; casi me
alegro ya de que se vaya. Deseando estoy que
pase el día de mañana, y que, pasado, venga
Antoñona a decirme cuando yo despierte: «Ya
se fue don Luis.» Usted verá cómo renacen entonces
la calma y la serenidad antigua en mi
corazón.
-Así sea -dijo el padre Vicario, y convencido
de que había hecho un prodigio y de que
había curado casi el mal de Pepita, se despidió
de ella y se fue a su casa, sin poder resistir ciertos
estímulos de vanidad al considerar la influencia
que ejercía sobre el noble espíritu de
aquella preciosa muchacha.
***
Pepita, que se había levantado para despedir
al padre Vicario, no bien volvió a cerrar la
puerta y quedó sola, de pie, en medio de la estancia,
permaneció un rato inmóvil, con la mirada
fija, aunque sin fijarla en ningún objeto, y
con los ojos sin lágrimas. Hubiera recordado a
un poeta o a un artista la figura de Ariadna,
como la describe Catulo, cuando Teseo la
abandonó en la isla de Naxos. De repente, como
si lograse desatar un nudo que le apretaba
la garganta, como si quebrase un cordel que la
ahogaba, rompió Pepita en lastimeros gemidos,
vertió un raudal de llanto, y dio con su cuerpo,
tan lindo y delicado, sobre las losas frías del
pavimento. Allí, cubierta la cara con las manos,
desatada ya la trenza de sus cabellos y en desorden
la vestidura, continuó en sus sollozos y
en sus gemidos.
A sí hubiera seguido largo tiempo, si no
llega Antoñona. Antoñona la oyó gemir, antes
de entrar y verla, y se precipitó en la sala.
Cuando la vio tendida en el suelo, hizo Antoñona
mil extremos de furor.
-¡ Vea usted -dijo-, ese zángano, pelgar,
vejete, tonto, que mana se da para consolar a
sus amigas! Habrá largado alguna barbaridad,
algún buen par de coces a esta criaturita de mi
alma, y me la ha dejado aquí medio muerta, y
él se ha vuelto a la iglesia a preparar lo conveniente
para cantarla el gorigori, y rociarla con el
hisopo y enterrármela sin más ni más.
A ntoñona tendría cuarenta años, y era
dura en el trabajo, briosa y más forzuda que
muchos cavadores. Con frecuencia levantaba
poco menos que a pulso una corambre con tres
arrobas y media de aceite o de vino y la plantaba
sobre el lomo de un mulo, o bien cargaba
con un costal de trigo y lo subía al alto desván,
donde estaba el granero. Aunque Pepita no
fuese una paja, Antoñona la alzó del suelo en
sus brazos, como si lo fuera, y la puso con mucho
tiento sobre el sofá, como quien coloca la
alhaja más frágil y primorosa para que no se
quiebre.
-¿Qué soponcio es éste? -preguntó Antoñona-.
Apuesto cualquier cosa a que este zanguango
de Vicario te ha echado un sermón de
acíbar y te ha destrozado el alma a pesadumbres.
P epita seguía llorando y sollozando sin
contestar.
-¡Ea! Déjate de llanto y dime lo que tienes.
¿Qué te ha dicho el Vicario?
- Nada ha dicho que pueda ofenderme -
contestó al fin Pepita.
V iendo luego que Antoñona aguardaba
con interés a que ella hablase, y deseando desahogarse
con quien simpatizaba mejor con ella
y más humanamente la comprendía, Pepita
habló de esta manera:
-El padre Vicario me amonesta con dulzura
para que me arrepienta de mis pecados;
para que deje partir en paz a don Luis; para que
me alegre de su partida; para que le olvide. Yo
he dicho que sí a todo. He prometido alegrarme
de que don Luis se vaya. He querido olvidarle
y hasta aborrecerle. Pero mira, Antoñona, no
puedo; es un empeño superior a mis fuerzas.
Cuando el Vicario estaba aquí, juzgué que tenía
yo bríos para todo, y no bien se fue, como si
Dios me dejara de su mano, perdí los bríos y
me caí en el suelo desolada. Yo había soñado
una vida venturosa al lado de este hombre que
me enamora; yo me veía ya elevada hasta él por
obra milagrosa del amor; mi pobre inteligencia
en comunión perfectísima con su inteligencia
sublime; mi voluntad siendo una con la suya;
con el mismo pensamiento ambos; latiendo
nuestros corazones acordes. ¡Dios me lo quita y
se lo lleva, y yo me quedo sola, sin esperanza ni
consuelo! ¿No es verdad que es espantoso? Las
razones del padre Vicario son justas, discretas...
Al pronto me convencieron. Pero se fue; y todo
el valor de aquellas razones me parece nulo;
vano juego de palabras; mentiras, enredos y
argucias. Yo amo a don Luis, y esta razón es
más poderosa que todas las razones. Y si él me
ama, ¿por qué no lo deja todo y me busca, y se
viene a mí y quebranta promesas y anula compromisos?
No sabía yo lo que era amor. Ahora
lo sé: no hay nada más fuerte en la tierra y en el
cielo. ¿Qué no haría yo por don Luis? Y él por
mí nada hace. Acaso no me ama. No, don Luis
no me ama. Yo me engañé; la vanidad me cegó.
Si don Luis me amase, me sacrificaría sus
propósitos, sus votos, su fama, sus aspiraciones
a ser un santo y a ser una lumbrera de la Iglesia;
todo me lo sacrificaría. Dios me lo perdone...
es horrible lo que voy a decir, pero lo siento
aquí en el centro del pecho; me arde aquí, en
la frente calenturienta: yo por él daría hasta la
salvación de mi alma.
-¡Jesús, María y José! -interrumpió Antoñona.
- ¡Es cierto, Virgen Santa de los Dolores,
perdonadme, perdonadme... estoy loca... no sé
lo que digo y blasfemo!
- S í, hija mía, ¡estás algo empecatada!
Válgame Dios y cómo te ha trastornado el juicio
ese teólogo pisaverde! Pues si yo fuera que tú,
no lo tomaría contra el cielo, que no tiene la
culpa; sino contra el mequetrefe del colegial, y
me las pagaría o me borraría el nombre que
tengo. Ganas me dan de ir a buscarle y traértele
aquí de una oreja, y obligarle a que te pida
perdón y a que te bese los pies de rodillas.
-No, Antoñona. Veo que mi locura es contagiosa,
y que tú deliras también. En resolución,
no hay más recurso que hacer lo que me aconseja
el padre Vicario. Lo haré aunque me cueste
la vida. Si muero por él, él me amará, él guardará
mi imagen en su memoria, mi amor en su
corazón, y Dios, que es tan bueno, hará que yo
vuelva a verle en el cielo con los ojos del alma,
y que allí nuestros espíritus se amen y se confundan.
A ntoñona, aunque era recia de veras y
nada sentimental, sintió, al oír esto, que se le
saltaban las lágrimas.
- C aramba, niña -dijo Antoñona-, vas a
conseguir que suelte yo el trapo a llorar y que
berree como una vaca. Cálmate y no pienses en
morirte ni de chanza. Veo que tienes muy excitados
los nervios. ¿Quieres que traiga una taza
de tila?
-No, gracias. Déjame... ya ves como estoy
sosegada.
-Te cerraré las ventanas, a ver si duermes.
Si no duermes hace días, ¿cómo has de estar?
¡Mal haya el tal don Luis y su manía de meterse
cura! ¡Buenos supiripandos te cuesta!
P epita había cerrado los ojos; estaba en
calma y en silencio, harta ya de coloquio con
Antoñona.
É sta, creyéndola dormida, o deseando
que durmiera, se inclinó hacia Pepita, puso con
lentitud y suavidad un beso sobre su blanca
frente, le arregló y plegó el vestido sobre el
cuerpo, entornó las ventanas para dejar el cuarto
a media luz y se salió de puntillas, cerrando
la puerta sin hacer el menor ruido.
***
Mientras que ocurrían estas cosas en casa
de Pepita, no estaba más alegre y sosegado en
la suya el señor don Luis de Vargas.
Su padre que no dejaba casi ningún día
de salir al campo a caballo, había querido llevarle
en su compañía; pero don Luis se había
excusado con que le dolía la cabeza, y don Pedro
se fue sin él. Don Luis había pasado solo
toda la mañana, entregado a sus melancólicos
pensamientos, y más firme que roca en su resolución
de borrar de su alma la imagen de Pepita
y de consagrarse a Dios por completo.
No se crea, con todo, que no amaba a la
joven viuda. Ya hemos visto por las cartas la
vehemencia de su pasión; pero él seguía enfrenándola
con los mismos afectos piadosos y
consideraciones elevadas de que en las cartas
da larga muestra, y que podemos omitir aquí
para no pecar de prolijos.
Tal vez, si profundizamos con severidad
en este negocio, notaremos que contra el amor
de Pepita no luchaban sólo en el alma de don
Luis el voto hecho ya en su interior, aunque no
confirmado; el amor de Dios; el respeto a su
padre, de quien no quería ser rival, y la vocación,
en suma, que sentía por el sacerdocio.
Había otros motivos de menos depurados quilates
y de más baja ley.
D on Luis era pertinaz, era terco; tenía
aquella condición que bien dirigida constituye
lo que se llama firmeza de carácter, y nada había
que le rebajase más a sus propios ojos que el
variar de opinión y de conducta. El propósito
de toda su vida, lo que había sostenido y declarado
ante cuantas personas le trataban, su figura
moral, en una palabra, que era ya la de un
aspirante a santo, la de un hombre consagrado
a Dios, la de un sujeto imbuido en las más sublimes
filosofías religiosas, todo esto no podía
caer por tierra sin gran mengua de don Luis,
como caería, si se dejase llevar del amor de Pepita
Jiménez. Aunque el precio era sin comparación
mucho más subido, a don Luis se le figuraba
que si cedía iba a remedar a Esaú, y a vender
su primogenitura, y a deslustrar su gloria.
P or lo general los hombres solemos ser
juguete de las circunstancias; nos dejamos llevar
de la corriente, y no nos dirigimos sin vacilar
a un punto. No elegimos papel, sino tomamos
y hacemos el que nos toca; el que la ciega
fortuna nos depara. La profesión, el partido
político, la vida entera de muchos hombres
pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo
caprichoso y no esperado de la suerte.
Contra esto se rebelaba el orgullo de don
Luis con titánica pujanza. ¿Qué se diría de él, y,
sobre todo, qué pensaría él de sí mismo, si el
ideal de su vida, el hombre nuevo que había
creado en su alma, si todos sus planes de virtud,
de honra y hasta de santa ambición se desvaneciesen
en un instante, se derritiesen al calor
de una mirada, por la llama fugitiva de
unos lindos ojos, como la escarcha se derrite
con el rayo débil aún del sol matutino?
Estas y otras razones de un orden egoísta
militaban también contra la viuda, a par de las
razones legítimas y de substancia; pero todas
las razones se revestían del mismo hábito religioso,
de manera que el propio don Luis no
acertaba a reconocerlas y distinguirlas, creyendo
amor de Dios, no sólo lo que era amor de
Dios, sino asimismo el amor propio. Recordaba,
por ejemplo, las vidas de muchos santos, que
habían resistido tentaciones mayores que las
suyas, y no quería ser menos que ellos. Y recordaba,
sobre todo, aquella entereza de san Juan
Crisóstomo, que supo desestimar los halagos
de una madre amorosa y buena y su llanto y
sus quejas dulcísimas y todas las elocuentes y
sentidas palabras que le dijo para que no la
abandonase y se hiciese sacerdote, llevándole
para ello a su propia alcoba, y haciéndole sentar
junto a la cama en que le había parido. Y
después de fijar en esto la consideración, don
Luis no se sufría a sí propio en no menospreciar
las súplicas de una mujer extraña a quien hacía
tan poco tiempo que conocía, y el vacilar aún
entre su deber y el atractivo de una joven, tal
vez más que enamorada, coqueta.
Pensaba luego don Luis en la alteza soberana
de la dignidad del sacerdocio a que estaba
llamado, y la veía por cima de todas las instituciones
y de las míseras coronas de la tierra;
porque no ha sido hombre mortal, ni capricho
del voluble y servil populacho, ni irrupción o
avenida de gente bárbara, ni violencia de amotinadas
huestes movidas de la codicia, ni ángel,
ni arcángel, ni potestad criada, sino el mismo
Paráclito quien la ha fundado. ¿Cómo por el
liviano incentivo de una mozuela, por una lagrimilla
quizás mentida, despreciar esa dignidad
augusta, esa potestad que Dios no concedió
ni a los arcángeles que están más cerca de
su trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre la
obscura plebe, y ser uno del rebaño, cuando ya
soñaba ser pastor, atando y desatando en la
tierra para que Dios ate y desate en el cielo, y
perdonando los pecados, regenerando a las
gentes por el agua y por el espíritu, adoctrinándolas
en nombre de una autoridad infalible,
dictando sentencias que el Señor de las
alturas ratifica luego y confirma, siendo iniciador
y agente de tremendos misterios, inasequibles
a la razón humana, y haciendo descender
del cielo no como Elías la llama que consume la
víctima, sino al Espíritu Santo, al Verbo hecho
carne y el torrente de la gracia, que purifica los
corazones y los deja limpios como el oro?
Cuando don Luis reflexionaba sobre todo
esto, se elevaba su espíritu, se encumbraba por
cima de las nubes en la región empírea y la pobre
Pepita Jiménez quedaba allá muy lejos, y
apenas si él la veía.
Pero pronto se abatía el vuelo de su imaginación,
y el alma de don Luis tocaba a la tierra
y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tan
joven, tan candorosa y tan enamorada, y Pepita
combatía dentro de su corazón contra sus más
fuertes y arraigados propósitos, y don Luis
temía que diese al traste con ellos.
Así se atormentaba don Luis con encontrados
pensamientos, que se daban guerra,
cuando entró Currito en su cuarto sin decir
«oxte ni moxte».
Currito, que no estimaba gran cosa a su
primo mientras no fue más que teólogo, le veneraba,
le admiraba y formaba de él un concepto
sobrehumano desde que le había visto montar
tan bien en Lucero.
S aber teología y no saber montar desacreditaba
a don Luis a los ojos de Currito; pero
cuando Currito advirtió que sobre la ciencia y
sobre todo aquello que él no entendía, si bien
presumía difícil y enmarañado, era don Luis
capaz de sostenerse tan bizarramente en las
espaldas de una fiera, ya su veneración y su
cariño a don Luis no tuvieron límites. Currito
era un holgazán, un perdido, un verdadero
mueble, pero tenía un corazón afectuoso y leal.
A don Luis, que era el ídolo de Currito, le sucedía
como a todas las naturalezas superiores
con los seres inferiores que se les aficionan.
Don Luis se dejaba querer, esto es, era dominado
despóticamente por Currito en los negocios
de poca importancia. Y como para hombres
como don Luis casi no hay negocios que la tengan
en la vida vulgar y diaria, resultaba que
Currito llevaba y traía a don Luis como un zarandillo.
-Vengo a buscarte -le dijo-, para que me
acompañes al casino, que está animadísimo hoy
y lleno de gente. ¿Qué haces aquí solo, tonteando
y hecho un papamoscas?
Don Luis, casi sin replicar, y como si fuera
mandato, tomó su sombrero y su bastón, y
diciendo «Vámonos donde quieras» siguió a
Currito que se adelantaba, tan satisfecho de
aquel dominio que ejercía.
El casino, en efecto, estaba de bote en bote,
gracias a la solemnidad del día siguiente,
que era el día de San Juan. A más de los señores
del lugar, había muchos forasteros, que habían
venido de los lugares inmediatos para concurrir
a la feria y velada de aquella noche.
El centro de la concurrencia era el patio,
enlosado de mármol, con fuente y surtidor en
medio y muchas macetas de don-pedros, galade-
Francia, rosas, claveles y albahaca. Un toldo
de lona doble cubría el patio, preservándole del
sol. Un corredor o galería, sostenida por columnas
de mármol, le circundaba, y así en la
galería, como en varias salas a que la galería
daba paso, había mesas de tresillo, otras con
periódicos, otras para tomar café o refrescos, y,
por último, sillas, banquillos y algunas butacas.
Las paredes estaban blancas como la nieve del
frecuente enjalbiego, y no faltaban cuadros que
las adornasen. Eran litografías francesas iluminadas,
con circunstanciada explicación bilingüe
escrita por bajo. Unas representaban la vida de
Napoleón I, desde Toulon a Santa Elena; otras,
las aventuras de Matilde y Malek-Adel; otras,
los lances de amor y de guerra del Templario,
Rebeca, Lady Rowerna e Ivanhoe; y otras, los
galanteos, travesuras, caídas y arrepentimientos
de Luis XIV y la señorita de la Vallière.
C urrito llevó a don Luis, y don Luis se
dejó llevar, a la sala donde estaba la flor y nata
de los elegantes, dandies y cocodés del lugar y
de toda la comarca. Entre ellos descollaba el
conde de Genazahar, de la vecina ciudad de...
Era un personaje ilustre y respetado. Había
pasado en Madrid y en Sevilla largas temporadas,
y se vestía con los mejores sastres, así de
majo como de señorito. Había sido diputado
dos veces, y había hecho una interpelación al
Gobierno sobre un atropello de un alcaldecorregidor.
Tendría el conde de Genazahar treinta y
tantos años; era buen mozo y lo sabía, y se jactaba
además de tremendo en paz y en lides, en
desafíos y en amores. El conde, no obstante, y a
pesar de haber sido uno de los más obstinados
pretendientes de Pepita, había recibido las confitadas
calabazas que ella solía propinar a quienes
la requebraban y aspiraban a su mano.
La herida que aquel duro y amargo confite
había abierto en su endiosado corazón, no
estaba cicatrizada todavía. El amor se había
vuelto odio, y el Conde se desahogaba a menudo,
poniendo a Pepita como chupa de dómine.
En este ameno ejercicio se hallaba el conde
cuando quiso la mala ventura que don Luis
y Currito llegasen y se metiesen en el corro, que
se abrió para recibirlos, de los que oían el extraño
sermón de honras. Don Luis, como si el
mismo diablo lo hubiera dispuesto, se encontró
cara a cara con el Conde, que decía de este modo:
-No es mala pécora la tal Pepita Jiménez.
Con más fantasía y más humos que la infanta
Micomicona quiere hacernos olvidar que nació
y vivió en la miseria hasta que se casó con
aquel pelele, con aquel vejestorio, con aquel
maldito usurero, y le cogió los ochavos. La única
cosa buena que ha hecho en su vida la tal
viuda es concertarse con Satanás para enviar
pronto al infierno a su galopín de mando, y
librar la tierra de tanta infección y de tanta peste.
Ahora le ha dado a Pepita por la virtud y
por la castidad. ¡Bueno estará todo ello! Sabe
Dios si estará enredada de ocultis con algún
gañán, y burlándose del mundo como si fuese
la reina Artemisa.
A las personas recogidas, que no asisten a
reuniones de hombres solos, escandalizará sin
duda este lenguaje, les parecerá desbocado y
brutal hasta la inverosimilitud; pero los que
conocen el mundo confesarán que este lenguaje
es muy usado en él, y que las damas más bonitas,
las más agradables mujeres, las más honradas
matronas suelen ser blanco de tiros no menos
infames y soeces, si tienen un enemigo, y
aun sin tenerle, porque a menudo se murmura,
o mejor dicho, se injuria y se deshonra a voces
para mostrar chiste y desenfado.
D on Luis, que desde niño había estado
acostumbrado a que nadie se descompusiese en
su presencia ni le dijese cosas que pudieran
enojarle, porque durante su niñez le rodeaban
criados, familiares y gente de la clientela de su
padre, que atendían sólo a su gusto, y después
en el Seminario, así por sobrino de Deán, como
por lo mucho que él merecía, jamás había sido
contrariado, sino considerado y adulado, sintió
un aturdimiento singular, se quedó como herido
por un rayo cuando vio al insolente Conde
arrastrar por el suelo, mancillar y cubrir de inmundo
lodo la honra de la mujer que amaba.
¿Cómo defenderla, no obstante? No se le
ocultaba que, si bien no era marido, ni hermano,
ni pariente de Pepita, podía sacar la cara
por ella como caballero; pero veía el escándalo
que esto causaría cuando no había allí ningún
profano que defendiese a Pepita, antes bien
todos reían al Conde la gracia. Él, casi ministro
ya de un Dios de paz, no podía dar un mentís y
exponerse a una riña con aquel desvergonzado.
D on Luis estuvo por enmudecer e irse;
pero no lo consintió su corazón, y pugnando
por revestirse de una autoridad que ni sus años
juveniles, ni su rostro, donde había más bozo
que barbas, ni su presencia en aquel lugar consentían,
se puso a hablar con verdadera elocuencia
contra los maldicientes y a echar en
rostro al Conde, con libertad cristiana y con
acento severo, la fealdad de su ruin acción.
Fue predicar en desierto, o peor que predicar
en desierto. El Conde contestó con pullas
y burletas a la homilía; la gente, entre la que
había no pocos forasteros, se puso de lado del
burlón, a pesar de ser don Luis el hijo del cacique;
el propio Currito, que no valía para nada y
era un blandengue, aunque no se rió, no defendió
a su amigo, y éste tuvo que retirarse, vejado
y humillado bajo el peso de la chacota.
***
-¡Esta flor le falta al ramo! -murmuró entre
dientes el pobre don Luis cuando llegó a su
casa, y volvió a meterse en su cuarto, mohíno y
maltratado por la rechifla, que él se exageraba y
se figuraba insufrible. Se echó de golpe en un
sillón, abatido y descorazonado, y mil ideas
contrarias asaltaron su mente.
La sangre de su padre, que hervía en sus
venas, le despertaba la cólera y le excitaba a
ahorcar los hábitos, como al principio le aconsejaban
en el lugar, y dar luego su merecido al
señor Conde; pero todo el porvenir que se había
creado se deshacía al punto, y veía al Deán,
que renegaba de él; y hasta el Papa, que había
enviado ya la dispensa pontificia para que se
ordenase antes de la edad, y el prelado diocesano,
que había apoyado la solicitud de la dispensa
en su probada virtud, ciencia sólida y
firmeza de vocación, se le aparecían para reconvenirle.
Pensaba luego en la teoría chistosa de su
padre sobre el complemento de la persuasión
de que se valían el apóstol Santiago, los obispos
de la Edad Media, don Íñigo de Loyola y otros
personajes, y no le parecía tan descabellada la
teoría, arrepintiéndose casi de no haberla practicado.
R ecordaba entonces la costumbre de un
doctor ortodoxo, insigne filósofo persa contemporáneo,
mencionada en un libro reciente escrito
sobre aquel país; costumbre que consistía en
castigar con duras palabras a los discípulos y
oyentes cuando se reían de las lecciones o no
las entendían, y, si esto no bastaba, descender
de la cátedra sable en mano y dar a todos una
paliza. Este método era eficaz, principalmente
en la controversia, si bien dicho filósofo había
encontrado una vez a otro contrincante del
mismo orden, que le había hecho un chirlo descomunal
en la cara.
Don Luis, en medio de su mortificación y
mal humor, se reía de lo cómico del recuerdo;
hallaba que no faltarían en España filósofos que
adoptarían de buena gana el método persiano;
y si él no le adoptaba también, no era a la verdad
por miedo del chirlo, sino por consideraciones
de mayor valor y nobleza.
Acudían, por último, mejores pensamientos
a su alma y le consolaban un poco.
-Yo he hecho muy mal -se decía-, en predicar
allí; debí haberme callado. Nuestro Señor
Jesucristo lo ha dicho: «No deis a los perros las
cosas santas, ni arrojéis vuestras margaritas a
los cerdos, porque los cerdos se revolverán contra
vosotros y os hollarán con sus asquerosas
pezuñas». Pero no, ¿por qué me he de quejar?
¿Por qué he de volver injuria por injuria ¿Por
qué me he de dejar vencer de la ira? Muchos
santos Padres lo han dicho: «La ira es peor aún
que la lascivia en los sacerdotes.» La ira de los
sacerdotes ha hecho verter muchas lágrimas y
ha causado males horribles. Esta ira, consejera
tremenda, tal vez los ha persuadido de que era
menester que los pueblos sudaran sangre bajo
la presión divina, y ha traído a sus encarnizados
ojos la visión de Isaías, y han visto y han
hecho ver a sus secuaces fanáticos al manso
Cordero convertido en vengador inexorable,
descendiendo de la cumbre de Edón, soberbio
con la muchedumbre de su fuerza, pisoteando
a las naciones como el pisador pisa las uvas en
el lagar, y con la vestimenta levantada y cubierto
de sangre hasta los muslos. ¡Ah no, Dios
mío! Voy a ser tu ministro, Tú eres un Dios de
paz, y mi primera virtud debe ser la mansedumbre.
Lo que enseñó tu Hijo en el sermón de
la Montaña tiene que ser mi norma. No ojo por
ojo, ni diente por diente, sino amar a nuestros
enemigos. Tú amaneces sobre justos y pecadores,
y derramas sobre todos la lluvia fecunda de
tus inexhaustas bondades. Tú eres nuestro Padre,
que estás en el cielo y debemos ser perfectos
como Tú, perdonando a quienes nos ofenden,
y pidiéndote que los perdones porque no
saben lo que se hacen. Yo debo recordar las
bienaventuranzas. Bienaventurados cuando os
ultrajaren y persiguieren y dijeren todo mal de
vosotros. El sacerdote, el que va a ser sacerdote,
ha de ser humilde, pacífico, manso de corazón.
No como la encina, que se levanta orgullosa
hasta que el rayo la hiere sino como las hierbecillas
fragantes de las selvas y las modestas
flores de los prados, que dan más suave y grato
aroma cuando el villano las pisa.
En éstas y otras meditaciones por el estilo
transcurrieron las horas hasta que dieron las
tres, y don Pedro, que acababa de volver del
campo, entró en el cuarto de su hijo para llamarle
a comer. La alegre cordialidad del padre,
sus chistes, sus muestras de afecto, no pudieron
sacar a don Luis de la melancolía ni abrirle el
apetito. Apenas comió; apenas habló en la mesa.
S i bien disgustadísimo con la silenciosa
tristeza de su hijo, cuya salud, aunque robusta,
pudiera resentirse, como don Pedro era hombre
que se levantaba al amanecer y bregaba mucho
durante el día, luego que acabó de fumar un
buen cigarro habano de sobremesa, acompañándole
con su taza de café y su copita de
aguardiente de anís doble, se sintió fatigado, y,
según costumbre, se fue a dormir sus dos o tres
horas de siesta.
Don Luis tuvo buen cuidado de no poner
en noticia de su padre la ofensa que le había
hecho el conde de Genazahar. Su padre, que no
iba a cantar misa y que tenía una índole poco
sufrida, se hubiera lanzado al instante a tomar
la venganza que él no tomó.
Solo ya don Luis, dejó el comedor para no
ver a nadie. Y volvió al retiro de su estancia
para abismarse más profundamente en sus ideas.
***
Abismado en ellas estaba hacía largo rato,
sentado junto al bufete, los codos sobre él, y en
la derecha mano apoyada la mejilla, cuando
sintió cerca ruido. Alzó los ojos y vio a su lado
a la entrometida Antoñona, que había penetrado
como una sombra, aunque tan maciza, y que
le miraba con atención y con cierta mezcla de
piedad y de rabia.
Antoñona se había deslizado hasta allí sin
que nadie lo advirtiese, aprovechando la hora
en que comían los criados y don Pedro dormía,
y había abierto la puerta del cuarto y la había
vuelto a cerrar tras sí con tal suavidad que don
Luis, aunque no hubiera estado tan absorto, no
hubiera podido sentirla.
Antoñona venía resuelta a tener una conferencia
muy seria con don Luis; pero no sabía
a punto fijo lo que iba a decirle. Sin embargo,
había pedido, no se sabe si al cielo o al infierno,
que desatase su lengua y que le diese habla, y
habla no chabacana y grotesca, como la que
usaba por lo común, sino culta, elegante e idónea
para las nobles reflexiones y bellas cosas
que ella imaginaba que le convenía expresar.
Cuando don Luis vio a Antoñona arrugó
el entrecejo, mostró bien en el gesto lo que le
contrariaba aquella visita, y dijo con tono brusco:
-¿A qué vienes aquí? Vete.
- V engo a pedirte cuenta de mi niña -
contestó Antoñona sin turbarse-, y no me he de
ir hasta que me la des.
Enseguida acercó una silla a la mesa, y se
sentó en frente de don Luis con aplomo y descaro.
Viendo don Luis que no había remedio,
mitigó el enojo, se armó de paciencia y, ya con
acento menos cruel, exclamó:
-Di lo que tengas que decir.
- Tengo que decir -prosiguió Antoñona-,
que lo que estás maquinando contra mi niña es
una maldad. Te estás portando como un tuno.
La has hechizado; le has dado un bebedizo maligno.
Aquel angelito se va a morir. No come, ni
duerme, ni sosiega por culpa tuya. Hoy ha tenido
dos o tres soponcios sólo de pensar en que
te vas. Buena hacienda dejas hecha antes de ser
clérigo. Dime, condenado, ¿por qué viniste por
aquí y no te quedaste por allá con tu tío? Ella,
tan libre, tan señora de su voluntad, avasallando
la de todos y no dejándose cautivar de ninguno,
ha venido a caer en tus traidoras redes.
Esta santidad mentida fue, sin duda, el señuelo
de que te valiste. Con tus teologías y tiquismiquis
celestiales, has sido como el pícaro y desalmado
cazador, que atrae con el silbato a los
zorzales bobalicones para que se ahorquen en
la percha.
-Antoñona -contestó don Luis-, déjame en
paz. Por Dios, no me atormentes. Yo soy un
malvado, lo confieso. No debí mirar a tu ama.
No debí darle a entender que la amaba; pero yo
la amaba y la amo aún con todo mi corazón, y
no le he dado bebedizo ni filtro, sino el mismo
amor que la tengo. Es menester, sin embargo,
desechar, olvidar este amor. Dios me lo manda.
¿Te imaginas que no es, que no está siendo, que
no será inmenso el sacrificio que hago? Pepita
debe revestirse de fortaleza y hacer el mismo
sacrificio.
-Ni siquiera das ese consuelo a la infeliz -
replicó Antoñona-. Tú sacrificas voluntariamente
en el altar a esa mujer que te ama, que es
ya tuya, a tu víctima; pero ella, ¿dónde te tiene
a ti para sacrificarte? ¿Qué joya tira por la ventana,
qué lindo primor echa en la hoguera, sino
un amor mal pagado? ¿Cómo ha de dar a Dios
lo que no tiene? ¿Va a engañar a Dios y a decirle:
«Dios mío, puesto que él no me quiere, ahí te
lo sacrifico; no le querré yo tampoco?» Dios no
se ríe; si Dios se riera, se reiría de tal presente.
Don Luis, aturdido, no sabía qué objetar a
estos raciocinios de Antoñona, más atroces que
sus pellizcos pasados. Además, le repugnaba
entrar en metafísicas de amor con aquella sirvienta.
-Dejemos a un lado -dijo-, esos vanos discursos.
Yo no puedo remediar el mal de tu
dueña. ¿Qué he de hacer?
-¿Qué has de hacer? -interrumpió Antoñona,
ya más blanda y afectuosa y con voz insinuante-.
Yo te diré lo que has de hacer. Si no
remediares el mal de mi niña, le aliviarás al
menos. ¿No eres tan santo? Pues los santos son
compasivos y además valerosos. No huyas como
un cobardón grosero, sin despedirte. Ven a
ver a mi niña, que está enferma. Haz esta obra
de misericordia.
-¿Y qué conseguiré con esa visita? Agravar
el mal en vez de sanarle.
-No será así; no estás en el busilis. Tú irás
allí, y con esa cháchara que gastas y esa labia
que Dios te ha dado, le infundirás en los cascos
la resignación, y la dejarás consolada; y si le
dices que la quieres y que por Dios sólo la dejas,
al menos su vanidad de mujer no quedará
ajada.
-Lo que me propones es tentar a Dios, es
peligroso para mí y para ella.
-¿Y por qué ha de ser tentar a Dios? Pues
si Dios ve la rectitud y la pureza de tus intenciones,
¿no te dará su favor y su gracia para que
no te pierdas en esta ocasión en que te pongo
con sobrado motivo? ¿No debes volar a librar a
mi niña de la desesperación y traerla al buen
camino? Si se muriera de pena por verse así
desdeñada, o si rabiosa agarrase un cordel y se
colgase de una viga, créeme, tus remordimientos
serían peores que las llamas de pez y azufre
de las calderas de Lucifer.
-¡Qué horror! No quiero que se desespere.
Me revestiré de todo mi valor; iré a verla.
-¡Bendito seas! ¡Si me lo decía el corazón!
¡Si eres bueno!
-¿Cuándo quieres que vaya?
-Esta noche a las diez en punto. Yo estaré
en la puerta de la calle aguardándote y te llevaré
donde está.
-¿Sabe ella que has venido a verme?
-No lo sabe. Ha sido todo ocurrencia mía;
pero yo la prepararé con buen arte, a fin de que
tu visita, la sorpresa, el inesperado gozo, no la
hagan caer en un desmayo. ¿Me prometes que
irás?
-Iré.
-Adiós. No faltes. A las diez de la noche
en punto. Estaré a la puerta.
Y Antoñona echó a correr, bajó la escalera
de dos en dos escalones y se plantó en la calle.
***
No se puede negar que Antoñona estuvo
discretísima en esta ocasión, y hasta su lenguaje
fue tan digno y urbano, que no faltaría quien le
calificase de apócrifo, si no se supiese con la
mayor evidencia todo esto que aquí se refiere, y
si no constasen, además, los prodigios de que
es capaz el ingénito despejo de una mujer,
cuando le sirve de estímulo un interés o una
pasión grande.
Grande era, sin duda, el afecto de Antoñona
por su niña, y viéndola tan enamorada y
tan desesperada, no pudo menos de buscar
remedio a sus males. La cita a que acababa de
comprometer a don Luis fue un triunfo inesperado.
Así es que Antoñona, a fin de sacar provecho
del triunfo, tuvo que disponerlo todo de
improviso, con profunda ciencia mundana.
Señaló Antoñona para la cita la hora de
las diez de la noche, porque ésta era la hora de
la antigua y ya suprimida o suspendida tertulia
en que don Luis y Pepita solían verse. La señaló,
además, para evitar murmuraciones y
escándalo, porque ella había oído decir a un
predicador que, según el Evangelio, no hay
nada tan malo como el escándalo, y que a los
escandalosos es menester arrojarlos al mar con
una piedra de molino atada al pescuezo.
Volvió, pues, Antoñona a casa de su dueño,
muy satisfecha de sí misma y muy resuelta
a disponer las cosas con tino para que el remedio
que había buscado no fuese inútil, o no
agravase el mal de Pepita en vez de sanarle.
A Pepita no pensó ni determinó prevenirla
sino a lo último, diciéndole que don Luis
espontáneamente le había pedido hora para
hacerle una visita de despedida, y que ella había
señalado las diez.
A fin de que no se originasen habladurías,
si en la casa veían entrar a don Luis, pensó en
que no le viesen entrar, y para ello era también
muy propicia la hora y la disposición de la casa.
A las diez estaría llena de gente la calle con la
velada, y por lo mismo repararían menos en
don Luis cuando pasase por ella. Penetrar en el
zaguán sería obra de un segundo; y ella, que
estaría allí aguardando, llevaría a don Luis hasta
el despacho, sin que nadie le viese.
Todas o la mayor parte de las casas de los
ricachos lugareños de Andalucía son como dos
casas en vez de una, y así era la casa de Pepita.
Cada casa tiene su puerta. Por la principal se
pasa al patio enlosado y con columnas, a las
salas y demás habitaciones señoriles; por la
otra, a los corrales, caballeriza y cochera, cocinas,
molino, lagar, graneros, trojes donde se
conserva la aceituna hasta que se muele; bodegas
donde se guarda el aceite, el mosto, el vino
de quema, el aguardiente y el vinagre en grandes
tinajas, y candioteras o bodegas donde está
en pipas y toneles el vino bueno y ya hecho o
rancio. Esta segunda casa o parte de casa, aunque
esté en el centro de una población de veinte
o veinticinco mil almas, se llama casa de Campo
El aperador, los capataces, el mulero, los
trabajadores principales y más constantes en el
servicio del amo, se juntan allí por la noche; en
invierno, en torno de una enorme chimenea de
una gran cocina, y en verano, al aire libre o en
algún cuarto muy ventilado y fresco, y están
holgando y de tertulia hasta que los señores se
recogen.
A ntoñona imaginó que el coloquio y la
explicación que ella deseaba que tuviesen su
niña y don Luis requerían sosiego y que no
viniesen a interrumpirlos, y así determinó que
aquella noche, por ser la velada de San Juan, las
chicas que servían a Pepita vacasen en todos
sus quehaceres y oficios, y se fuesen a solazar a
la casa de campo armando con los rústicos trabajadores
un jaleo probe de fandango, lindas
coplas, repiqueteo de castañuelas, brincos y
mudanzas.
De esta suerte la casa señoril quedaría casi
desierta y silenciosa, sin más habitantes que
ella y Pepita, y muy a proposito para la solemnidad,
transcendencia y no turbado sosiego que
eran necesarios en la entrevista que ella tenía
preparada, y de la que dependía quizás, o de
seguro, el destino de dos personas de tanto
valer.
Mientras Antoñona iba rumiando y concertando
en su mente todas estas cosas, don
Luis, no bien se quedó solo, se arrepintió de
haber procedido tan de ligero y de haber sido
tan débil en conceder la cita que Antoñona le
había pedido.
Don Luis se paró a considerar la condición
de Antoñona, y le pareció más aviesa que
la de Enone y la de Celestina. Vio delante de sí
todo el peligro a que voluntariamente se aventuraba,
y no vio ventaja alguna en hacer recatadamente
y a hurto de todos una visita a la linda
viuda.
Ir a verla para ceder y caer en sus redes,
burlándose de sus votos, dejando mal al Obispo,
que había recomendado su solicitud de dispensa,
y hasta al Sumo Pontífice, que la había
concedido, y desistiendo de ser clérigo, le parecía
un desdoro muy enorme. Era además una
traición contra su padre, que amaba a Pepita y
deseaba casarse con ella. Ir a verla para desengañarla
más aún, se le antojaba mayor refinamiento
de crueldad que partir sin decirle nada.
Impulsado por tales razones, lo primero
que pensó don Luis fue faltar a la cita sin dar
excusa ni aviso, y que Antoñona le aguardase
en balde en el zaguán; pero Antoñona anunciaría
a su señora la visita, y él faltaría, no sólo
a Antoñona, sino a Pepita, dejando de ir, con
una grosería incalificable.
D iscurrió entonces escribir a Pepita una
carta muy afectuosa y discreta, excusándose de
ir, justificando su conducta, consolándola, manifestando
sus tiernos sentimientos por ella, si
bien haciendo ver que la obligación y el Cielo
eran antes que todo, y procurando dar ánimo a
Pepita para que hiciese el mismo sacrificio que
él hacía.
Cuatro o cinco veces se puso a escribir esta
carta. Emborronó mucho papel; le rasgó enseguida,
y la carta no salía jamás a su gusto. Ya
era seca, fría, pedantesca, como un mal sermón
o como la plática de un dómine; ya se deducía
de su contenido un miedo pueril y ridículo,
como si Pepita fuese un monstruo pronto a devorarle;
ya tenía el escrito otros defectos y lunares
no menos lastimosos. En suma, la carta no
se escribió, después de haberse consumido en
las tentativas unos cuantos pliegos.
-N o hay más recurso -dijo para sí don
Luis-, la suerte está echada. Valor, y vamos allá.
Don Luis confortó su espíritu con la esperanza
de que iba a tener mucha serenidad y de
que Dios iba a poner en sus labios un raudal de
elocuencia, por donde persuadiría a Pepita, que
era tan buena, de que ella misma le impulsase a
cumplir con su vocación, sacrificando el amor
mundanal y haciéndose semejante a las santas
mujeres que ha habido, las cuales, no ya han
desistido de unirse con un novio o con un
amante, sino hasta de unirse con el esposo, viviendo
con él como con un hermano, según se
refiere, por ejemplo, en la vida de San Eduardo,
rey de Inglaterra. Y después de pensar en esto,
se sentía don Luis más consolado y animado, y
ya se figuraba que él iba a ser como otro san
Eduardo, y que Pepita era como la reina Edita,
su mujer; y bajo la forma y condición de la tal
reina, virgen a par de esposa, le parecía Pepita,
si cabe, mucho más gentil, elegante y poética.
No estaba, sin embargo, don Luis todo lo
seguro y tranquilo que debiera estar después
de haberse resuelto a imitar a San Eduardo.
Hallaba aún cierto no sé qué de criminal en
aquella visita que iba a hacer sin que su padre
lo supiese, y estaba por ir a despertarle de su
siesta y descubrírselo todo. Dos o tres veces se
levantó de su silla y empezó a andar en busca
de su padre; pero luego se detenía y creía aquella
revelación indigna, la creía una vergonzosa
chiquillada. Él podía revelar sus secretos; pero
revelar los de Pepita para ponerse bien con su
padre, era bastante feo. La fealdad y lo cómico
y miserable de la acción se aumentaban, notando
que el temor de no ser bastante fuerte para
resistir era lo que a hacerla le movía. Don Luis
se calló, pues, y no reveló nada a su padre.
Es más; ni siquiera se sentía con la desenvoltura
y la seguridad convenientes para presentarse
a su padre, habiendo de por medio
aquella cita misteriosa. Estaba asimismo tan
alborotado y fuera de sí por culpa de las encontradas
pasiones que se disputaban el dominio
de su alma, que no cabía en el cuarto, y como si
brincase o volase, le andaba y recorría todo en
tres o cuatro pasos, aunque era grande, por lo
cual temía darse de calabazadas contra las paredes.
Por último, si bien tenía abierto el balcón
por ser verano, le parecía que iba a ahogarse
allí por falta de aire, y que el techo le pesaba
sobre la cabeza, y que para respirar necesitaba
de toda la atmósfera, y para andar de todo el
espacio sin límites, y para alzar la frente y exhalar
sus suspiros y encumbrar sus pensamientos,
de no tener sobre sí sino la inmensa bóveda
del cielo.
Aguijoneado de esta necesidad, tomó su
sombrero y su bastón y se fue a la calle. Ya en la
calle, huyendo de toda persona conocida y buscando
la soledad, se salió al campo y se internó
por lo más frondoso y esquivo de las alamedas,
huertas y sendas que rodean la población y
hacen un paraíso de sus alrededores en un radio
de más de media legua.
***
Poco hemos dicho hasta ahora de la figura
de don Luis. Sépase, pues, que era un buen
mozo en toda la extensión de la palabra: alto,
ligero, bien formado, cabello negro, ojos negros
también y llenos de fuego y de dulzura. La color
trigueña, la dentadura blanca, los labios
finos, aunque relevados, lo cual le daba un aspecto
desdeñoso, y algo de atrevido y varonil
en todo el ademán, a pesar del recogimiento y
de la mansedumbre clericales. Había, por último,
en el porte y continente de don Luis aquel
indescriptible sello de distinción y de hidalguía
que parece, aunque no lo sea siempre, privativa
calidad y exclusivo privilegio de las familias
aristocráticas.
Al ver a don Luis, era menester confesar
que Pepita Jiménez sabía de estética por instinto.
C orría, que no andaba, don Luis por
aquellas sendas, saltando arroyos y fijándose
apenas en los objetos, casi como toro picado del
tábano. Los rústicos con quienes se encontró,
los hortelanos que le vieron pasar, tal vez le
tuvieron por loco.
Cansado ya de caminar sin propósito, se
sentó al pie de una cruz de piedra, junto a las
ruinas de un antiguo convento de San Francisco
de Paula, que dista más de tres kilómetros del
lugar, y allí se hundió en nuevas meditaciones,
pero tan confusas que ni él mismo se daba
cuenta de lo que pensaba.
E l tañido de las campanas que, atravesando
el aire, llegó a aquellas soledades, llamando
a la oración a los fieles, y recordándoles
la salutación del Ángel a la Sacratísima Virgen,
hizo que don Luis volviera de su éxtasis y se
hallase de nuevo en el mundo real.
El sol acababa de ocultarse detrás de los
picos gigantescos de las sierras cercanas,
haciendo que las pirámides, agujas y rotos obeliscos
de la cumbre se destacasen sobre un fondo
de púrpura y topacio, que tal parecía el cielo,
dorado por el sol poniente. Las sombras
empezaban a extenderse sobre la vega, y en los
montes, opuestos a los montes por donde el sol
se ocultaba, relucían las peñas más erguidas,
como si fueran de oro o de crista hecho ascua.
Los vidrios de las ventanas y los blancos
muros del remoto santuario de la Virgen, patrona
del lugar, que está en lo más alto de un
cerro, así como otro pequeño templo o ermita
que hay en otro cerro más cercano, que llaman
el Calvario, resplandecían aún como dos faros
salvadores, heridos por los postreros rayos
oblicuos del sol moribundo.
Una poesía melancólica inspiraba a la Naturaleza,
y con la música callada que sólo el
espíritu acierta a oír, se diría que todo entonaba
un himno al Creador. El lento son de las campanas,
amortiguado y semiperdido por la distancia,
apenas turbaba el reposo de la tierra, y
convidaba a la oración sin distraer los sentidos
con rumores. Don Luis se quitó su sombrero; se
hincó de rodillas al pie de la cruz, cuyo pedestal
le había servido de asiento, y rezó con profunda
devoción el Angelus Domini.
Las sombras nocturnas fueron pronto ganando
terreno; pero la noche, al desplegar su
manto y cobijar con él aquellas regiones, se
complace en adornarle de más luminosas estrellas
y de una luna más clara. La bóveda azul no
trocó en negro su color azulado; conservó su
azul, aunque le hizo más obscuro. El aire era
tan diáfano y tan sutil, que se veían millares y
millares de estrellas fulgurando en el éter sin
término. La luna plateaba las copas de los árboles
y se reflejaba en la corriente de los arroyos,
que parecían de un líquido luminoso y transparente,
donde se formaban iris y cambiantes como
en el ópalo. Entre la espesura de la arboleda
cantaban los ruiseñores. Las hierbas y flores
vertían más generoso perfume. Por las orillas
de las acequias, entre la hierba menuda y las
flores silvestres, relucían como diamantes o
carbunclos los gusanillos de luz en multitud
innumerable. No hay por allí luciérnagas aladas
ni cocuyos, pero estos gusanillos de luz
abundan y dan un resplandor bellísimo. Muchos
árboles frutales, en flor todavía, muchas
acacias y rosales sin cuento embalsamaban el
ambiente, impregnándole de suave fragancia.
D on Luis se sintió dominado, seducido,
vencido por aquella voluptuosa naturaleza, y
dudó de sí. Era menester, no obstante, cumplir
la palabra dada y acudir a la cita.
A unque dando un largo rodeo, aunque
recorriendo otras sendas, aunque vacilando a
veces en irse a la fuente del río, donde al pie de
la sierra brota de una peña viva todo el caudal
cristalino que riega las huertas, y es sitio delicioso,
don Luis, a paso lento y pausado, se dirigió
hacia la población.
Conforme se iba acercando, se aumentaba
el terror que le infundía lo que se determinaba
a hacer. Penetraba por lo más sombrío de las
enramadas, anhelando ver algún prodigio espantable,
algún signo, algún aviso que le retrajese.
Se acordaba a menudo del estudiante Lisardo,
y ansiaba ver su propio entierro. Pero el
cielo sonreía con sus mil luces y excitaba a
amar; las estrellas se miraban con amor unas a
otras; los ruiseñores cantaban enamorados;
hasta los grillos agitaban amorosamente sus
elictras sonoras, como trovadores el plectro
cuando dan una serenata; la tierra toda parecía
entregada al amor en aquella tranquila y hermosa
noche. Nada de aviso, nada de signo,
nada de pompa fúnebre: todo vida, paz y deleite.
¿Dónde estaba el Ángel de la Guarda?
¿Había dejado a don Luis como cosa perdida,
o, calculando que no corría peligro alguno,
no se cuidaba de apartarle de su propósito?
¿Quién sabe? Tal vez de aquel peligro resultaría
un triunfo. San Eduardo y la reina Edita se
ofrecían de nuevo a la imaginación de don Luis
y corroboraban su voluntad.
Embelesado en estos discursos, retardaba
don Luis su vuelta, y aún se hallaba a alguna
distancia del pueblo, cuando sonaron las diez,
hora de la cita, en el reloj de la parroquia. Las
diez campanadas fueron como diez golpes que
le hirieron en el corazón. Allí le dolieron materialmente,
si bien con un dolor y con un sobresalto
mixtos de traidora inquietud y de regalada
dulzura.
Don Luis apresuró el paso a fin de no llegar
muy tarde, y pronto se encontró en la población.
El lugar estaba animadísimo. Las mozas
solteras venían a la fuente del ejido a lavarse la
cara, para que fuese fiel el novio a la que le tenía,
y para que a la que no le tenía le saltase novio.
Mujeres y chiquillos, por acá y por allá,
volvían de coger verbena, ramos de romero u
otras plantas, para hacer sahumerios mágicos.
Las guitarras sonaban por varias partes. Los
coloquios de amor y las parejas dichosas y apasionadas
se oían y se veían a cada momento. La
noche y la mañanita de San juan, aunque fiesta
católica, conservan no sé qué resabios del paganismo
y naturalismo antiguos. Tal vez sea
por la coincidencia aproximada de esta fiesta
con el solsticio de verano. Ello es que todo era
profano, y no religioso. Todo era amor y galanteo.
En nuestros viejos romances y leyendas
siempre roba el moro a la linda infantina cristiana
y siempre el caballero cristiano logra su
anhelo con la princesa mora, en la noche o en la
mañanita de San Juan, y en el pueblo se diría
que conservaban la tradición de los viejos romances.
Las calles estaban llenas de gente. Todo el
pueblo estaba en las calles, y además los forasteros.
Hacían asimismo muy difícil el tránsito la
multitud de mesillas de turrón, arropía y tostones,
los puestos de fruta, las tiendas de muñecos
y juguetes y las buñolerías, donde gitanas
jóvenes y viejas, ya freían la masa, infestando el
aire con el olor del aceite, ya pesaban y servían
los buñuelos, ya respondían con donaire a los
piropos de los galanes que pasaban, ya decían
la buenaventura.
D on Luis procuraba no encontrar a los
amigos y, si los veía de lejos, echaba por otro
lado. Así fue llegando poco a poco, sin que le
hablasen ni detuviesen, hasta cerca del zaguán
de casa de Pepita. El corazón empezó a latirle
con violencia, y se paró un instante para serenarse.
Miró el reloj: eran cerca de las diez y
media.
-¡Válgame Dios! -dijo-, hará cerca de media
hora que me estará aguardando.
Entonces se precipitó y penetró en el zaguán.
El farol que lo alumbraba de diario daba
poquísima luz aquella noche.
No bien entró don Luis en el zaguán, una
mano, mejor diremos una garra, le asió por el
brazo derecho. Era Antoñona, que dijo en voz
baja:
-¡Diantre de colegial, ingrato, desaborido,
mostrenco! Ya imaginaba yo que no venías.
¿Dónde has estado, peal? ¡Cómo te atreves a
tardar, haciéndote de pencas, cuando toda la
sal de la tierra se está derritiendo por ti, y el sol
de la hermosura te aguarda!
Mientras Antoñona expresaba estas quejas
no estaba parada, sino que iba andando y
llevando en pos de sí, asido siempre del brazo,
al colegial atortolado y silencioso. Salvaron la
cancela, y Antoñona la cerró con tiento y sin
ruido; atravesaron el patio, subieron por la escalera,
pasaron luego por unos corredores y por
dos salas, y llegaron a la puerta del despacho,
que estaba cerrada.
En toda la casa remaba maravilloso silencio.
El despacho estaba en lo interior y no llegaban
a él los rumores de la calle. Sólo llegaban,
aunque confusos y vagos, el resonar de las
castañuelas y el son de la guitarra, y un leve
murmullo, causado todo por los criados de Pepita,
que tenían su jaleo probe en la casa de
campo.
A ntoñona abrió la puerta del despacho,
empujó a don Luis para que entrase, y al mismo
tiempo le anunció diciendo:
-Niña, aquí tienes al señor don Luis, que
viene a despedirse de ti.
Hecho el anuncio con la formalidad debida,
la discreta Antoñona se retiró de la sala,
dejando a sus anchas al visitante y a la niña, y
volviendo a cerrar la puerta.
***
Al llegar a este punto, no podemos menos
de hacer notar el carácter de autenticidad que
tiene la presente historia, admirándonos de la
escrupulosa exactitud de la persona que la
compuso. Porque si algo de fingido, como en
una novela, hubiera en estos Paralipómenos, no
cabe duda en que una entrevista tan importante
y transcendente como la de Pepita y don Luis
se hubiera dispuesto por medios menos vulgares
que los aquí empleados. Tal vez nuestros
héroes, yendo a una nueva expedición campestre,
hubieran sido sorprendidos por deshecha y
pavorosa tempestad, teniendo que refugiarse
en las ruinas de algún antiguo castillo o torre
moruna, donde por fuerza había de ser fama
que aparecían espectros o cosas por el estilo.
Tal vez nuestros héroes hubieran caído en poder
de alguna partida de bandoleros, de la cual
hubieran escapado merced a la serenidad y
valentía de don Luis, albergándose luego, durante
la noche, sin que se pudiese evitar, y solitos
los dos, en una caverna o gruta. Y tal vez,
por último, el autor hubiera arreglado el negocio
de manera que Pepita y su vacilante admirador
hubieran tenido que hacer un viaje por
mar, y aunque ahora no hay piratas o corsarios
argelinos no es difícil inventar un buen naufragio,
en el cual don Luis hubiera salvado a Pepita,
arribando a una isla desierta o a otro lugar
poético y apartado. Cualquiera de estos recursos
hubiera preparado con más arte el coloquio
apasionado de los dos jóvenes y hubiera justificado
mejor a don Luis. Creemos, sin embargo,
que en vez de censurar al autor porque no apela
a tales enredos, conviene darle gracias por la
mucha conciencia que tiene, sacrificando a la
fidelidad del relato el portentoso efecto que
haría si se atreviese a exornarle y bordarle con
lances y episodios sacados de su fantasía.
Si no hubo más que la oficiosidad y destreza
de Antoñona y la debilidad con que don
Luis se comprometió a acudir a la cita, ¿para
qué forjar embustes y traer a los dos amantes
como arrastrados por la fatalidad a que se vean
y hablen a solas con gravísimo peligro de la
virtud y entereza de ambos? Nada de eso. Si
don Luis se conduce bien o mal en venir a la
cita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona había
ya dicho que don Luis espontáneamente venía
a verla, hace mal o bien en alegrarse de aquella
visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no
echemos la culpa al acaso, sino a los mismos
personajes que en esta historia figuran y a las
pasiones que sienten.
Mucho queremos nosotros a Pepita; pero
la verdad es antes que todo, y la hemos de decir,
aunque perjudique a nuestra heroína. A las
ocho le dijo Antoñona que don Luis iba a venir,
y Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los
ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados
de llorar, y que estaba bastante despeinada,
no pensó desde entonces sino en componerse
y arreglarse para recibir a don Luis. Se
lavó la cara con agua tibia para que el estrago
del llanto desapareciese hasta el punto preciso
de no afear, mas no para que no quedasen huellas
de que había llorado; se compuso el pelo de
suerte que no denunciaba estudio cuidadoso,
sino que mostraba cierto artístico y gentil descuido,
sin rayar en desorden, lo cual hubiera
sido poco decoroso; se pulió las uñas, y como
no era propio recibir de bata a don Luis, se vistió
un traje sencillo de casa. En suma, miró instintivamente
a que todos los pormenores de
tocador concurriesen a hacerla parecer más
bonita y aseada, sin que se trasluciera el menor
indicio del arte, del trabajo y del tiempo gastados
en aquellos perfiles, sino que todo ello resplandeciera
como obra natural y don gratuito;
como algo que persistía en ella, a pesar del olvido
de sí misma, causado por la vehemencia
de los afectos.
Según hemos llegado a averiguar, Pepita
empleó más de una hora en estas faenas de
tocador, que habían de sentirse sólo por los
efectos. Después se dio el postrer retoque y
vistazo al espejo con satisfacción mal disimulada.
Y, por último, a eso de las nueve y media,
tomando una palmatoria, bajó a la sala donde
estaba el Niño Jesús. Encendió primero las velas
del altarito, que estaban apagadas; vio con
cierta pena que las flores yacían marchitas; pidió
perdón a la devota imagen por haberla tenido
desatendida mucho tiempo, y, postrándose
de hinojos, y a solas, oró con todo su corazón
y con aquella confianza y franqueza que inspira
quien está de huésped en casa desde hace muchos
años. A un Jesús Nazareno, con la cruz a
cuestas y la corona de espinas; a un Ecce-
Homo, ultrajado y azotado, con la caña por
irrisorio cetro y la áspera soga por ligadura de
las manos, o a un Cristo crucificado, sangriento
y moribundo, Pepita no se hubiera atrevido a
pedir lo que pidió a Jesús, pequeñuelo todavía,
risueño, lindo, sano y con buenos colores. Pepita
le pidió que le dejase a don Luis; que no se le
llevase, porque él, tan rico y tan abastado de
todo, podía sin gran sacrificio desprenderse de
aquel servidor y cedérsele a ella.
T erminados estos preparativos, que nos
será lícito clasificar y dividir en cosméticos,
indumentarios y religiosos, Pepita se instaló en
el despacho, aguardando la venida de don Luis
con febril impaciencia.
Atinada anduvo Antoñona en no decirle
que iba a venir, sino hasta poco antes de la
hora. Aun así, gracias a la tardanza del galán, la
pobre Pepita estuvo deshaciéndose, llena de
ansiedad y de angustia, desde que terminó sus
oraciones y súplicas con el Niño Jesús hasta que
vio dentro del despacho al otro niño.
La visita empezó del modo más grave y
ceremonioso. Los saludos de fórmula se pronunciaron
maquinalmente de una y otra parte,
y don Luis, invitado a ello, tomó asiento en una
butaca, sin dejar el sombrero ni el bastón, y a
no corta distancia de Pepita. Pepita estaba sentada
en el sofá. El velador se veía al lado de ella
con libros y con la palmatoria, cuya luz iluminaba
su rostro. Una lámpara ardía además sobre
el bufete. Ambas luces, con todo, siendo
grande el cuarto, como lo era, dejaban la mayor
parte de él en la penumbra. Una gran ventana
que daba a un jardincillo interior estaba abierta
por el calor, y si bien sus hierros eran como la
trama de un tejido de rosas-enredaderas y jazmines,
todavía por entre la verdura y las flores
se abrían camino los claros rayos de la luna,
penetraban en la estancia y querían luchar con
la luz de la lámpara y de la palmatoria. Penetraban
además por la ventana-vergel el lejano y
confuso rumor del jaleo de la casa de campo,
que estaba al otro extremo; el murmullo monótono
de una fuente que había en el jardincillo, y
el aroma de los jazmines y de las rosas que tapizaban
la ventana, mezclado con el de los donpedros,
albahacas y otras plantas que adornaban
los arriates al pie de ella.
H ubo una larga pausa, un silencio tan
difícil de sostener como de romper. Ninguno de
los dos interlocutores se atrevía a hablar. Era,
en verdad, la situación muy embarazosa. Tanto
para ellos el expresarse entonces, como para
nosotros el reproducir ahora lo que expresaron,
es empresa ardua; pero no hay más remedio
que acometerla. Dejemos que ellos mismos se
expliquen, y copiemos al pie de la letra sus palabras.
***
-Al fin se dignó usted venir a despedirse
de mí antes de su partida -dijo Pepita-. Yo había
perdido ya la esperanza.
El papel que hacía don Luis era de mucho
empeño, y, por otra parte, los hombres, no ya
novicios, sino hasta experimentados y curtidos
en estos diálogos, suelen incurrir en tonterías al
empezar. No se condene, pues, a don Luis porque
empezase contestando tonterías.
-Su queja de usted es injusta -dijo-. He estado
aquí a despedirme de usted con mi padre,
y como no tuvimos el gusto de que usted nos
recibiese, dejamos tarjetas. Nos dijeron que
estaba usted algo delicada de salud, y todos los
días hemos enviado recado para saber de usted.
Grande ha sido nuestra satisfacción al saber
que estaba usted aliviada. ¿Y ahora, se encuentra
usted mejor?
-Casi estoy por decir a usted que no me
encuentro mejor -replicó Pepita-; pero como
veo que viene usted de embajador de su padre,
y no quiero afligir a un amigo tan excelente,
justo será que diga a usted, y que usted repita a
su padre, que siento bastante alivio. Singular es
que haya venido usted solo. Mucho tendrá que
hacer don Pedro cuando no le ha acompañado.
-Mi padre no me ha acompañado, señora,
porque no sabe que he venido a ver a usted. Yo
he venido solo, porque mi despedida ha de ser
solemne, grave, para siempre quizás, y la suya
es de índole harto diversa. Mi padre volverá
por aquí dentro de unas semanas; yo es posible
que no vuelva nunca, y, si vuelvo, volveré muy
otro del que soy ahora.
Pepita no pudo contenerse. El porvenir de
felicidad con que había soñado se desvanecía
como una sombra. Su resolución inquebrantable
de vencer a toda costa a aquel hombre, único
que había amado en la vida, único que se
sentía capaz de amar, era una resolución inútil.
Don Luis se iba. La juventud, la gracia, la belleza,
el amor de Pepita no valían para nada. Estaba
condenada, con veinte años de edad y tanta
hermosura, a la viudez perpetua, a la soledad,
a amar a quien no la amaba. Todo otro
amor era imposible para ella. El carácter de
Pepita, en quien los obstáculos recrudecían y
avivaban más los anhelos; en quien una determinación,
una vez tomada, lo arrollaba todo
hasta verse cumplida, se mostró entonces con
notable violencia y rompiendo todo freno. Era
menester morir o vencer en la demanda. Los
respetos sociales, la inveterada costumbre de
disimular y de velar los sentimientos, que se
adquieren en el gran mundo y que pone dique
a los arrebatos de la pasión y envuelve en gasas
y cendales y disuelve en perífrasis y frases ambiguas
la más enérgica explosión de los mal
reprimidos afectos, nada podían con Pepita,
que tenía poco trato de gentes y que no conocía
término medio; que no había sabido sino obedecer
a ciegas a su madre y a su primer mando,
y mandar después despóticamente a todos los
demás seres humanos. Así es que Pepita habló
en aquella ocasión y se mostró tal como era. Su
alma, con cuanto había en ella de apasionado,
tomó forma sensible en sus palabras, y sus palabras
no sirvieron para envolver su pensar y
su sentir, sino para darle cuerpo. No habló como
hubiera hablado una dama de nuestros salones,
con ciertas pleguerías y atenuaciones en
la expresión, sino con la desnudez idílica con
que Cloe hablaba a Dafnis, y con la humildad y
el abandono completo con que se ofreció a Booz
la nuera de Noemi.
Pepita dijo:
- ¿Persiste usted, pues, en su propósito?
¿Está usted seguro de su vocación? ¿No teme
usted ser un mal clérigo? Señor don Luis, voy a
hacer un esfuerzo; voy a olvidar por un instante
que soy una ruda muchacha; voy a prescindir
de todo sentimiento, y voy a discurrir con
frialdad, como si se tratase del asunto que me
fuese más extraño. Aquí hay hechos que se
pueden comentar de dos modos. Con ambos
comentarios queda usted mal. Expondré mi
pensamiento. Si la mujer que con sus coqueterías,
no por cierto muy desenvueltas, casi sin
hablar a usted palabra, a los pocos días de verle
y tratarle, ha conseguido provocar a usted, moverle
a que la mire con miradas que auguraban
amor profano, y hasta ha logrado que le dé usted
una muestra de cariño, que es una falta, un
pecado en cualquiera y más en un sacerdote; si
esta mujer es, como lo es en realidad, una lugareña
ordinaria, sin instrucción, sin talento y sin
elegancia, ¿qué no se debe temer de usted
cuando trate y vea y visite en las grandes ciudades
a otras mujeres mil veces más peligrosas?
Usted se volverá loco cuando vea y trate a las
grandes damas que habitan palacios, que huellan
mullidas alfombras, que deslumbran con
diamantes y perlas, que visten sedas y encajes y
no percal y muselina, que desnudan la cándida
y bien formada garganta, y no la cubren con un
plebeyo y modesto pañolito; que son más diestras
en mirar y herir; que por el mismo boato,
séquito y pompa de que se rodean son más
deseables por ser en apariencia inasequibles;
que disertan de política, de filosofía, de religión
y de literatura; que cantan como canarios, y que
están como envueltas en nubes de aroma, adoraciones
y rendimientos, sobre un pedestal de
triunfos y victorias, endiosadas por el prestigio
de un nombre ilustre, encumbradas en áureos
salones o retiradas en voluptuosos gabinetes,
donde entran sólo los felices de la tierra, tituladas
acaso, y llamándose únicamente para los
íntimos Pepita, Antoñita o Angelita, y para los
demás la Excelentísima Señora Duquesa o la
Excelentísima Señora Marquesa. Si usted ha
cedido a una zafia aldeana, hallándose en
vísperas de la ordenación, con todo el entusiasmo
que debe suponerse, y si ha cedido impulsado
por capricho fugaz, ¿no tengo razón en
prever que va usted a ser un clérigo detestable,
impuro, mundanal y funesto, y que cederá a
cada paso? En esta suposición, créame usted,
señor don Luis y no se me ofenda, ni siquiera
vale usted para marido de una mujer honrada.
Si usted ha estrechado las manos con el ahínco
y la ternura del más frenético amante; si usted
ha mirado con miradas que prometían un cielo,
una eternidad de amor, y si usted ha... besado a
una mujer que nada le inspiraba sino algo que
para mí no tiene nombre, vaya usted con Dios,
y no se case usted con esa mujer. Si ella es buena,
no le querrá a usted para marido, ni siquiera
para amante; pero, por amor de Dios, no sea
usted clérigo tampoco. La Iglesia ha menester
de otros hombres más serios y más capaces de
virtud para ministros del Altísimo. Por el contrario,
si usted ha sentido una gran pasión por
esta mujer de que hablamos, aunque ella sea
poco digna, ¿por qué abandonarla y engañarla
con tanta crueldad? Por indigna que sea, si es
que ha inspirado esa gran pasión, ¿no cree usted
que la compartirá y que será víctima de
ella? Pues qué, cuando el amor es grande, elevado
y violento, ¿deja nunca de imponerse?
¿No tiraniza y subyuga al objeto amado de un
modo irresistible? Por los grados y quilates de
su amor debe usted medir el de su amada. Y
¿cómo no temer por ella si usted la abandona?
¿Tiene ella la energía varonil, la constancia que
infunde la sabiduría que los libros encierran, el
aliciente de la gloria, la multitud de grandiosos
proyectos, y todo aquello que hay en su cultivado
y sublime espíritu de usted para distraerle
y apartarle, sin desgarradora violencia, de todo
otro terrenal afecto? ¿No comprende usted que
ella morirá de dolor, y que usted, destinado a
hacer incruentos sacrificios, empezará por sacrificar
despiadadamente a quien más le ama?
- Señora -contestó don Luis haciendo un
esfuerzo para disimular su emoción y para que
no se conociese lo turbado que estaba en lo
trémulo y balbuciente de la voz-. Señora, yo
también tengo que dominarme mucho para
contestar a usted con la frialdad de quien opone
argumentos a argumentos como en una controversia;
pero la acusación de usted viene tan
razonada (y usted perdone que se lo diga), es
tan hábilmente sofística, que me fuerza a desvanecerla
con razones. No pensaba yo tener
que disertar aquí y que aguzar mi corto ingenio;
pero usted me condena a ello, si no quiero
pasar por un monstruo. Voy a contestar a los
extremos del cruel dilema que ha forjado usted
en mi daño. Aunque me he criado al lado de mi
tío y en el Seminario, donde no he visto mujeres,
no me crea usted tan ignorante ni tan pobre
de imaginación que no acertase a representármelas
en la mente todo lo bellas, todo lo seductoras
que pueden ser. Mi imaginación, por el
contrario, sobrepujaba a la realidad en todo eso.
Excitada por la lectura de los cantores bíblicos y
de los poetas profanos, se fingía mujeres más
elegantes, más graciosas, más discretas que las
que por lo común se hallan en el mundo real.
Yo conocía, pues, el precio del sacrificio que
hacía, y hasta lo exageraba, cuando renuncié al
amor de esas mujeres, pensando elevarme a la
dignidad del sacerdocio. Harto conocía yo lo
que puede y debe añadir de encanto a una mujer
hermosa el vestirla de ricas telas y joyas esplendentes,
y el circundarla de todos los primores
de la más refinada cultura, y de todas las
riquezas que crean la mano y el ingenio infatigable
del hombre. Harto conocía yo también lo
que acrecientan el natural despejo, lo que pulen,
realzan y abrillantan la inteligencia de una
mujer el trato de los hombres más notables por
la ciencia, la lectura de buenos libros, el aspecto
mismo de las florecientes ciudades con los monumentos
y grandezas que contienen. Todo
esto me lo figuraba yo con tal viveza y lo veía
con tal hermosura, que no lo dude usted, si yo
llego a ver y a tratar a esas mujeres de que usted
me habla, lejos de caer en la adoración y en
la locura que usted predice, tal vez sea un desengaño
lo que reciba, al ver cuánta distancia
media de lo soñado a lo real y de lo vivo a lo
pintado.
- ¡ Estos de usted sí que son sofismas! -
interrumpió Pepita-. ¿Cómo negar a usted que
lo que usted se pinta en la imaginación es más
hermoso que lo que existe realmente? Pero
¿cómo negar tampoco que lo real tiene más
eficacia seductora que lo imaginado y soñado?
Lo vago y aéreo de un fantasma, por bello que
sea, no compite con lo que mueve materialmente
los sentidos. Contra los ensueños mundanos
comprendo que venciesen en su alma de usted
las imágenes devotas; pero temo que las imágenes
devotas no habían de vencer a las mundanas
realidades.
- Pues no lo tema usted, señora -replicó
don Luis-. Mi fantasía es más eficaz en lo que
crea que todo el universo, menos usted, en lo
que por los sentidos transmite.
-¿Y por qué menos yo? Esto me hace caer
en otro recelo. ¿Será quizás la idea que usted
tiene de mí, la idea que ama, creación de esa
fantasía tan eficaz, ilusión en nada conforme
conmigo?
-No, no lo es; tengo fe de que esta idea es
en todo conforme con usted; pero tal vez es
ingénita en mi alma; tal vez está en ella desde
que fue creada por Dios; tal vez es parte de su
esencia; tal vez es lo más puro y rico de su ser,
como el perfume en las flores.
-¡Bien me lo temía yo! Usted me lo confiesa
ahora. Usted no me ama. Eso que ama usted
es la esencia, el aroma, lo más puro de su alma,
que ha tomado una forma parecida a la mía.
-No, Pepita; no se divierta usted en atormentarme.
Esto que yo amo es usted, y usted
tal cual es; pero es tan bello, tan limpio, tan
delicado esto que yo amo, que no me explico
que pase todo por los sentidos de un modo
grosero y llegue así hasta mi mente. Supongo,
pues, y creo, y tengo por cierto, que estaba antes
en mí. Es como la idea de Dios, que estaba
en mí, que ha venido a magnificarse y, desenvolverse
en mí, y que, sin embargo, tiene su
objeto real, superior, infinitamente superior a la
idea. Como creo que Dios existe, creo que existe
usted y que vale usted mil veces más que la
idea que de usted tengo formada.
-Aún me queda una duda. ¿No pudiera
ser la mujer en general, y no yo singular y exclusivamente,
quien ha despertado esa idea?
-No, Pepita; la magia, el hechizo de una
mujer, bella de alma y de gentil presencia, habían,
antes de ver a usted, penetrado en mi fantasía.
No hay duquesa ni marquesa en Madrid,
ni emperatriz en el mundo, ni reina ni princesa
en todo el orbe, que valgan lo que valen las
ideales y fantásticas criaturas con quienes yo he
vivido, porque se aparecían en los alcázares y
camarines, estupendos de lujo, buen gusto y
exquisito ornato, que yo edificaba en mis espacios
imaginarios, desde que llegué a la adolescencia,
y que daba luego por morada a mis
Lauras, Beatrices, Julietas, Margaritas y Eleonoras,
o a mis Cintias, Glíceras y Lesbias. Yo las
coronaba en mi mente con diademas y mitras
orientales, y las envolvía en mantos de púrpura
y de oro, y las rodeaba de pompa regia, como a
Ester y a Vasti; yo les prestaba la sencillez bucólica
de la edad patriarcal, como a Rebeca y a la
Sulamita; yo les daba la dulce humildad y la
devoción de Ruth; yo las oía discurrir como
Aspasia o Hipatia maestras de elocuencia; yo
las encumbraba en estrados riquísimos, y ponía
en ellas reflejos gloriosos de clara sangre y de
ilustre prosapia, como si fuesen las matronas
patricias más orgullosas y nobles de la antigua
Roma; yo las veía ligeras, coquetas, alegres,
llenas de aristocrática desenvoltura, como las
damas del tiempo de Luis XIV en Versalles, y
yo las adornaba, ya con púdicas estolas, que
infundían veneración y respeto, ya con túnicas
y peplos sutiles, por entre cuyos pliegues airosos
se dibujaba toda la perfección plástica de
las gallardas formas; ya con la coa transparente
de las bellas cortesanas de Atenas y Corinto,
para que reluciese, bajo la nebulosa velatura, lo
blanco y sonrosado del bien torneado cuerpo.
Pero ¿qué valen los deleites del sentido, ni qué
valen las glorias todas y las magnificencias del
mundo, cuando un alma arde y se consume en
el amor divino, como yo entendía, tal vez con
sobrada soberbia, que la mía estaba ardiendo y
consumiéndose? Ingentes peñascos, montañas
enteras, si sirven de obstáculo a que se dilate el
fuego que de repente arde en el seno de la tierra,
vuelan deshechos por el aire, dando lugar y
abriendo paso a la amontonada pólvora de la
mina o a las inflamadas materias del volcán en
erupción atronadora. Así, o con mayor fuerza,
lanzaba de sí mi espíritu todo el peso del universo
y de la hermosura creada, que se le ponía
encima y le aprisionaba, impidiéndole volar a
Dios, como a su centro. No, no he dejado yo
por ignorancia ningún regalo, ninguna dulzura,
ninguna gloria; todo lo conocía y lo estimaba en
más de lo que vale cuando lo desprecié por otro
regalo, por otra gloria, por otras dulzuras mayores.
El amor profano de la mujer no sólo ha
venido a mi fantasía con cuantos halagos tiene
en sí, sino con aquellos hechizos soberanos y
casi irresistibles de la más peligrosa de las tentaciones:
de la que llaman los moralistas tentación
virgínea, cuando la mente, aún no desengañada
por la experiencia y el pecado, se finge
en el abrazo amoroso un subidísimo deleite,
inmensamente superior, sin duda, a toda realidad
y a toda verdad. Desde que vivo, desde
que soy hombre, y ya hace años, pues no es tan
grande mi mocedad, he despreciado todas esas
sombras y reflejos de deleites y de hermosuras,
enamorado de una hermosura arquetipo y ansioso
de un deleite supremo. He procurado
morir en mí para vivir en el objeto amado; desnudar,
no ya sólo los sentidos, sino hasta las
potencias de mi alma, de afectos del mundo y
de figuras y de imágenes, para poder decir con
razón que no soy yo el que vivo, sino que Cristo
vive en mí. Tal vez, de seguro, he pecado de
arrogante y de confiado, y Dios ha querido castigarme.
Usted entonces se ha interpuesto en mi
camino y me ha sacado de él y me ha extraviado.
Ahora me zahiere, me burla, me acusa de
liviano y de fácil; y al zaherirme y burlarme se
ofende a sí propia, suponiendo que mi falta me
la hubiera hecho cometer otra mujer cualquiera.
No quiero, cuando debo ser humilde, pecar de
orgulloso defendiéndome. Si Dios, en castigo
de mi soberbia, me ha dejado de su gracia, harto
posible es que el más ruin motivo me haya
hecho vacilar y caer. Con todo, diré a usted que
mi mente, quizás alucinada, lo entiende de muy
diversa manera. Será efecto de mi no domada
soberbia; pero repito que lo entiendo de otra
manera. No acierto a persuadirme de que haya
ruindad ni bajeza en el motivo de mi caída.
Sobre todos los ensueños de mi juvenil imaginación
ha venido a sobreponerse y entronizarse
la realidad que en usted he visto; sobre todas
mis ninfas, reinas y diosas, usted ha descollado;
por cima de mis ideales creaciones, derribadas,
rotas, deshechas por el amor divino, se levantó
en mi alma la imagen fiel, la copia exactísima
de la viva hermosura que adorna, que es la
esencia de ese cuerpo y de esa alma. Hasta algo
de misterioso, de sobrenatural, puede haber
intervenido en esto, porque amé a usted desde
que la vi, casi antes de que la viera. Mucho antes
de tener conciencia de que la amaba a usted,
ya la amaba. Se diría que hubo en esto algo de
fatídico; que estaba escrito; que era una predestinación.
-Y si es una predestinación, si estaba escrito
-interrumpió Pepita-, ¿por qué no someterse,
por qué resistirse todavía? Sacrifique usted
sus propósitos a nuestro amor. ¿Acaso no
he sacrificado yo mucho? Ahora mismo, al rogar,
al esforzarme por vencer los desdenes de
usted, ¿no sacrifico mi orgullo, mi decoro y mi
recato? Yo también creo que amaba a usted
antes de verle. Ahora amo a usted con todo mi
corazón, y sin usted no hay felicidad para mí.
Cierto es que en mi humilde inteligencia no
puede usted hallar rivales tan poderosos como
yo tengo en la de usted. Ni con la mente, ni con
la voluntad, ni con el afecto atino a elevarme a
Dios inmediatamente. Ni por naturaleza ni por
gracia subo ni me atrevo a querer subir a tan
encumbradas esferas. Llena está mi alma, sin
embargo, de piedad religiosa, y conozco y amo
y adoro a Dios; pero sólo veo su omnipotencia
y admiro su bondad en las obras que han salido
de sus manos. Ni con la imaginación acierto
tampoco a forjarme esos ensueños que usted
me refiere. Con alguien, no obstante, más bello,
entendido, poético y amoroso que los hombres
que me han pretendido hasta ahora; con un
amante más distinguido y cabal que todos mis
adoradores de este lugar y de los lugares vecinos,
soñaba yo para que me amara y para que
yo le amase y le rindiese mi albedrío. Ese alguien
era usted. Lo presentí cuando me dijeron
que usted había llegado al lugar; lo reconocí
cuando vi a usted por vez primera. Pero como
mi imaginación es tan estéril, el retrato que yo
de usted me había trazado no valía, ni con mucho,
lo que usted vale. Yo también he leído algunas
historias y poesías; pero de todos los
elementos que de ellas guardaba mi memoria,
no logré nunca componer una pintura que no
fuese muy inferior en mérito a lo que veo en
usted y comprendo en usted desde que le conozco.
Así es que estoy rendida y vencida y
aniquilada desde el primer día. Si amor es lo
que usted dice, si es morir en sí para vivir en el
amado, verdadero y legítimo amor es el mío,
porque he muerto en mí y sólo vivo en usted y
para usted. He deseado desechar de mí este
amor, creyéndole mal pagado, y no me ha sido
posible. He pedido a Dios con mucho fervor
que me quite el amor o me mate, y Dios no ha
querido oírme. He rezado a María Santísima
para que borre del alma la imagen de usted, y
el rezo ha sido inútil. He hecho promesas al
santo de mi nombre para no pensar en usted
sino como él pensaba en su bendita Esposa y el
Santo no me ha socorrido. Viendo esto, he tenido
la audacia de pedir al cielo que usted se deje
vencer, que usted deje de querer ser clérigo,
que nazca en su corazón de usted un amor tan
profundo como el que hay en mi corazón. Don
Luis, dígamelo usted con franqueza, ¿ha sido
también sordo el cielo a esta última súplica? ¿O
es acaso que para avasallar y rendir un alma
pequeña, cuitada y débil como la mía, basta un
pequeño amor, y para avasallar la de usted,
cuando tan altos y fuertes pensamientos la velan
y custodian, se necesita de amor más poderoso,
que yo no soy digna de inspirar, ni capaz
de compartir, ni hábil para comprender siquiera?
-Pepita -contestó don Luis-, no es que su
alma de usted sea más pequeña que la mía, sino
que está libre de compromisos, y la mía no lo
está. El amor que usted me ha inspirado es inmenso;
pero luchan contra él mi obligación, mis
votos, los propósitos de toda mi vida, próximos
a realizarse. ¿Por qué no he de decirlo, sin temor
de ofender a usted? Si usted logra en mí su
amor, usted no se humilla. Si yo cedo a su amor
de usted, me humillo y me rebajo. Dejo al
Creador por la criatura, destruyo la obra de mi
constante voluntad, rompo la imagen de Cristo,
que estaba en mi pecho, y el hombre nuevo,
que a tanta costa había yo formado en mí, desaparece
para que el hombre antiguo renazca.
¿Por qué, en vez de bajar yo hasta el suelo, hasta
el siglo, hasta la impureza del mundo, que
antes he menospreciado, no se eleva usted hasta
mí por virtud de ese mismo amor que me
tiene, limpiándole de toda escoria? ¿Por qué no
nos amamos entonces sin vergüenza y sin pecado
y sin mancha? Dios, con el fuego purísimo
y refulgente de su amor, penetra las almas santas
y las llena por tal arte, que así como un metal
que sale de la fragua, sin dejar de ser metal,
reluce y deslumbra, y es todo fuego, así las almas
se hinchen de Dios, y en todo son Dios,
penetradas por donde quiera de Dios, en gracia
del amor divino. Estas almas se aman y se gozan
entonces, como si amaran y gozaran a Dios,
amándole y gozándole, porque Dios son ellas.
Subamos juntos, en espíritu, esta mística y difícil
escala; asciendan a la par nuestras almas a
esta bienaventuranza, que aun en la vida mortal
es posible; mas para ello es fuerza que nuestros
cuerpos se separen, que yo vaya a donde
me llama mi deber, mi promesa y la voz del
Altísimo, que dispone de su siervo y le destina
al culto de sus altares.
-¡Ay, señor don Luis! -replicó Pepita toda
desolada y compungida-. Ahora conozco cuán
vil es el metal del que estoy forjada y cuán indigno
de que le penetre y mude el fuego divino.
Lo declararé todo, desechando hasta la vergüenza.
Soy una pecadora infernal. Mi espíritu
grosero e inculto no alcanza esas sutilezas, esas
distinciones, esos refinamientos de amor. Mi
voluntad rebelde se niega a lo que usted propone.
Yo ni siquiera concibo a usted sin usted.
Para mí es usted su boca, sus ojos, sus negros
cabellos, que deseo acariciar con mis manos; su
dulce voz y el regalado acento de sus palabras
y que hieren y encantan materialmente mis
oídos; toda su forma corporal, en suma, que me
enamora y seduce, y al través de la cual, y sólo
al través de la cual se me muestra el espíritu
invisible, vago y lleno de misterios. Mi alma,
reacia e incapaz de esos raptos misteriosos, no
acertará a seguir a usted nunca a las regiones
donde quiere llevarla. Si usted se eleva hasta
ellas, yo me quedaré sola, abandonada, sumida
en la mayor aflicción. Prefiero morirme. Merezco
la muerte; la deseo. Tal vez al morir, desatando
o rompiendo mi alma estas infames
cadenas que la detienen, se haga hábil para ese
amor con que usted desea que nos amemos.
Máteme usted antes, para que nos amemos así;
máteme usted antes y, ya libre mi espíritu, le
seguirá por todas las regiones y peregrinará
invisible al lado de usted, velando su sueño,
contemplándole con arrobo, penetrando sus
pensamientos más ocultos, viendo en realidad
su alma, sin el intermedio de los sentidos. Pero
viva, no puede ser. Yo amo en usted, no ya sólo
el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo,
y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el
agua, y el nombre y el apellido, y la sangre, y
todo aquello que le determina como tal don
Luis de Vargas; el metal de la voz, el gesto, el
modo de andar y no sé qué más diga. Repito
que es menester matarme. Máteme usted sin
compasión. No: yo no soy cristiana, sino idólatra
materialista.
A quí hizo Pepita una larga pausa. Don
Luis no sabía qué decir y callaba. El llanto bañaba
las mejillas de Pepita, la cual prosiguió
sollozando:
- Lo conozco; usted me desprecia y hace
bien en despreciarme. Con ese justo desprecio
me matará usted mejor que con un puñal, sin
que se manche de sangre ni su mano ni su conciencia.
Adiós. Voy a libertar a usted de mi presencia
odiosa. Dios para siempre.
Dicho esto, Pepita se levantó de su asiento,
y sin volver la cara, inundada de lágrimas,
fuera de sí, con precipitados pasos se lanzó
hacia la puerta que daba a las habitaciones interiores.
Don Luis sintió una invencible ternura,
una piedad funesta. Tuvo miedo de que Pepita
muriese. La siguió para detenerla, pero no llegó
a tiempo, Pepita pasó la puerta. Su figura se
perdió en la obscuridad. Arrastrado don Luis
como por un poder sobrehumano, impulsado
como por una mano invisible, penetró en pos
de Pepita en la estancia sombría.
***
El despacho quedó solo.
El baile de los criados debía de haber concluido,
pues no se oía el más leve rumor. Sólo
sonaba el agua de la fuente del jardincillo.
Ni un leve soplo de viento interrumpía el
sosiego de la noche y la serenidad del ambiente.
Penetraban por la ventana el perfume de las
flores y el resplandor de la luna. Al cabo de un
largo rato, don Luis apareció de nuevo, saliendo
de la obscuridad. En su rostro se veía pintado
el terror, algo de la desesperación de Judas.
Se dejó caer en una silla; puso ambos puños
cerrados en su cara y en sus rodillas ambos
codos, y así permaneció más de media hora,
sumido sin duda en un mar de reflexiones
amargas.
C ualquiera, si le hubiera visto, hubiera
sospechado que acababa de asesinar a Pepita.
P epita, sin embargo, apareció después.
Con paso lento, con actitud de profunda melancolía,
con el rostro y la mirada inclinados al
suelo, llegó hasta cerca de donde estaba don
Luis, y dijo de este modo:
-Ahora, aunque tarde, conozco toda la vileza
de mi corazón y toda la iniquidad de mi
conducta. Nada tengo que decir en mi abono;
mas no quiero que me creas más perversa de lo
que soy. Mira, no pienses que ha habido en mí
artificio, ni cálculo, ni plan para perderte. Sí, ha
sido una maldad atroz, pero instintiva; una
maldad inspirada quizá por el espíritu del infierno,
que me posee. No te desesperes ni te
aflijas, por amor de Dios. De nada eres responsable.
Ha sido un delirio; la enajenación mental
se apoderó de tu noble alma. No es en ti el pecado
sino muy leve. En mí es grave, horrible,
vergonzoso. Ahora te merezco menos que nunca.
Vete; yo soy ahora quien te pide que te vayas.
Vete; haz penitencia. Dios te perdonará.
Vete; que un sacerdote te absuelva. Limpio de
nuevo de culpa, cumple tu voluntad y sé ministro
del Altísimo. Con tu vida trabajosa y santa
no sólo borrarás hasta las últimas señales de
esta caída, sino que, después de perdonarme el
mal que te he hecho, conseguirás del cielo mi
perdón. No hay lazo alguno que conmigo te
ligue; y si lo hay, yo le desato o le rompo. Eres
libre. Básteme el haber hecho caer por sorpresa
al lucero de la mañana; no quiero, ni debo, ni
puedo retenerle cautivo. Lo adivino, lo infiero
de tu ademán, lo veo con evidencia; ahora me
desprecias más que antes, y tienes razón en
despreciarme. No hay honra, ni virtud, ni vergüenza
en mí.
Al decir esto, Pepita hincó en tierra ambas
rodillas, y se inclinó luego hasta tocar con la
frente el suelo del despacho. Don Luis siguió en
la misma postura que antes tenía. Así estuvieron
los dos algunos minutos en desesperado
silencio.
Con voz ahogada, sin levantar la faz de la
tierra, prosiguió al cabo Pepita:
-Vete ya, don Luis, y no por una piedad
afrentosa permanezcas más tiempo al lado de
esta mujer miserable. Yo tendré valor para sufrir
tu desvío, tu olvido y hasta tu desprecio,
que tengo tan merecido. Seré siempre tu esclava,
pero lejos de ti, muy lejos de ti, para no traerte
a la memoria la infamia de esta noche.
Los gemidos sofocaron la voz de Pepita al
terminar estas palabras.
D on Luis no pudo más. Se puso en pie,
llegó donde estaba Pepita y la levantó entre sus
brazos, estrechándola contra su corazón, apartando
blandamente de su cara los rubios rizos
que en desorden caían sobre ella, y cubriéndola
de apasionados besos.
-Alma mía -dijo por último don Luis, vida
de mi alma, prenda querida de mi corazón, luz
de mis ojos, levanta la abatida frente y no te
prosternes más delante de mí. El pecador, el
flaco de voluntad, el miserable, el sandio y el
ridículo soy yo, que no tú. Los ángeles y los
demonios deben reírse igualmente de mí y no
tomarme por lo serio. He sido un santo postizo,
que no he sabido resistir y desengañarte desde
el principio, como hubiera sido justo, y ahora
no acierto tampoco a ser un caballero, un galán,
un amante fino, que sabe agradecer en cuanto
valen los favores de su dama. No comprendo
qué viste en mí para prendarte de ese modo.
Jamás hubo en mí virtud sólida, sino hojarasca
y pedantería de colegial, que había leído los
libros devotos como quien lee novelas, y con
ellos se había forjado su novela necia de misiones
y contemplaciones. Si hubiera habido virtud
sólida en mí, con tiempo te hubiera desengañado
y no hubiéramos pecado ni tú ni yo. La
verdadera virtud no cae tan fácilmente. A pesar
de toda tu hermosura, a pesar de tu talento, a
pesar de tu amor hacia mí, no, yo no hubiera
caído, si en realidad hubiera sido virtuoso, si
hubiera tenido una vocación verdadera. Dios,
que todo lo puede, me hubiera dado su gracia.
Un milagro, sin duda, algo de sobrenatural se
requería para resistir a tu amor; pero Dios
hubiera hecho el milagro si yo hubiera sido
digno objeto y bastante razón para que le hiciera.
Haces mal en aconsejarme que sea sacerdote.
Reconozco mi indignidad. No era más que
orgullo lo que me movía. Era una ambición
mundana como otra cualquiera. ¡Qué digo,
como otra cualquiera! Era peor: era una ambición
hipócrita, sacrílega, simoniaca.
-No te juzgues con tal dureza -replicó Pepita,
ya más serena y sonriendo a través de las
lágrimas-. No deseo que te juzgues así, ni para
que no me halles tan indigna de ser tu compañera;
pero quiero que me elijas por amor, libremente,
no para reparar una falta, no porque
has caído en un lazo que pérfidamente puedes
sospechar que te he tendido. Vete si no me
amas, si sospechas de mí, si no me estimas. No
exhalarán mis labios una queja si para siempre
me abandonas y no vuelves a acordarte de mí.
La contestación de don Luis no cabía ya
en el estrecho y mezquino tejido del lenguaje
humano. Don Luis rompió el hilo del discurso
de Pepita sellando los labios de ella con los suyos
y abrazándola de nuevo.
***
B astante más tarde, con previas toses y
resonar de pies, entró Antoñona en el despacho
diciendo:
-¡Vaya una plática larga! Este sermón que
ha predicado el colegial no ha sido el de las
siete palabras, sino que ha estado a punto de
ser el de las cuarenta horas. Tiempo es ya de
que te vayas, don Luis. Son cerca de las dos de
la mañana.
-Bien está -dijo Pepita-, se irá al momento.
A ntoñona volvió a salir del despacho y
aguardó fuera.
Pepita estaba transformada. Las alegrías
que no había tenido en su niñez, el gozo y el
contento de que no había gustado en los primeros
años de su juventud, la bulliciosa actividad
y travesura que una madre adusta y un marido
viejo habían contenido y como represado en
ella hasta entonces, se diría que brotaron de
repente en su alma, como retoñan las hojas
verdes de los árboles cuando las nieves y los
hielos de un invierno rigoroso y dilatado han
retardado su germinación.
Una señora de ciudad, que conoce lo que
llamamos conveniencias sociales, hallará extraño
y hasta censurable lo que voy a decir de
Pepita; pero Pepita, aunque elegante de suyo,
era una criatura muy a lo natural, y en quien no
cabían la compostura disimulada y toda la circunspección
que en el gran mundo se estilan.
Así es que, vencidos los obstáculos que se
oponían a su dicha, viendo ya rendido a don
Luis, teniendo su promesa espontánea de que
la tomaría por mujer legítima, y creyéndose con
razón amada, adorada, de aquél a quien amaba
y adoraba tanto, brincaba y reía y daba otras
muestras de júbilo, que, en medio de todo, tenían
mucho de infantil y de inocente.
Era menester que don Luis partiera. Pepita
fue por un peine y le alisó con amor los cabellos,
besándoselos después.
Pepita le hizo mejor el lazo de la corbata.
- A diós, dueño amado -le dijo-. Adiós,
dulce rey de mi alma. Yo se lo diré todo a tu
padre si tú no quieres atreverte. Él es bueno y
nos perdonará.
Al cabo los dos amantes se separaron.
Cuando Pepita se vio sola, su bulliciosa
alegría se disipó, y su rostro tomó una expresión
grave y pensativa.
Pepita pensó dos cosas igualmente serias:
una de interés mundano, otra de más elevado
interés. Lo primero en que pensó fue en que su
conducta de aquella noche, pasada la embriaguez
del amor, pudiera perjudicarle en el concepto
de don Luis. Pero hizo severo examen de
conciencia, y, reconociendo que ella no había
puesto ni malicia ni premeditación en nada, y
que cuanto hizo nació de un amor irresistible y
de nobles impulsos, consideró que don Luis no
podía menospreciarla nunca, y se tranquilizó
por este lado. No obstante, aunque su confesión
candorosa de que no entendía el mero amor de
los espíritus, y aunque su fuga a lo interior de
la alcoba sombría había sido obra del instinto
más inocente, sin prever los resultados, Pepita
no se negaba que había pecado después contra
Dios, y en este punto no hallaba disculpa. Encomendóse,
pues, de todo corazón a la Virgen
para que la perdonase; hizo promesa a la imagen
de la Soledad, que había en el convento de
monjas, de comprar siete lindas espadas de oro,
de sutil y prolija labor, con que adornar su pecho
y determinó ir a confesarse al día siguiente
con el Vicario y someterse a la más dura penitencia
que le impusiera para merecer la absolución
de aquellos pecados, merced a los cuales
venció la terquedad de don Luis, quien, de lo
contrario, hubiera llegado a ser cura, sin remedio.
M ientras Pepita discurría así allá en su
mente, y resolvía con tanto tino sus negocios
del alma, don Luis bajó hasta el zaguán acompañado
por Antoñona.
A ntes de despedirse, dijo don Luis sin
preparación ni rodeos:
- Antoñona, tú, que lo sabes todo, dime,
quién es el conde de Genazahar y qué clase de
relaciones ha tenido con tu ama.
-Temprano empiezas a mostrarte celoso.
-No son celos; es curiosidad solamente.
-Mejor es así. Nada más fastidioso que los
celos. Voy a satisfacer tu curiosidad. Ese Conde
está bastante tronado. Es un perdido, jugador y
mala cabeza, pero tiene más vanidad que don
Rodrigo en la horca. Se empeñó en que mi niña
le quisiera y se casase con él y como la niña le
ha dado mil veces calabazas, está que trina.
Esto no impide que se guarde por allá más de
mil duros, que hace años le prestó don Gumersindo,
sin más hipoteca que un papelucho, por
culpa y a ruegos de Pepita, que es mejor que el
pan. El tonto del Conde creyó, sin duda, que
Pepita, que fue tan buena de casada, que hizo
que le diesen dinero, había de ser de viuda tan
rebuena para él, que le había de tomar por marido.
Vino después el desengaño con la furia
consiguiente.
-Adiós, Antoñona -dijo don Luis y se salió
a la calle, silenciosa ya y sombría.
Las luces de las tiendas y puestos de la feria
se habían apagado y la gente se retiraba a
dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes
y otros pobres buhoneros, que dormían al
sereno al lado de sus mercancías.
En algunas rejas seguían aún varios embozados
pertinaces e incansables, pelando la
pava con sus novias. La mayoría había desaparecido
ya.
En la calle, lejos de la vista de Antoñona,
don Luis dio rienda suelta a sus pensamientos.
Su resolución estaba tomada, y todo acudía a su
mente a confirmar su resolución. La sinceridad
y el ardor de la pasión que había inspirado a
Pepita; su hermosura; la gracia juvenil de su
cuerpo y la lozanía primaveral de su alma, se le
presentaban en la imaginación y le hacían dichoso.
Con cierta mortificación de la vanidad reflexionaba,
no obstante, don Luis en el cambio
que en él se había obrado. ¿Qué pensaría el
Deán? ¿Qué espanto no sería el del Obispo? Y
sobre todo, ¿qué motivo tan grave de queja no
había dado don Luis a su padre? Su disgusto,
su cólera cuando supiese el compromiso que
ligaba a Luis con Pepita, se ofrecían al ánimo de
don Luis y le inquietaban sobremanera.
E n cuanto a lo que él llamaba su caída,
antes de caer, fuerza es confesar que le parecía
poco honda y poco espantosa después de haber
caído. Su misticismo, bien estudiado con la
nueva luz que acababa de adquirir, se le antojó
que no había tenido ser ni consistencia; que
había sido un producto artificial y vano de sus
lecturas, de su petulancia de muchacho y de
sus ternuras sin objeto de colegial inocente.
Cuando recordaba que a veces habría creído
recibir favores y regalos sobrenaturales, y había
oído susurros místicos, y había estado en conversación
interior, y casi había empezado a
caminar por la vía unitiva, llegando a la oración
de quietud, penetrando en el abismo del alma y
subiendo al ápice de la mente, don Luis se sonreía
y sospechaba que no había estado por
completo en su juicio. Todo había sido presunción
suya. Ni él había hecho penitencia, ni él
había vivido largos años en contemplación, ni
él tenía ni había tenido merecimientos bastantes
para que Dios le favoreciese con distinciones
tan altas. La mayor prueba que se daba a sí
propio de todo esto, la mayor seguridad de que
los regalos sobrenaturales de que había gozado
eran sofísticos, eran simples recuerdos de los
autores que leía, nacía de que nada de eso había
deleitado tanto su alma como un te amo de
Pepita, como el toque delicadísimo de una mano
de Pepita jugando con los negros rizos de su
cabeza.
D o n Luis apelaba a otro género de
humildad cristiana para justificar a sus ojos lo
que ya no quería llamar caída, sino cambio. Se
confesaba indigno de ser sacerdote, y se allanaba
a ser lego, casado, vulgar, un buen lugareño
cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos,
criando a sus hijos, pues ya los deseaba, y siendo
modelo de maridos al lado de su Pepita.
***
A quí vuelvo yo, como responsable que
soy de la publicación y divulgación de esta historia,
a creerme en la necesidad de interpolar
varias reflexiones y aclaraciones de mi cosecha.
Dije al empezar que me inclinaba a creer
que esta parte narrativa o Paralipómenos era
obra del señor Deán, a fin de completar el cuadro
y acabar de relatar los sucesos que las cartas
no relatan; pero entonces aún no había yo
leído con detención el manuscrito. Ahora, al
notar la libertad con que se tratan ciertas materias
y la manga ancha que tiene el autor para
algunos deslices, dudo de que el señor Deán,
cuya rigidez sé de buena tinta, haya gastado la
de su tintero en escribir lo que el lector habrá
leído. Sin embargo, no hay bastante razón para
negar que sea el señor Deán el autor de los Paralipómenos.
La duda queda en pie, porque en el fondo
nada hay en ellos que se oponga a la verdad
católica ni a la moral cristiana. Por el contrario,
si bien se examina, se verá que sale de todo una
lección contra los orgullosos y soberbios, con
ejemplar escarmiento en la persona de don
Luis. Esta historia pudiera servir sin dificultad
de apéndice a los Desengaños místicos del P.
Arbiol.
E n cuanto a lo que sostienen dos o tres
amigos míos discretos, de que el señor Deán, a
ser el autor, hubiera referido los sucesos de otro
modo, diciendo mi sobrino al hablar de don
Luis, y poniendo sus consideraciones morales
de vez en cuando, no creo que es argumento de
gran valer. El señor Deán se propuso contar lo
ocurrido y no probar ninguna tesis, y anduvo
atinado en no meterse en dibujos y en no sacar
moralejas. Tampoco hizo mal, en mi sentir, en
ocultar su personalidad y en no mentar su yo,
lo cual no sólo demuestra su humildad y modestia,
sino buen gusto literario, porque los
poetas épicos y los historiadores, que deben
servir de modelo, no dicen yo aunque hablen
de ellos mismos y ellos mismos sean héroes y
actores de los casos que cuentan. Jenofonte
Ateniense, pongo por caso, no dice yo en su
Anábasis, sino se nombra en tercera persona
cuando es menester, como si fuera uno el que
escribió y otro el que ejecutó aquellas hazañas.
Y aun así, pasan no pocos capítulos de la obra
sin que aparezca Jenofonte. Sólo poco antes de
darse la famosa batalla en que murió el joven
Ciro, revistando este príncipe a los griegos y
bárbaros que formaban su ejército, y estando ya
cerca el de su hermano Artajerjes, que había
sido visto desde muy lejos, en la extensa llanura
sin árboles, primero como nubecilla blanca,
luego como mancha negra, y, por último, con
claridad y distinción, oyéndose el relinchar de
los caballos, el rechinar de los carros de guerra,
armados de truculentas hoces, el gruñir de los
elefantes y el son de los instrumentos bélicos, y
viéndose el resplandor del bronce y del oro de
las armas iluminadas por el sol; sólo en aquel
instante, digo, y no de antemano, se muestra
Jenofonte y habla con Ciro, saliendo de las filas
y explicándole el murmullo que corría entre los
griegos, el cual no era otro que lo que llamamos
santo y seña en el día, y que fue en aquella
ocasión Júpiter salvador y Victoria. El señor
Deán, que era un hombre de gusto y muy versado
en los clásicos, no había de incurrir en el
error de ingerirse y entreverarse en la historia a
título de tío y ayo del héroe, y de moler al lector
saliendo a cada paso un tanto difícil y resbaladizo
con un párate ahí, con un ¿qué haces?
¡mira no te caigas, desventurado! o con otras
advertencias por el estilo. No chistar tampoco,
ni oponerse en alguna manera, hallándose presente,
al menos en espíritu, sentaba mal en algunos
de los lances que van referidos. Por todo
lo cual, a no dudarlo, el señor Deán, con la mucha
discreción que le era propia, pudo escribir
estos Paralipómenos, sin dar la cara, como si
dijéramos.
Lo que sí hizo fue poner glosas y comentarios
de provechosa edificación, cuando tal o
cual pasaje lo requería; pero yo los suprimo
aquí, porque no están en moda las novelas anotadas
o glosadas, y porque sería voluminosa
esta obrilla si se imprimiese con los mencionados
requisitos.
Pondré, no obstante, en este lugar, como
única excepción, e incluyéndola en el texto, la
nota del señor Deán sobre la rápida transformación
de don Luis de místico en no místico.
Es curiosa la nota, y derrama mucha luz sobre
todo.
- Esta mudanza de mi sobrino -dice-, no
me ha dado chasco. Yo la preveía desde que me
escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó
al principio. Pensé que tenía una verdadera
vocación, pero luego caí en la cuenta de que era
un vano espíritu poético; el misticismo fue la
máquina de sus poemas, hasta que se presentó
otra máquina más adecuada.
¡Alabado sea Dios, que ha querido que el
desengaño de Luisito llegue a tiempo! ¡Mal
clérigo hubiera sido si no acude tan en sazón
Pepita Jiménez! Hasta su impaciencia de alcanzar
la perfección de un brinco hubiera debido
darme mala espina, si el cariño de tío no me
hubiera cegado. Pues qué, ¿los favores del cielo
se consiguen enseguida? ¿No hay más que llegar
y triunfar? Contaba un amigo mío, marino,
que cuando estuvo en ciertas ciudades de América
era muy mozo y pretendía a las damas con
sobrada precipitación, y que ellas le decían con
un tonillo lánguido americano: -¡Apenas llega y
ya quiere!... ¡Haga méritos si puede! Si esto
pudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá el
cielo a los audaces que pretenden escalarle sin
méritos y en un abrir y cerrar de ojos? Mucho
hay que afanarse, mucha purificación se necesita,
mucha penitencia se requiere para empezar
a estar bien con Dios y a gozar de sus regalos.
Hasta en las vanas y falsas filosofías, que tienen
algo de místico, no hay don ni favor sobrenatural,
sin poderoso esfuerzo y costoso sacrificio.
Jámblico no tuvo poder para evocar a los genios
del amor y hacerlos salir de la fuente de
Edgadara, sin haberse antes quemado las cejas
a fuerza de estudio y sin haberse maltratado el
cuerpo con privaciones y abstinencias. Apolonio
de Tiana se supone que se maceró de lo
lindo antes de hacer sus falsos milagros. Y en
nuestros días, los krausistas, que ven a Dios,
según aseguran, con vista real, tienen que leerse
y aprenderse antes muy bien toda la Analítica
de Sanz del Río, lo cual es más dificultoso y
prueba más paciencia y sufrimiento que abrirse
las carnes a azotes y ponérselas como una breva
madura. Mi sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser
un varón perfecto, y... ¡vean ustedes en lo que
ha venido a parar! Lo que importa ahora es que
sea un buen casado, y que, ya que no sirve para
grandes cosas, sirva para lo pequeño y doméstico,
haciendo feliz a esa muchacha, que al fin
no tiene otra culpa que la de haberse enamorado
de él como una loca, con un candor y un
ímpetu selváticos.
Hasta aquí la nota del señor Deán, escrita
con desenfado íntimo, como para él solo, pues
bien ajeno estaba el pobre de que yo había de
jugarle la mala pasada de darla al público.
Sigamos ahora la narración.
***
Don Luis, en medio de la calle a las dos
de la noche, iba discurriendo, como ya hemos
dicho, en que su vida, que hasta allí había él
soñado con que fuese digna de la Leyenda áurea
se convirtiese en un suavísimo y perpetuo
idilio. No había sabido resistir las asechanzas
del amor terrenal; no había sido como un
sinnúmero de santos, y entre ellos San Vicente
Ferrer, con cierta lasciva señora valenciana,
pero tampoco era igual el caso; y si el salir
huyendo de aquella daifa endemoniada fue en
San Vicente un acto de virtud heroica, en él
hubiera sido el salir huyendo del rendimiento,
del candor y de la mansedumbre de Pepita,
algo de tan monstruoso y sin entrañas, como si
cuando Ruth se acostó a los pies de Booz, diciéndole
Soy tu esclava; extiende tu capa sobre
tu sierva, Booz le hubiera dado un puntapié y
la hubiera mandado a paseo. Don Luis, cuando
Pepita se le rendía, tuvo, pues, que imitar a
Booz y exclamar: Hija, bendita seas del Señor,
que has excedido tu primera bondad con ésta
de ahora. Así se disculpaba don Luis de no
haber imitado a San Vicente y a otros santos no
menos ariscos. En cuanto al mal éxito que tuvo
la proyectada imitación de San Eduardo, también
trataba de cohonestarle y disculparle. San
Eduardo se casó por razón de Estado, porque
los grandes del reino lo exigían, y sin inclinación
hacia la reina Edita; pero en él y en Pepita
Jiménez no había razón de Estado, ni grandes
ni pequeños, sino amor finísimo de ambas partes.
De todos modos, no se negaba don Luis, y
esto prestaba a su contento un leve tinte de melancolía
que había destruido su ideal, que había
sido vencido. Los que jamás tienen ni tuvieron
ideal alguno no se apuran por esto, pero don
Luis se apuraba. Don Luis pensó desde luego
en sustituir el antiguo y encumbrado ideal con
otro más humilde y fácil. Y si bien recordó a
don Quijote, cuando, vencido por el caballero
de la Blanca Luna, decidió hacerse pastor, maldito
el efecto que le hizo la burla, sino que
pensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra
edad prosaica y descreída, la edad venturosa
y el piadosísimo ejemplo de Filemón y de
Baucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal
en aquellos campos amenos, fundando en el
lugar que le vio nacer un hogar doméstico, lleno
de religión, que fuese a la vez asilo de menesterosos,
centro de cultura y de amistosa
convivencia, y limpio espejo donde pudieran
mirarse las familias; y, uniendo, por último el
amor conyugal con el amor de Dios para que
Dios santificase y visitase la morada de ellos,
haciéndola como templo, donde los dos fuesen
ministros y sacerdotes, hasta que dispusiese el
cielo llevárselos juntos a mejor vida.
Al logro de todo ello se oponían dos dificultades
que era menester allanar antes, y don
Luis se preparaba a allanarlas.
Era una el disgusto, quizás el enojo de su
padre, a quien había defraudado en sus más
caras esperanzas. Era la otra dificultad de muy
diversa índole y en cierto modo más grave.
Don Luis, cuando iba a ser clérigo, estuvo
en su papel no defendiendo a Pepita de los groseros
insultos del conde de Genazahar, sino con
discursos morales, y no tomando venganza de
la mofa y desprecio con que tales discursos
fueron oídos; pero, ahorcados ya los hábitos y
teniendo que declarar en seguida que Pepita
era su novia y que iba a casarse con ella, don
Luis, a pesar de su carácter pacífico, de sus ensueños
de humana ternura y de las creencias
religiosas que en su alma quedaban íntegras y
que repugnaban todo medio violento, no acertaba
a compaginar con su dignidad el abstenerse
de romper la crisma al Conde desvergonzado.
De sobra sabía que el duelo es usanza
bárbara; que Pepita no necesitaba de la sangre
del Conde para quedar limpia de todas las
manchas de la calumnia, y hasta que el mismo
Conde, por mal criado y por bruto, y no porque
lo creyese ni quizás por un rencor desmedido,
había dicho tanto denuesto. Sin embargo, a
pesar de todas estas reflexiones, don Luis conocía
que no se sufriría a sí propio durante toda
su vida, Y que por consiguiente, no llegaría a
hacer nunca a gusto el papel de Filemón, si no
empezaba por hacer el de Fierabrás, dando al
Conde su merecido, si bien pidiendo a Dios que
no le volviese a poner en otra ocasión semejante.
Decidido, pues, al lance, resolvió llevarle
a cabo en seguida. Y pareciéndole feo y ridículo
enviar padrinos y hacer que trajesen en boca el
honor de Pepita, halló lo más razonable buscar
camorra con cualquier otro pretexto.
Supuso además que el Conde, forastero y
vicioso jugador, sería muy posible que estuviese
aún en el casino hecho un tahúr, a pesar de
lo avanzado de la noche, y don Luis se fue derecho
al casino.
El casino permanecía abierto, pero las luces
del patio y de los salones estaban casi todas
apagadas. Sólo en un salón había luz. Allí se
dirigió don Luis, y desde la puerta vio al conde
de Genazahar, que jugaba al monte, haciendo
de banquero. Cinco personas nada más apuntaban,
dos eran forasteros como el Conde; las
otras tres eran el capitán de caballería encargado
de la remonta, Currito y el médico. No podían
disponerse las cosas más al intento de don
Luis. Sin ser visto, por lo afanados que estaban
en el juego, don Luis los vio, y apenas los vio,
volvió a salir del casino, y se fue rápidamente a
su casa. Abrió un criado la puerta; preguntó
don Luis por su padre, y sabiendo que dormía,
para que no le sintiera ni se despertara, subió
don Luis de puntillas a su cuarto con una luz,
recogió unos tres mil reales que tenía de su peculio,
en oro, y se los guardó en el bolsillo. Dijo
después al criado que le volviese a abrir, y se
fue al casino otra vez.
Entonces entró don Luis en el salón donde
jugaban, dando taconazos recios, con estruendo
y con aire de taco, como suele decirse.
Los jugadores se quedaron pasmados al verle.
-¡Tú por aquí a estas horas! -dijo Currito.
- ¿ De dónde sale usted, curita? -dijo el
médico.
- ¿Viene usted a echarme otro sermón? -
exclamó el Conde.
-N ada de sermones -contestó don Luis
con mucha calma-. El mal efecto que surtió el
último que prediqué me ha probado con evidencia
que Dios no me llama por ese camino, y
ya he elegido otro. Usted, señor Conde, ha
hecho mi conversión. He ahorcado los hábitos;
quiero divertirme, estoy en la flor de la mocedad
y quiero gozar de ella.
-Vamos, me alegro -interrumpió el Conde-;
pero cuidado, niño, que si la flor es delicada,
puede marchitarse y deshojarse temprano.
-Ya de eso cuidaré yo -replicó don Luis-.
Veo que se juega. Me siento inspirado. Usted
talla. ¿Sabe usted, señor Conde, que tendría
chiste que yo le desbancase?
-T endría chiste, ¿eh? ¡Usted ha cenado
fuerte!
-He cenado lo que me ha dado la gana.
-Respondonzuelo se va haciendo el mocito.
-Me hago lo que quiero.
-Voto va... -dijo el Conde; y ya se sentía
venir la tempestad, cuando el capitán se interpuso
y la paz se restableció por completo.
- E a -dijo el Conde, sosegado y afable-,
desembaúle usted los dinerillos y pruebe fortuna.
D on Luis se sentó a la mesa y sacó del
bolsillo todo su oro. Su vista acabó de serenar
al Conde, porque casi excedía aquella suma a la
que tenía él de banca, y ya imaginaba que iba a
ganársela al novato.
-No hay que calentarse mucho la cabeza
en este juego -dijo don Luis. Ya me parece que
le entiendo. Pongo dinero a una carta, y si sale
la carta, gano, y si sale la contraria, gana usted.
- Así es, amiguito; tiene usted un entendimiento
macho.
-Pues lo mejor es que no tengo sólo macho
el entendimiento, sino también la voluntad;
y con todo, en el conjunto, disto bastante de ser
un macho, como hay tantos por ahí.
-¡Vaya si viene usted parlanchín y si saca
alicantinas!.
Don Luis se calló; jugó unas cuantas veces,
y tuvo tan buena fortuna, que ganó casi
siempre.
El Conde comenzó a cargarse.
-¿Si me desplumará el niño? -dijo-, Dios
protege la inocencia.
M ientras que el Conde se amostazaba,
don Luis sintió cansancio y fastidio y quiso
acabar de una vez.
-El fin de todo esto -dijo- es ver si yo me
llevo esos dineros o si usted se lleva los míos.
¿No es verdad, señor Conde?
-Es verdad.
-Pues ¿para qué hemos de estar aquí en
vela toda la noche? Ya va siendo tarde, y, siguiendo
su consejo de usted, debo recogerme
para que la flor de mi mocedad no se marchite.
- ¿ Qué es eso? ¿Se quiere usted largar?
¿Quiere usted tomar el olivo?
- Yo no quiero tomar olivo ninguno. Al
contrario. Curro, dime tú: aquí, en este montón
de dinero, ¿no hay más que en la banca?
Currito miró, y contestó:
-Es indudable.
- ¿ Cómo explicaré -preguntó don Luis-,
que juego en un golpe cuanto hay en la banca
contra otro tanto?
-E so se explica -respondió Currito-, diciendo:
¡copo!
-Pues, copo -dijo don Luis dirigiéndose al
Conde-; va el copo y la red en este rey de espadas,
cuyo compañero hará de seguro su epifanía
antes que su enemigo el tres.
El Conde que tenía todo su capital mueble
en la banca, se asustó al verle comprometido
de aquella suerte; pero no tuvo más que
aceptar.
Es sentencia del vulgo que los afortunados
en amores son desgraciados al juego; pero
más cierta parece la contraria afirmación.
Cuando acude la buena dicha acude para todo,
y lo mismo cuando la desdicha acude.
E l Conde fue tirando cartas, y no salía
ningún tres. Su emoción era grande, por más
que lo disimulaba. Por último, descubrió por la
pinta el rey de copas y se detuvo.
-Tire usted -dijo el capitán.
-No hay para qué. El rey de copas. ¡Maldito
sea! El curita me ha desplumado. Recoja
usted el dinero.
El Conde echó con rabia la baraja sobre la
mesa.
Don Luis recogió todo el dinero con indiferencia
y reposo.
D espués de un corto silencio habló el
Conde:
- Curita es menester que me dé usted el
desquite.
-No veo la necesidad.
-¡Me parece que entre caballeros!...
-Por esa regla el juego no tiene término -
observó don Luis-; por esa regla lo mejor sería
ahorrarse el trabajo de jugar.
-Déme usted el desquite -replicó el Conde,
sin atender a razones.
-Sea -dijo don Luis-; quiero ser generoso.
E l Conde volvió a tomar la baraja y se
dispuso a echar nueva talla.
-Alto ahí -dijo don Luis-; entendámonos
antes. ¿Dónde está el dinero de la nueva banca
de usted?
El Conde se quedó turbado y confuso.
-Aquí no tengo dinero -contestó-; pero me
parece que sobra con mi palabra.
Don Luis entonces con acento grave y reposado
dijo:
-Señor Conde, yo no tendría inconveniente
en fiarme de la palabra de un caballero y en
llegar a ser su acreedor, si no temiese perder su
amistad que casi voy ya conquistando; pero
desde que vi esta mañana la crueldad con que
trató usted a ciertos amigos míos, que son sus
acreedores, no quiero hacerme culpado para
con usted del mismo delito. No faltaba más
sino que yo voluntariamente incurriese en el
enojo de usted prestándole dinero, que no me
pagaría, como no ha pagado, sino con injurias,
el que debe a Pepita Jiménez.
Por lo mismo que el hecho era cierto, la
ofensa fue mayor. El Conde se puso lívido de
cólera, y ya de pie, pronto a venir a las manos
con el colegial, dijo con voz alterada.
-¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacerte
entre mis manos, hijo de la grandísima!...
Esta última injuria, que recordaba a don
Luis la falta de su nacimiento, y caía sobre el
honor de la persona cuya memoria le era más
querida y respetada, no acabó de formularse,
no acabó de llegar a sus oídos.
Don Luis por encima de la mesa, que estaba
entre él y el Conde, con agilidad asombrosa
y con tino y fuerza, tendió el brazo derecho,
armado de un junco o bastoncillo flexible y
cimbreante, y cruzó la cara de su enemigo, levantándole
al punto un verdugón amoratado.
No hubo ni grito ni denuesto ni alboroto
posterior. Cuando empiezan las manos suelen
callar las lenguas. El Conde iba a lanzarse sobre
don Luis para destrozarle si podía; pero la opinión
había dado una gran vuelta desde aquella
mañana, y entonces estaba en favor de don
Luis. El capitán, el médico y hasta Currito, ya
con más ánimo, contuvieron al Conde, que
pugnaba y forcejeaba ferozmente por desasirse.
-D ejadme libre, dejadme que le mate -
decía.
- Yo no trato de evitar un duelo -dijo el
capitán-; el duelo es inevitable. Trato sólo de
que no luchéis aquí como dos ganapanes. Faltaría
a mi decoro si presenciase tal lucha.
- Que vengan armas -dijo el Conde-: no
quiero retardar el lance ni un minuto... En el
acto... aquí.
-¿Queréis reñir al sable? -dijo el capitán.
-Bien está -respondió don Luis.
-Vengan los sables -dijo el Conde.
Todos hablaban en voz baja para que no
se oyese nada en la calle. Los mismos criados
del casino, que dormían en sillas, en la cocina y
en el patio, no llegaron a despertarse.
Don Luis eligió para testigos al capitán y
a Currito. El Conde a los dos forasteros. El
médico quedó para hacer su oficio, y enarboló
la bandera de la Cruz Roja.
Era todavía de noche. Se convino en hacer
campo de batalla de aquel salón, cerrando antes
la puerta.
El capitán fue a su casa por los sables y
los trajo al momento debajo de la capa que para
ocultarlos se puso.
Ya sabemos que don Luis no había empuñado
en su vida un arma. Por fortuna, el
Conde no era mucho más diestro en la esgrima,
aunque nunca había estudiado teología ni pensado
en ser clérigo.
Las condiciones del duelo se redujeron a
que, una vez el sable en la mano, cada uno de
los dos combatientes hiciese lo que Dios le diera
a entender.
Se cerró la puerta de la sala.
Las mesas y las sillas se apartaron en un
rincón para despejar el terreno. Las luces se
colocaron de un modo conveniente. Don Luis y
el Conde se quitaron levitas y chalecos, quedaron
en mangas de camisa y tomaron las armas.
Se hicieron a un lado los testigos. A una señal
del capitán, empezó el combate.
Entre dos personas que no sabían parar ni
defenderse la lucha debía ser brevísima, y lo
fue.
La furia del Conde, retenida por algunos
minutos, estalló y le cegó. Era robusto; tenía
unos puños de hierro, y sacudía con el sable
una lluvia de tajos sin orden ni concierto. Cuatro
veces tocó a don Luis, por fortuna siempre
de plano. Lastimó sus hombros, pero no le
hirió. Menester fue de todo el vigor del joven
teólogo para no caer derribado a los tremendos
golpes y con el dolor de las contusiones. Todavía
tocó el Conde por quinta vez a don Luis, y le
dio en el brazo izquierdo. Aquí la herida fue de
filo, aunque de soslayo. La sangre de don Luis
empezó a correr en abundancia. Lejos de contenerse
un poco, el Conde arremetió con más
ira para herir de nuevo; casi se metió bajo el
sable de don Luis. Éste, en vez de prepararse a
parar, dejó caer el sable con brío y acertó con
una cuchillada en la cabeza del Conde. La sangre
salió con ímpetu, y se extendió por la frente
y corrió sobre los ojos. Aturdido por el golpe,
dio el Conde con su cuerpo en el suelo.
T oda la batalla fue negocio de algunos
segundos.
Don Luis había estado sereno, como un
filósofo estoico, a quien la dura ley de la necesidad
obliga a ponerse en semejante conflicto,
tan contrario a sus costumbres y modo de pensar;
pero no bien miró a su contrario Por tierra,
bañado en sangre y como muerto, don Luis
sintió una angustia grandísima y temió que le
diese una congoja. Él, que no se creía capaz de
matar un gorrión, acaso acababa de matar a un
hombre. Él, que aún estaba resuelto a ser sacerdote,
a ser misionero, a ser ministro y nuncio
del Evangelio hacía cinco o seis horas, había
cometido o se acusaba de haber cometido en
nada de tiempo todos los delitos, y de haber
infringido todos los mandamientos de la ley de
Dios. No había quedado pecado mortal de que
no se contaminase. Sus propósitos de santidad
heroica y perfecta se habían desvanecido primero.
Sus propósitos de una santidad más fácil,
cómoda y burguesa, se desvanecían después. El
diablo desbarataba sus planes. Se le antojaba
que ni siquiera podía ya ser un Filemón cristiano,
pues no era buen principio para el idilio
perpetuo el de rasgar la cabeza al prójimo de
un sablazo.
El estado de don Luis, después de las agitaciones
de todo aquel día, era el de un hombre
que tiene fiebre cerebral.
Currito y el capitán, cada uno de un lado,
le agarraron y llevaron a su casa.
***
Don Pedro de Vargas se levantó sobresaltado
cuando le dijeron que venía su hijo herido.
Acudió a verle; examinó las contusiones y la
herida del brazo, y vio que no eran de cuidado;
pero puso el grito en el cielo diciendo que iba a
tomar venganza de aquella ofensa, y no se
tranquilizó hasta que supo el lance, y que don
Luis había sabido tomar venganza por sí, a pesar
de su teología.
E l médico vino poco después a curar a
don Luis, y pronosticó que en tres o cuatro días
estaría don Luis para salir a la calle, como si tal
cosa. El Conde, en cambio, tenía para meses. Su
vida, sin embargo, no corría peligro. Había
vuelto de su desmayo, y había pedido que le
llevasen a su pueblo, que no dista más que una
legua del lugar en que pasaron estos sucesos.
Habían buscado un carricoche de alquiler y le
habían llevado, yendo en su compañía su criado
y los dos forasteros que le sirvieron de testigos.
A los cuatro días del lance se cumplieron,
en efecto, los pronósticos del doctor, y don
Luis, aunque magullado de los golpes y con la
herida abierta aún, estuvo en estado de salir, y
prometiendo un restablecimiento completo en
plazo muy breve.
El primer deber que don Luis creyó que
necesitaba cumplir, no bien le dieron de alta,
fue confesar a su padre sus amores con Pepita,
y declararle su intención de casarse con ella.
D on Pedro no había ido al campo ni se
había empleado sino en cuidar a su hijo durante
la enfermedad. Casi siempre estaba a su lado
acompañándole y mimándole con singular cariño.
En la mañana del día 27 de junio, después
de irse el médico, don Pedro quedó solo con su
hijo, y entonces la tan difícil confesión para don
Luis tuvo lugar del modo siguiente:
- Padre mío- dijo don Luis-: yo no debo
seguir engañando a usted por más tiempo. Hoy
voy a confesar a usted mis faltas y a desechar la
hipocresía.
-Muchacho, si es confesión lo que vas a
hacer mejor será que llames al padre Vicario.
Yo tengo muy holgachón el criterio, y te absolveré
de todo, sin que mi absolución te valga
para nada. Pero si quieres confiarme algún
hondo secreto como a tu mejor amigo, empieza,
que te escucho.
-Lo que tengo que confiar a usted es una
gravísima falta mía, y me da vergüenza...
-Pues no tengas vergüenza con tu padre y
di sin rebozo.
Aquí don Luis, poniéndose muy colorado
y con visible turbación dijo:
-Mi secreto es que estoy enamorado de...
Pepita Jiménez, y que ella...
Don Pedro interrumpió a su hijo con una
carcajada y continuó la frase:
-Y que ella está enamorada de ti, y que la
noche de la velada de San Juan estuviste con
ella en dulces coloquios hasta las dos de la mañana,
y que por ella buscaste un lance con el
conde de Genazahar, a quien has roto la cabeza.
Pues, hijo, bravo secreto me confías. No hay
perro ni gato en el lugar que no esté ya al corriente
de todo. Lo único que parecía posible
ocultar era la duración del coloquio hasta las
dos de la mañana; pero unas gitanas buñoleras
te vieron salir de la casa, y no pararon hasta
contárselo a todo bicho viviente. Pepita,
además, no disimula cosa mayor; y hace bien,
porque sería el disimulo de Antequera. Desde
que estás enfermo viene aquí Pepita dos veces
al día, y otras dos o tres veces envía a Antoñona
a saber de tu salud; y si no han entrado a verte,
es porque yo me he opuesto, para que no te
alborotes.
La turbación y el apuro de don Luis subieron
de punto cuando oyó contar a su padre
toda la historia en lacónico compendio.
-¡ Q ué sorpresa! -dijo-, ¡qué asombro
habrá sido el de usted!
-Nada de sorpresa ni de asombro, muchacho.
En el lugar sólo se saben las cosas hace
cuatro días, y la verdad sea dicha, ha pasmado
tu transformación. ¡Miren el cógelas a tientas y
mátalas callando; miren el santurrón y el gatito
muerto, exclaman las gentes, con lo que ha venido
a descolgarse! El padre Vicario, sobre todo,
se ha quedado turulato. Todavía está
haciéndose cruces al considerar cuánto trabajaste
en la viña del Señor en la noche del 23 al
24, y cuán variados y diversos fueron tus trabajos.
Pero a mí no me cogieron las noticias de
susto, salvo tu herida. Los viejos sentimos crecer
la hierba. No es fácil que los pollos engañen
a los recoveros.
-Es verdad: he querido engañar a usted.
¡He sido un hipócrita!
-No seas tonto: no lo digo por motejarte.
Lo digo para darme tono de perspicaz. Pero
hablemos con franqueza: mi jactancia es inmotivada.
Yo sé punto por punto el progreso de
tus amores con Pepita, desde hace más de dos
meses; pero lo sé porque tu tío el Deán, a quien
escribías tus impresiones, me lo ha participado
todo. Oye la carta acusadora de tu tío, y oye la
contestación que le di, documento importantísimo
de que he guardado minuta.
Don Pedro sacó del bolsillo unos papeles,
y leyó lo que sigue:
Carta del Deán. -«Mi querido hermano:
siento en el alma tener que darte una mala noticia;
pero confío en Dios, que habrá de concederte
paciencia y sufrimiento bastantes para que
no te enoje y acibare demasiado. Luisito me
escribe hace días extrañas cartas, donde descubro,
al través de su exaltación mística, una inclinación
harto terrenal y pecaminosa hacia
cierta viudita guapa, traviesa y coquetísima,
que hay en ese lugar. Yo me había engañado
hasta aquí creyendo firme la vocación de Luisito,
y me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia de
Dios un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar;
pero las cartas referidas han venido a destruir
mis ilusiones. Luisito se muestra en ellas más
poeta que verdadero varón piadoso, y la viuda,
que ha de ser de la piel de Barrabás, le rendirá
con poco que haga. Aunque yo escribo a Luisito
amonestándole para que huya de la tentación,
doy ya por seguro que caerá en ella. No debiera
esto pesarme, porque si ha de faltar y ser galanteador
y cortejante, mejor es que su mala condición
se descubra con tiempo, y no llegue a ser
clérigo. No vería yo, por lo tanto, grave inconveniente
en que Luisito siguiera ahí y fuese
ensayado y analizado en la piedra de toque y
crisol de tales amores, a fin de que la viudita
fuese el reactivo por medio del cual se descubriera
el oro puro de sus virtudes clericales o la
baja liga con que el oro está mezclado; pero
tropezamos con el escollo de que la dicha viuda,
que habíamos de convertir en fiel contraste,
es tu pretendida y no sé si tu enamorada. Pasaría,
pues, de castaño obscuro el que resultase
tu hijo rival tuyo. Esto sería un escándalo
monstruoso, y para evitarle con tiempo te escribo
hoy a fin de que, pretextando cualquiera
cosa, envíes o traigas a Luisito por aquí, cuanto
antes mejor».
Don Luis escuchaba en silencio y con los
ojos bajos. Su padre continuó:
-A esta carta del Deán contesté lo que sigue:
Contestación. -«Hermano querido y venerable
padre espiritual: mil gracias te doy por
las noticias que me envías y por tus avisos y
consejos. Aunque me precio de listo, confieso
mi torpeza en esta ocasión. La vanidad me cegaba.
Pepita Jiménez, desde que vino mi hijo, se
me mostraba tan afable y cariñosa, que yo me
las prometía felices. Ha sido menester tu carta
para hacerme caer en la cuenta. Ahora comprendo
que, al haberse humanizado, al hacerme
tantas fiestas y al bailarme el agua delante,
no miraba en mí la pícara de Pepita sino al
papá del teólogo barbilampiño. No te lo negaré:
me mortificó y afligió un poco este desengaño
en el primer momento; pero después lo reflexioné
todo con la madurez debida, y mi mortificación
y mi aflicción se convirtieron en gozo.
El chico es excelente. Yo le he tomado mucho
más afecto desde que está conmigo. Me separé
de él y te le entregué para que le educases, porque
mi vida no era muy ejemplar, y en este
pueblo, por lo dicho y por otras razones, se
hubiera criado como un salvaje. Tú fuiste más
allá de mis esperanzas y aun de mis deseos, y
por poco no sacas de Luisito un Padre de la
Iglesia. Tener un hijo santo hubiera lisonjeado
mi vanidad; pero hubiera sentido yo quedarme
sin un heredero de mi casa y nombre, que me
diese lindos nietos, y que después de mi muerte
disfrutase de mis bienes, que son mi gloria,
porque los he adquirido con ingenio y trabajo,
y no haciendo fullerías y chanchullos. Tal vez la
persuasión en que estaba yo de que no había
remedio, de que Luis iba a catequizar a los chinos,
a los indios y a los negritos de Monicongo
me decidió a casarme para dilatar mi sucesión.
Naturalmente puse mis ojos en Pepita Jiménez,
que no es de la piel de Barrabás, como imaginas,
sino una criatura remonísima, más bendita
que los cielos y más apasionada que coqueta.
Tengo tan buena opinión de Pepita, que si volviese
ella a tener diez y seis años y una madre
imperiosa que la violentara, y yo tuviese ochenta
años como don Gumersindo, esto es, sí viera
ya la muerte en puertas, tomaría a Pepita por
mujer para que me sonriese al morir como si
fuera el ángel de mi guarda que había revestido
cuerpo humano, y para dejarle mi posición, mi
caudal y mi nombre. Pero ni Pepita tiene ya
diez y seis años, sino veinte, ni está sometida al
culebrón de su madre, ni yo tengo ochenta
años, sino cincuenta y cinco. Estoy en la peor
edad, porque empiezo a sentirme harto averiado,
con un poquito de asma, mucha tos, bastantes
dolores reumáticos y otros alifafes, y, sin
embargo, maldita la gana que tengo de morirme.
Creo que ni en veinte años me moriré, y
como le llevo treinta y cinco a Pepita, calcula el
desastroso porvenir que le aguardaba con este
viejo perdurable. Al cabo de los pocos años de
casada conmigo hubiera tenido que aborrecerme,
a pesar de lo buena que es. Porque es buena
y discreta no ha querido sin duda aceptarme
por marido, a pesar de la insistencia y de la
obstinación con que se lo he propuesto. ¡Cuánto
se lo agradezco ahora! La misma puntita de
vanidad, lastimada por sus desdenes, se embota
ya al considerar que si no me ama, ama mi
sangre, se prenda del hijo mío. Si no quiere esta
fresca y lozana hiedra enlazarse al viejo tronco,
carcomido ya, trepe por él, me digo, para subir
al renuevo tierno y al verde y florido pimpollo.
Dios los bendiga a ambos y prospere estos
amores. Lejos de llevarte al chico otra vez, le
retendré aquí hasta por fuerza, si es necesario.
Me decido a conspirar contra su vocación. Sueño
ya con verle casado. Me voy a remozar contemplando
a la gentil pareja unida por el amor.
¿Y cuando me den unos cuantos chiquillos? En
vez de ir de misionero y de traerme de Australia,
o de Madagascar, o de la India varios neófitos
con jetas de a palmo, negros como la tizna, o
amarillos como el estezado y con ojos de mochuelo,
¿no será mejor que Luisito predique en
casa y me saque en abundancia una serie de
catecumenillos rubios, sonrosados, con ojos
como los de Pepita, y que parezcan querubines
sin alas? Los catecúmenos que me trajese de
por allá sería menester que estuvieran a respetable
distancia para que no me inficionasen, y
éstos de por acá me olerían a rosas del Paraíso,
y vendrían a ponerse sobre mis rodillas, y jugarían
conmigo, y me besarían, y me llamarían
abuelito, y me darían palmaditas en la calva
que ya voy teniendo. ¿Qué quieres? Cuando
estaba yo en todo mi vigor no pensaba en las
delicias domésticas; mas ahora, que estoy tan
próximo a la vejez, si ya no estoy en ella, como
no me he de hacer cenobita, me complazco en
esperar que haré el papel de patriarca. Y no
entiendas que voy a limitarme a esperar que
cuaje el naciente noviazgo, sino que he de trabajar
para que cuaje. Siguiendo tu comparación,
pues que transformas a Pepita en crisol y
a Luis en metal, yo buscaré, o tengo buscado
ya, un fuelle o soplete utilísimo que contribuya
a avivar el fuego para que el metal se derrita
pronto. Este soplete es Antoñona, nodriza de
Pepita, muy lagarta, muy sigilosa y muy afecta
a su dueño. Antoñona se entiende ya conmigo,
y por ella sé que Pepita está muerta de amores.
Hemos convenido en que yo siga haciendo la
vista gorda y no dándome por entendido de
nada. El padre Vicario, que es un alma de Dios,
siempre en Babia, me sirve tanto o más que
Antoñona, sin advertirlo él, porque todo se le
vuelve a hablar de Luis con Pepita, y de Pepita
con Luis; de suerte que este excelente señor,
con medio siglo en cada pata, se ha convertido
¡oh milagro del amor y de la inocencia! en palomito
mensajero, con quien los dos amantes se
envían sus requiebros y finezas, ignorándolo
también ambos. Tan poderosa combinación de
medios naturales y artificiales debe dar un resultado
infalible. Ya te le diré al darte parte de
la boda, para que vengas a hacerla, o envíes a
los novios tu bendición y un buen regalo.»
Así acabó don Pedro de leer su carta, y al
volver a mirar a don Luis, vio que don Luis
había estado escuchando con los ojos llenos de
lágrimas.
E l padre y el hijo se dieron un abrazo
muy apretado y muy prolongado.
***
Al mes justo de esta conversación y de esta
lectura, se celebraron las bodas de don Luis
de Vargas y de Pepita Jiménez.
T emeroso el señor Deán de que su hermano
le embromase demasiado con que el misticismo
de Luisito había salido huero, y conociendo
además que su papel iba a ser poco airoso
en el lugar, donde todos dirían que tenía
mala mano para sacar santos, dio por pretexto
sus ocupaciones y no quiso venir, aunque envió
su bendición y unos magníficos zarcillos, como
presente para Pepita.
El padre Vicario tuvo, pues, el gusto de
casarla con don Luis.
La novia, muy bien engalanada, pareció
hermosísima a todos y digna de trocarse por el
cilicio y las disciplinas.
Aquella noche dio don Pedro un baile estupendo
en el patio de su casa y salones contiguos.
Criados y señores, hidalgos y jornaleros,
las señoras y señoritas y las mozas del lugar
asistieron y se mezclaron en él como en la soñada
primera edad del mundo, que no sé por
qué llaman de oro. Cuatro diestros, o, sino diestros,
infatigables guitarristas, tocaron el fandango.
Un gitano y una gitana, famosos cantadores,
entonaron las coplas más amorosas y
alusivas a las circunstancias. Y el maestro de
escuela leyó un epitalamio en verso heroico.
Hubo hojuelas, pestiños, gajorros, rosquillas,
mostachones, bizcotelas y mucho vino para
la gente menuda. El señorío se regaló con
almíbares, chocolate, miel de azahar y miel de
prima, y varios rosolis y mistelas aromáticas y
refinadísimas.
Don Pedro estuvo hecho un cadete: bullicioso,
bromista y galante. Parecía que era falso
lo que declaraba en su carta al Deán del reúma
y demás alifafes. Bailó el fandango con Pepita,
con sus más graciosas criadas y con otras seis o
siete mozuelas. A cada una, al volverla a su
asiento, cansada ya, le dio con efusión el correspondiente
y prescrito abrazo, y a las menos
serias algunos pellizcos, aunque esto no forma
parte del ceremonial. Don Pedro llevó su galantería
hasta el extremo de sacar a bailar a doña
Casilda, que no pudo negarse, y que, con sus
diez arrobas de humanidad, y los calores de
julio, vertía un chorro de sudor por cada poro.
Por último, don Pedro atracó de tal suerte a
Currito, y le hizo brindar tantas veces por la
felicidad de los nuevos esposos, que el mulero
Dientes tuvo que llevarle a su casa a dormir la
mona, terciado en una borrica como un pellejo
de vino.
El baile duró hasta las tres de la madrugada;
pero los novios se eclipsaron discretamente
antes de las once y se fueron a casa de
Pepita. Don Luis volvió a entrar con luz, con
pompa y majestad, y como dueño y señor adorado,
en aquella limpia alcoba, donde poco más
de un mes antes había entrado a obscuras, lleno
de turbación y zozobra.
Aunque en el lugar es uso y costumbre,
jamás interrumpida, dar una terrible cencerrada
a todo viudo o viuda que contrae segundas
nupcias, no dejándolos tranquilos con el resonar
de los cencerros en la primera noche del
consorcio, Pepita era tan simpática y don Pedro
tan venerado y don Luis tan querido, que no
hubo cencerros ni el menor conato de que resonasen
aquella noche; caso raro, que se registra
como tal en los anales del pueblo.
...........
III
Epílogo. Cartas de mi hermano
L a historia de Pepita y Luisito debiera
terminar aquí. Este epílogo está de sobra, pero
el señor Deán le tenía en el legajo, y ya que no
le publicamos por completo, publicaremos parte;
daremos una muestra siquiera.
A nadie debe quedar la menor duda en
que don Luis y Pepita, enlazados por un amor
irresistible, casi de la misma edad, hermosa
ella, él gallardo y agraciado, y discretos y llenos
de bondad los dos, vivieron largos años, gozando
de cuanta felicidad y paz caben en la
tierra; pero esto, que para la generalidad de las
gentes es una consecuencia dialéctica bien deducida,
se convierte en certidumbre para quien
lee el epílogo.
E l epílogo, además, da algunas noticias
sobre los personajes secundarios que en la narración
aparecen, y cuyo destino puede acaso
haber interesado a los lectores.
S e reduce el epílogo a una colección de
cartas, dirigidas por don Pedro de Vargas a su
hermano el señor Deán, desde el día de la boda
de su hijo hasta cuatro años después.
Sin poner las fechas, aunque siguiendo el
orden cronológico, trasladaremos aquí pocos y
breves fragmentos de dichas cartas, y punto
concluido.
***
Luis muestra la más viva gratitud a Antoñona,
sin cuyos servicios no poseería a Pepita;
pero esta mujer, cómplice de la única falta
que él y Pepita han cometido, y tan íntima en la
casa y tan enterada de todo, no podía menos de
estorbar. Para librarse de ella, favoreciéndola,
Luis ha logrado que vuelva a reunirse con su
marido, cuyas borracheras diarias no quería
ella sufrir. El hijo del maestro Cencias ha prometido
no volver a emborracharse casi nunca;
pero no se ha atrevido a dar un nunca absoluto
y redondo. Fiada, sin embargo, en esta semipromesa,
Antoñona ha consentido en volver
bajo el techo conyugal. Una vez reunidos estos
esposos, Luis ha creído eficaz el método homeopático
para curar de raíz al hijo del maestro
Cencias, pues habiendo oído afirmar que los
confiteros aborrecen el dulce, ha inferido que
los taberneros deben aborrecer el vino y el
aguardiente, y ha enviado a Antoñona y a su
marido a la capital de esta provincia, donde les
ha puesto de su bolsillo una magnífica taberna.
Ambos viven allí contentos, se han proporcionado
muchos marchantes y probablemente se
harán ricos. Él se emborracha aún algunas veces;
pero Antoñona, que es más forzuda, le suele
sacudir para que acabe de corregirse.
***
Currito, deseoso de imitar a su primo, a
quien cada día admira más, y notando y envidiando
la felicidad doméstica de Pepita y de
Luis, ha buscado novia a toda prisa, y se ha
casado con la hija de un rico labrador de aquí,
sana, frescota, colorada como las amapolas, y
que promete adquirir en breve un volumen y
una densidad superiores a los de su suegra
doña Casilda.
***
El conde de Genahazar, a los cinco meses
de cama, está ya curado de su herida, y, según
dicen, muy enmendado de sus pasadas insolencias.
Ha pagado a Pepita, hace poco, más de
la mitad de la deuda, y pide espera para pagar
lo restante.
***
H emos tenido un disgusto grandísimo,
aunque harto le preveíamos. El padre Vicario,
cediendo al peso de la edad ha pasado a mejor
vida. Pepita ha estado a la cabecera de su cama
hasta el último instante, y le ha cerrado la entreabierta
boca con sus hermosas manos. El
padre Vicario ha tenido la muerte de un bendito
siervo de Dios. Más que muerte parecía
tránsito dichoso a más serenas regiones. Pepita
no obstante, y todos nosotros también, le
hemos llorado de veras. No ha dejado más que
cinco o seis duros y sus muebles, porque todo
lo repartía de limosna. Con su muerte habrían
quedado aquí huérfanos los pobres si Pepita no
viviese.
***
M ucho lamentan todos en el lugar la
muerte del padre Vicario, y no faltan personas
que le dan por santo verdadero y merecedor de
estar en los altares, atribuyéndole milagros. Yo
no sé de esto; pero sé que era un varón excelente,
y debe haber ido derechito a los cielos, donde
tendremos en él un intercesor. Con todo, su
humildad y su modestia y su temor de Dios
eran tales, que hablaba de sus pecados en la
hora de la muerte, como si los tuviese, y nos
rogaba que pidiésemos su perdón y que rezásemos
por él al Señor y a María Santísima.
E n el ánimo de Luis han hecho honda
impresión esta vida y esta muerte ejemplares
de un hombre, menester es confesarlo, simple y
de cortas luces, pero de una voluntad sana, de
una fe profunda y de una caridad fervorosa.
Luis se compara con el Vicario, y dice que se
siente humillado. Esto ha traído cierta amarga
melancolía a su corazón; pero Pepita, que sabe
mucho, la disipa con sonrisas y cariño.
***
Todo prospera en casa. Luis y yo tenemos
unas candioteras que no las hay mejores en
España, si prescindimos de Jerez. La cosecha de
aceite ha sido este año soberbia. Podemos permitirnos
todo género de lujos, y yo aconsejo a
Luis y a Pepita que den un buen paseo por
Alemania, Francia e Italia, no bien salga Pepita
de su cuidado y se restablezca. Los chicos pueden,
sin imprevisión ni locura, derrochar unos
cuantos miles de duros en la expedición y traer
muchos primores de libros, muebles y objetos
de arte para adornar su vivienda.
***
Hemos aguardado dos semanas para que
sea el bautizo el día mismo del primer aniversario
de la boda. El niño es un sol de bonito y
muy robusto. Yo he sido el padrino, y le hemos
dado mi nombre. Yo estoy soñando con que
Periquito hable y diga gracias.
***
Para que todo les salga bien a estos enamorados
esposos, resulta ahora, según cartas
de la Habana, que el hermano de Pepita, cuyas
tunanterías recelábamos que afrentasen a la
familia, casi y sin casi va a honrarla y a encumbrarla
haciéndose personaje. En tanto tiempo
como hacía que no sabíamos de él, ha aprovechado
bien las coyunturas y le ha soplado la
suerte. Ha tenido nuevo empleo en las aduanas,
ha comerciado luego en negros, ha quebrado
después, que viene a ser para ciertos hombres
de negocios como una buena poda para los
árboles, la cual hace que retoñen con más brío,
y hoy está tan boyante, que tiene resuelto ingresar
en la primera aristocracia titulando de
marqués o de duque. Pepita se asusta y se escandaliza
de esta improvisada fortuna, pero yo
le digo que no sea tonta; si su hermano es y
había de ser de todos modo un pillete, ¿no es
mejor que lo sea con buena estrella?
***
Así pudiéramos seguir extractando, si no
temiésemos fatigar a los lectores. Concluiremos,
pues, copiando un poco de una de las
últimas cartas.
***
Mis hijos han vuelto de su viaje bien de
salud, y con Periquito muy travieso y precioso.
Luis y Pepita vienen resueltos a no volver
a salir del lugar, aunque les dure más la vida
que a Filemón y a Baucis. Están enamorados
como nunca el uno del otro.
Traen lindos muebles, muchos libros, algunos
cuadros y no sé cuántas otras baratijas
elegantes que han comprado por esos mundos,
y principalmente en París, Roma, Florencia y
Viena.
Así como el afecto que se tienen y la ternura
y cordialidad con que se tratan y tratan a
todo el mundo ejercen aquí benéfica influencia
en las costumbres, así la elegancia y el buen
gusto con que acabarán ahora de ordenar su
casa servirán de mucho para que la cultura exterior
cunda y se extienda.
La gente de Madrid suele decir que en los
lugares somos gansos y soeces, pero se quedan
por allá y nunca se toman el trabajo de venir a
pulirnos; antes al contrario, no bien hay alguien
en los lugares que sabe o vale, o cree saber y
valer, no para hasta que se larga, si puede, y
deja los campos y los pueblos de provincias
abandonados.
Pepita y Luis siguen el opuesto parecer, y
yo los aplaudo con toda el alma.
T odo lo van mejorando y hermoseando
para hacer de este retiro su edén.
No imagines, sin embargo, que la afición
de Luis y Pepita al bienestar material haya entibiado
en ellos, en lo más mínimo, el sentimiento
religioso. La piedad de ambos es más
profunda cada día, y en cada contento o satisfacción
de que gozan o que pueden proporcionar
a sus semejantes ven un nuevo beneficio
del cielo, por el cual se reconocen más obligados
a demostrar su gratitud. Es más: esa satisfacción
y ese contento no lo serían, no tendrían
precio, ni valor, ni substancia para ellos, si la
consideración y la firme creencia en las cosas
divinas no se lo prestasen.
Luis no olvida nunca, en medio de su dicha
presente, el rebajamiento del ideal con que
había soñado. Hay ocasiones en que su vida de
ahora le parece vulgar, egoísta y prosaica,
comparada con la vida de sacrificio, con la existencia
espiritual a que se creyó llamado en los
primeros años de su juventud; pero Pepita acude
solícita a disipar estas melancolías, y entonces
comprende y afirma Luis que el hombre
puede servir a Dios en todos los estados y condiciones,
y concierta la viva fe y el amor de
Dios, que llenan su alma, con este amor lícito
de lo terrenal y caduco. Pero en todo ello pone
Luis como un fundamento divino, sin el cual, ni
en los astros que pueblan el éter, ni en las flores
y frutos que hermosean el campo, ni en los ojos
de Pepita, ni en la inocencia y belleza de Periquito,
vería nada de amable. El mundo mayor,
toda esa fábrica grandiosa del Universo, dice él
que sin su Dios providente le parecería sublime,
pero sin orden, ni belleza, ni propósito. Y
en cuanto al mundo menor como suele llamar
al hombre, tampoco le amaría si por Dios no
fuera. Y esto, no porque Dios le mande amarle,
sino porque la dignidad del hombre y el merecer
ser amado estriban en Dios mismo, quien
no sólo hizo el alma humana a su imagen, sino
que ennobleció el cuerpo humano, haciéndole
templo vivo del Espíritu, comunicando con él
por medio del Sacramento, sublimándole hasta
el extremo de unir con él su Verbo increado.
Por estas razones, y por otras que yo no acierto
a explicarte aquí, Luis se consuela y se conforma
con no haber sido un varón místico, extático
y apostólico, y desecha la especie de envidia
generosa que le inspiró el padre Vicario el día
de su muerte; Pero tanto él como Pepita siguen
con gran devoción cristiana dando gracias a
Dios por el bien de que gozan, y no viendo base,
ni razón, ni motivo de este bien, sino en el
mismo Dios.
En la casa de mis hijos hay, pues, algunas
salas que parecen preciosas capillitas católicas o
devotos oratorios; pero he de confesar que tienen
ambos también su poquito de paganismo,
como poesía rústica amoroso-pastoril, la cual
ha ido a refugiarse extramuros.
L a huerta de Pepita ha dejado de ser
huerta, y es un jardín amenísimo con sus araucarias,
con sus higueras de la India, que crecen
aquí al aire libre, y con su bien dispuesta, aunque
pequeña estufa, llena de plantas raras.
El merendero o cenador, donde comimos
las fresas aquella tarde, que fue la segunda vez
que Pepita y Luis se vieron y se hablaron se ha
transformado en un airoso templete, con pórtico
y columnas de mármol blanco. Dentro hay
una espaciosa sala con muy cómodos muebles.
Dos bellas pinturas la adornan: una representa
a Psiquis, descubriendo y contemplando extasiada,
a la luz de su lámpara, al Amor, dormido
en su lecho, otra representa a Cloe cuando la
cigarra fugitiva se le mete en el pecho, donde,
creyéndose segura, y a tan grata sombra, se
pone a cantar, mientras que Dafnis procura
sacarla de allí.
Una copia hecha con bastante esmero en
mármol de Carrara, de la Venus de Médicis,
ocupa el preferente lugar, y como que preside
en la sala. En el pedestal tiene grabados, en
letras de oro, estos versos de Lucrecio:
Nec sine te quidquam dias in luminis oras
Exoritur, neque fit laetum, neque amabile quidquam.
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